
La escuela Miguel de Unamuno, junto a la vieja prisión de Yeserías, fue campo de concentración tras la Guerra Civil y escenario de ejecuciones. No se ha permitido excavar
Pudieron ser tres semanas, las mismas que Antonio Bouthelhier, jefe de la segunda sección del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) de Madrid, tardó en escribir la palabra “normalidad” en los telegramas que enviaba al Cuartel General del Generalísimo.
“Se acentúa la normalidad en la vida de la ciudad, incluso en la periferia. No obstante, hay continuas colas durante día y noche en comedores, Auxilio social, insuficientemente abastecidos todavía. Barrios. Tetuán, Ventas y Vallecas son lo que se presentan aspecto más refractario al triunfo Movimiento Nacional. Evacuados gran número de refugiados en Madrid, aglomerándose proximidades de las estaciones”. El mismo día del telegrama, el 18 de abril de 1939, fueron detenidas 225 personas y se ejecutaron dos penas de muerte en el propio campo, según la documentación del Gobierno Militar de la ciudad.
El Unamuno es uno de esos lugares de la geografía madrileña que esconde sus heridas en el subsuelo. Levantado en medio de un barrio duramente castigado, fue un milagro que su estructura original se mantuviera en pie. La Fundición, como se conoce todavía hoy la nave que queda detrás, entre el colegio y las casas, se utilizó como fábrica de munición que sufrió el primer impacto del denominado “bombardeo logístico”, tantas veces ejecutado después por la aviación italiana en Barcelona. La onda expansiva que bajaba de Embajadores a Legazpi era uno de los pocos recuerdos tristes que guardaba Gloria Fuertes de sus tiempos de moza. El hambre, el mayor vestigio de aquel asedio, se escondió para siempre bajo un manto de miedo y de vergüenza.
No muy lejos, en el matadero municipal, serpenteaba la cola de gente que buscaba despojos de animales sacrificados o cualquier otra cosa que llevarse a la boca. Para no caer, para no morir. Entre los escombros creció un polígono, cercado de alambres y espinos, que llegaba hasta el arroyo Abroñigal, el límite del vértice de tiro fijado desde el cerro Garabitas por la artillería franquista. Desde su posición en plena Casa de Campo, el visor adivinaba la hora en que aquellas miniaturas desfilarían delante de su terrible caleidoscopio, pero nunca le ordenaron derribar la cárcel ni la estación. Ambas quedaron intactas, siniestro preludio de la paz que estaba por llegar. Inaugurada en 1920 como asilo, Yeserías fue habilitada como cárcel nada más terminar la guerra. Mantuvo su apariencia de correccional y de “redención de almas”, como figuraba en las cartillas que los talleres de imprenta tiraban allí, en la ribera del Manzanares, el nuevo hogar para las familias de los presos.
Los últimos días de marzo de 1939 fueron especialmente fríos. Los rayos de sol apenas calentaban una población que gastaba sus 500 calorías diarias entre las colas para comer, en la reventa o en desmochar los pocos árboles que quedaban del Retiro para calentarse. El primer pan blanco llegó con el restablecimiento de la luz, el agua y el correo, que llevaba estrangulado más de dos años. Tras el toque de queda y los puestos de control para pasar de distrito, vinieron las detenciones.
El Unamuno, como Campamento o Chamartín, se llenaron con presentados y detenidos gubernativos. El Ejército del Centro se rindió con cerca de 300.000 efectivos, que tenían que ser clasificados; como recordaba Agustín en sus memorias, “era cosa de poco, de tomar la filiación y después se podrían ir a casa, aquellos que no tuvieran las manos manchadas de sangre”. En todos los pueblos de España, grandes o pequeños, con o sin guerra, se repitió la misma escena. A pesar del gigantesco colapso, del drama sinsentido, todo siguió como estaba trazado. Los maquinistas frenaban en seco al enfilar la recta de Atocha para que, guardias y prisioneros, supieran que llegaban a su destino. Nada más bajar del tren eran escoltados por soldados jóvenes que no habían estado en el frente; andando o en camiones, que preferían porque disimulaban mejor los nervios, los distribuían entre algunos de los más de treinta edificios que hicieron las veces de encierro hasta que se inauguró la cárcel de Carabanchel, en 1944, “con todas las ventajas modernas”. Yeserías, que un año antes pasó a ser cárcel de mujeres con las reclusas de Ventas, es el único de todos estos edificios que hoy queda en pie. Único testigo de un tiempo, de una época, en la que Madrid superaba el 20 por ciento de toda la población penitenciaria del país.
Y, aunque pueda parecer que sucedió en la prehistoria, como los mamuts que habitaron en la pradera de San Isidro, lo cierto es que hasta que el desarrollismo y la M-30 la partieron en dos, aquella zona siguió siendo un entrante en el Madrid de la guerra civil. Debió de ser por entonces cuando su imagen quedó grabada en el puente de Toledo, frontera durante treinta meses que terminaría fijando lo que quedaba dentro y fuera de la historia nacional. Sin más rastro documental, solo queda, pues, excavar, como el yacimiento de los mamuts, la fosa bajo el colegio.
Gutmaro Gómez es historiador, coordinador de Asedio. Historia de Madrid en la guerra civil (Ediciones Complutense)
Fuente → elpais.com
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