Se cumplieron recientemente, sin que el acontecimiento
despertara demasiado interés, 50 años de la muerte de Cipriano Martos
Jiménez. Nos da detalles del suceso una nota informativa de la Jefatura
Superior de Policía de Barcelona redactado pocas semanas después, y
que hasta hace pocos años acumulaba polvo en los archivos. El relato
del documento empieza a finales de agosto de 1973, cuando el Servicio
de Investigación de la Guardia Civil consigue identificar a uno de los
participantes en una siembra de propaganda del Frente Revolucionario
Antifascista y Patriota (FRAP) en Igualada. En los días posteriores,
varios militantes de la organización radicados en Reus, de donde
procedía la pequeña célula encargada de aquella acción, serían
detenidos.
En el momento de pasar a disposición del juez, dos de ellos “presentaban en la cara y en las sienes contusiones y hematomas”. Cipriano corrió peor suerte: su estado era “al parecer grave por haber ingerido durante los interrogatorios en el Cuartel de la Guardia Civil [de Reus] ácido sulfúrico o mezcla de un líquido con este ácido” (muy probablemente procedente de uno de los cócteles molotov que los agentes habían aprehendido en los registros). Tuvo que ser trasladado al hospital, donde estuvo tres semanas en estado grave. En la noche del 17 de septiembre “falleció […] como consecuencia de las lesiones producidas por la ingestión del ácido que se menciona”. Tenía 31 años.
El caso de Cipriano constituye uno de los episodios paradigmáticos de la brutalidad represiva con la que el franquismo afrontó el incremento de la contestación de mediados y finales de los 60
Un caso ejemplar
El caso
de Cipriano Martos resulta ejemplar desde varios puntos de vista. Ante
todo, constituye uno de los episodios paradigmáticos de la brutalidad
represiva con la que el franquismo afrontó el incremento de la
contestación que se produjo desde mediados y finales de los años
sesenta. Las consecuencias fueron palpables: un centenar de personas
fallecidas a causa de la alguna forma u otra de represión estatal entre
1967, año que señala un punto de inflexión en el incremento de la
violencia institucional, y junio de 1977, fecha de celebración de las
primeras elecciones pluripartidistas desde las de febrero de 1936.
Pero
esta cifra es sólo el componente más llamativo, más dramático, de una
realidad mucho más amplia: la de la multitud de caras que tomó la
represión. Otra de sus aristas más dolorosas fue la de la tortura. Los
estragos que causó, aunque difíciles de cuantificar y hasta el momento
poco estudiados, fueron terroríficos: la huella que dejó en los
millares de militantes que la sufrieron fue amarga y, a menudo, de muy
larga duración. En su práctica, como en general en el ejercicio de la
represión y el control social, fueron esenciales no sólo la Brigada de
Investigación Social, sino también, como nos demuestra el caso de
Cipriano Martos, la Guardia Civil. Incluso agentes de la Policía Armada
participaron a veces en sesiones de tortura.
Ello nos remite al carácter de policía política que el franquismo dio a sus cuerpos policiales. A pesar de que el imaginario colectivo tiende a asociar esta dimensión únicamente a la Brigada de Investigación Social (la llamada político-social), también los demás organismos policiales de la dictadura cumplieron funciones de este tipo. Para muestra, un botón documental especialmente significativo: todavía en los años sesenta, las normas de organización y funcionamiento del Servicio de Investigación de la Guardia Civil, al que todos los agentes del cuerpo estaban llamados a aportar informaciones, establecían que se debían confeccionar ficheros político-sociales personales “tratando de conseguir que en los mismos figuren todos los domiciliados en la demarcación y, como mínimo, aquellos individuos que tengan antecedentes […] y todos aquellos que, por sus cargos, forma de vivir u otras circunstancias, así se juzgue conveniente”.
Se oye decir, en ocasiones, que las huellas documentales sobre la represión franquista fueron borradas por completo. No es cierto
Éste y otros documentos del mismo período nos
hablan asimismo del indispensable papel de colaboradores (voluntarios) y
confidentes (interesados), así como de la creciente utilización de
policías infiltrados. Y hay rastros documentales, en fin, que
atestiguan la participación en tareas de vigilancia y control de una
tupida red de “elementos auxiliares”, integrada por policías
municipales, porteros, vigilantes nocturnos, guardas forestales,
trabajadores de la red de ferrocarriles… Como presumiblemente ocurrió
en la caída del núcleo de militantes del FRAP en Reus, los ojos y los
oídos de estos “chivatos” fueron imprescindibles para engrasar la
maquinaria represiva del régimen.
