Fernando Hernández Sánchez
El tapiz de Bayeux narra la invasión de Inglaterra en 1066 cuando, tras vencer a los anglosajones en la batalla de Hastings, Guillermo el Conquistador se erigió en rey. La pieza de lino de 70 metros de longitud constituye el friso que documenta la genealogía del dominio normando sobre ambas orillas del canal de la Mancha en los albores del segundo milenio. El poder siempre ha mostrado inclinación a representarse a sí mismo en esta modalidad de formato imponente: Carlos V y Felipe II abrigaron los fríos muros de sus alcázares con escenas de episodios de la cruzada contra el infiel o de milagros bíblicos obrados por el Dios que ungía a los reyes taumaturgos. Los Borbones, más mundanos, rebajaron la solemnidad en beneficio de un costumbrismo mistificado visto siempre desde una perspectiva aristocratizante. En cualquier caso, un objeto monumental siempre es una expresión de poder, la gramática de un relato para la posteridad, la condensación de una determinada concepción de la historia.
El hecho de que la ceremonia de jura de bandera de la heredera del Reino de España y futura comandante en jefe de las Fuerzas Armadas se engalanara con un tapiz que exalta al dictador que logró su victoria con el apoyo del Eje es algo más que una desafortunada anécdota. El mismo Calderón de la Barca a quien multitud de teselas cuarteleras rinden tributo por su oda al soldado de los tercios ("Aquí la más principal/ hazaña es obedecer...") sentenció en un soliloquio de La vida es sueño que casualidad es como los necios llaman al destino. Lo sucedido pone de manifiesto que hay un relato de la historia de España que fluye sin hemistiquios. Basta rascar un poco la superficie de cierto aparente adanismo para descubrir las viejas capas de pintura, el permanente empeño en reubicar, como si de un viejo cachivache perteneciente al patrimonio familiar se tratara, cualquier vestigio del franquismo aunque sea de manera descontextualizada, ya sea un tapiz, un ornamento arquitectónico, un mausoleo o un arco de la victoria. Parece como si el carácter totalitario de la dictadura pudiera quedar difuminado en la disposición abigarrada propia de un gabinete de curiosidades.
Consustancial a la técnica del blanqueo es la argucia de conmemorar al hombre anterior al resto de su vida pública, la que verdaderamente definió su trayectoria y la de todo el país que la sufrió. No exime de responsabilidad la coartada de que el texto rece "Segunda época, 20 de febrero de 1927, General Franco". El truco ya se gastó en el monumento que en Melilla lo homenajea en su etapa de comandante. Sigue siendo tan grotesco como si en una parada del Euroejército se exhibiera un leibstandarte con la leyenda "A.H. acuarelista vienés", una fotografía oficial del "héroe de Verdún" o un littorio rodeado de la cartela "periodista Mussolini".
Quien sea el responsable del homenaje retrospectivo es consciente de que pretende sortear las proscripciones contempladas en la Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática: "Cuando los elementos contrarios a la memoria democrática estén ubicados o colocados en edificios de carácter público, las instituciones o personas jurídicas titulares de los mismos serán responsables de su retirada o eliminación [...] A tal fin, no podrán mostrarse en lugares representativos, [...] espacios comunes de uso, ni en áreas de acceso al público". Igual que de la segunda etapa de la Academia en 1927 se podría haber presumido de la tercera época de la institución -la actual-, inaugurada en 1940 por el mismo personaje tras el paréntesis republicano. La finta de esquivar el contexto apunta a una voluntad de fraude de ley sin que, por otra parte, logre algún dividendo en lo que a legitimidad de origen se refiere. Aquella segunda refundación tuvo lugar bajo otra dictadura, la de Primo de Rivera, con el objetivo de galvanizar a la oficialidad en formación en el crisol de los valores africanistas. Nadie mejor que el más significado de sus jefes para imprimir en sus espíritus esa cosmovisión reaccionaria, spengleriana, nutrida de la imagen del pelotón de soldados que siempre y en última instancia salva la civilización. La suya, claro.
Puestos a hacer pedagogía, podrían incorporarse a la narración otros elementos ilustrativos. Por ejemplo, el nombre del jefe de estudios de la Academia y antaño mano derecha de Franco, el general Miguel Campins. Lo malo es que habría que contar que fue fusilado en Sevilla en las primeras semanas de la sublevación por haber considerado Queipo de Llano que su incorporación tardía al golpe era un síntoma de tibieza. Corrió la misma suerte que otros que esmaltaron una larga y brillante carrera militar, pero que no la envilecieron con la traición al juramento de fidelidad al orden constitucional: tal fue el caso de los de los generales Domingo Batet, Miguel Núñez de Prado, Enrique Salcedo y Antonio Escobar que, como el almirante Rogelio Caridad Pita, fueron ejecutados por los sediciosos por negarse a secundarlos o por resistirlos.
Son ellos, y no los que sumieron a la nación en un baño de sangre, los verdaderos héroes a los que el himno de la Infantería debería considerar "dignos de honor y de gloria". El tapiz de la historia de España tiene que seguir incorporando los hilos cortados que contribuyan a completar toda la complejidad de su trama. Para un sociedad avanzada del siglo XXI, es un imperativo cívico. Para quien, al margen de cualquier otra consideración sobre la obsolescencia de la institución, pretenda ejercer la más alta magistratura del estado, es una obligación y un ejercicio de ejemplaridad.
Fuente → blogs.publico.es
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