El nacionalcatolicismo contra la España real
El nacionalcatolicismo contra la España real
Juan Antonio Molina

 

Oponer la crispación y la apelación al odio de la calle incitada desde arriba a la legitimidad parlamentaria, reunirse con la prensa extranjera para afirmar que España es una dictadura, describir a la nación humillada vindicando en la calle los supuestos derechos perdidos, cuestionar las instituciones democráticas, intentar que la Unión Europea condene a España como si fuera Hungría, llamar “hijo de puta” públicamente al legítimo presidente del gobierno como si formara parte de un relato dialéctico, afirmar que la mayoría parlamentaria, expresión democrática de la voluntad popular, ha dado un golpe de Estado, que la Iglesia Católica no haya renunciado a considerar cruzada al genocidio franquista de la guerra civil y posguerra y beatifique hasta hoy mismo a los muertos del bando fascista mientras los cadáveres de los republicanos siguen en las cunetas o que los templos de Alicante, Granada, León o Santander, entre otros, acepten incluir al dictador en las oraciones de este 20 de noviembre; que los jueces se manifiesten reclamando independencia de los poderes del Estado interfiriendo ellos en las competencias del poder legislativo, configura todo ello un daguerrotipo creado por la derecha política y fáctica, cada vez más neo-franquista, donde el nacionalcatolicismo se expresa sin pudor apelando a una torticera y fraudulenta defensa de la constitución.

El caudillismo que se fundó al grito de “muera la inteligencia” jamás se ausentó del solar hispano

Si agregamos el manifiesto semblante de disgusto del monarca en la promesa del cargo en la Zarzuela de Pedro Sánchez tendremos que convenir que el microclima que intenta instalar en España el conservadurismo carpetovetónico es el menos indicado para la estabilidad de la convivencia democrática. Golpe de Estado, dictadura, quiebra de la democracia, ruptura de España, son, en definitiva, unas apelaciones tan groseras y violentas que son palabras en las que cabalga con soltura Pavía. ¿Puede una democracia plena permitirse semejante derecha y sus coadyuvantes poderes fácticos? El caudillismo que se fundó al grito de “muera la inteligencia” jamás se ausentó del solar hispano. La deriva autoritaria que ha tomado la derecha no se puede ya conceptuar de intento de bloquear el desarrollo de derechos cívicos o el fomento de déficits en la calidad de algunas libertades, sino en la implantación ideológica y metafísica de un reflujo democrático severo de carácter autoritario y, lo más grave, que no es de índole transitoria sino definitiva ya que el poder fáctico lo considera volver a la normalidad que había sido perturbada por los usos y valores propios de la democracia.

En un par de fines de semana encerrados en un hotel de El Escorial, los dos notables del franquismo, Laureano López Rodó y Gonzalo Fernández de la Mora, redactaron de corrido la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento. Según sus autores se quiso componer un texto legal en el que “cristalizara el espíritu del ‘Alzamiento’ con perspectivas de futuro”. Años más tarde, y muerto el dictador, López Rodó y Fernández de la Mora fueron dos de los fundadores, entre los que se encontraba también Fraga Iribarne, de Alianza Popular, hoy Partido Popular. El primero representaba la tecnocracia y el segundo –autor del libro “El crepúsculo de las ideologías” – la desideologización y el apoliticismo. 

El poder autoritario ve la crisis como debilidad y no como un factor determinante de la dialéctica y el pensamiento como elementos sustantivos de calidad democrática

Los poderes fácticos que apoyaron y fueron apoyados para su prosperidad en los años de caudillaje se mantuvieron intactos. Desde un primer momento fueron tenaces en la floración oculta del miedo a la libertad, una libertad que no había existido nunca teniendo en cuenta la duración del régimen franquista. Era necesario por el bien de todos reducir la libertad a algo ya existente. Reforma quiere decir no perder el contacto con el pasado, no dar un salto y que todo lo que dura está justificado hasta cierto punto. La incipiente y débil democracia sólo se abriría camino, como consecuencia, si el sistema se cambiaba sin cambiar los intereses del sistema. De esta forma, las élites económicas y financieras del franquismo pasaron a ser, como el racismo en el III Reich, los fundamentos no ideológicos, no opinables, no subjetivos de la nueva democracia.

La anatematización de las mayorías parlamentarias, el impulso tendencioso de criminalizar a partidos políticos con significativo respaldo popular, tildar de dictadura a procesos escrupulosamente democráticos es una deriva muy peligrosa para el mismo régimen político que dicen defender los que ejercen esa procacidad guerracivilista. Todo ello se sustancia por parte del rancio conservadurismo en una incomprensión de los procesos democráticos, ya que el poder democrático sabe (o debe saber) que al ejercer el poder lo está negociando, mientras para una mente autoritaria el que ostenta el poder es un paradigma y la historia una sucesión de hechos incontrovertibles porque no se permite una argumentación alternativa. Para el poder democrático, la historia es una transacción y cada una de sus secuencias constituye una crisis, como proceso. Por su parte, el poder autoritario ve la crisis como debilidad y no como un factor determinante de la dialéctica y el pensamiento como elementos sustantivos de la libertad política y, por tanto, de la calidad democrática.


Fuente → nuevatribuna.es

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