Se oye decir, en ocasiones, que las huellas documentales sobre la represión franquista fueron borradas por completo. No es cierto. Rodolfo Martín Villa, ministro de la Gobernación en el último gobierno de la monarquía y de Interior en los primeros de la UCD, pretendió que la documentación relacionada con la persecución política de la oposición fuese eliminada, pero las destrucciones que se hicieron no fueron completas. Era difícil que así fuera, teniendo en cuenta el volumen y dispersión de aquellos documentos. A día de hoy, son ya bastantes los estudios que han desvelado importantes aspectos del funcionamiento represivo y de control del franquismo gracias a valiosas series documentales conservadas en archivos históricos. Todavía otra puerta de acceso a este tipo de información son las causas judiciales, donde permanecen numerosas trazas de los quehaceres policiales. Ésta es, precisamente, una de las principales fuentes de las que se valió el periodista Roger Mateos para su libro Caso Cipriano Martos. Vida y muerte de un militante antifranquista (Anagrama, 2018).
No fue posible durante el franquismo esclarecer los hechos; tampoco lo ha sido, por ahora, en democracia parlamentaria
Una de las cosas que señala el libro es la
ocultación de la verdad y la impunidad que cubrió la muerte de Cipriano
Martos tras su paso por las dependencias de la Guardia Civil, otro
aspecto más en el que el caso ha sido —tristemente— ejemplar. No fue
posible durante el franquismo esclarecer los hechos; tampoco lo ha
sido, por ahora, en democracia parlamentaria. Parece, sin embargo, que
por fin algo podría cambiar, gracias a las posibilidades abiertas por
la aprobación, en octubre del año pasado, de la Ley 20/2022, de
Memoria Democrática.
Punto de inflexión en el abordaje judicial del franquismo
Casi
simultáneamente al aniversario del (presunto) asesinato de Cipriano
Martos, en las últimas semanas trascendieron dos noticias que marcan un
cambio de rumbo en el abordaje judicial de las vulneraciones de
derechos humanos cometidas durante el franquismo. Por un lado, por
primera vez una víctima de torturas, Julio Pacheco Yepes, pudo declarar
en sede judicial. La citación se produjo después de que un juzgado de
instrucción de Madrid aceptara tramitar, el pasado mes de mayo, su
querella contra varios policías por el trato recibido en la Dirección
General de Seguridad durante su detención, en agosto de 1975.
Por otro lado, la fiscal de sala de Derechos Humanos y Memoria Democrática, Dolores Delgado, se pronunció a favor de la admisión a trámite de la querella presentada por Carles Vallejo Calderón por las torturas sufridas en diciembre de 1970 durante su larga detención (20 días) en la comisaría de Via Laietana 43. Con ello, Delgado rectificaba el criterio fijado previamente por la Fiscalía de Barcelona —que en junio se había pronunciado contra la admisión a trámite de la querella— y el suyo propio.
Ambas noticias revisten gran
importancia. Lo que hasta ahora se había tenido que intentar en los
tribunales argentinos (a través del principio de justicia universal),
podría llevarse a cabo sin necesidad de cruzar el charco: las
vulneraciones de derechos humanos cometidas desde la instauración del
régimen franquista y hasta la entrada en vigor de la Constitución de
1978 podrían ser investigadas por los juzgados españoles. Se cumpliría
así con lo estipulado por la Ley de Memoria Democrática, en la que se
sustentan las recientes decisiones judiciales. El posicionamiento de la
Fiscalía de Sala de Derechos Humanos y Memoria Democrática, instaurada
por la referida Ley 20/2022, ha tardado más de lo esperable, pero parece
ahora inequívoco. Así lo indica no sólo su pronunciamiento sobre el
caso de Carles Vallejo, sino también su participación en la toma de
declaración de Julio Pacheco.
Otra cosa son las
decisiones que puedan tomar los jueces. La reciente inadmisión a
trámite por el juzgado de instrucción número 18 de Barcelona, en contra
del criterio de Delgado, de la querella presentada por Vallejo indica
que el camino judicial no está todavía completamente expedito.
Aunque no muy presente en los medios de comunicación, existe un debate jurídico sobre el alcance de la vía penal establecida por la Ley de Memoria Democrática
Aunque no muy presente en los medios de comunicación, existe un debate jurídico sobre el alcance de la vía penal establecida por la Ley de Memoria Democrática. Ésta entreabrió la puerta a la justicia punitiva, al apuntar (art. 2.3) que toda la legislación española, incluida la Ley 46/1977, de Amnistía, debe aplicarse de conformidad con el derecho internacional humanitario, “según el cual los crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y tortura tienen la condición de imprescriptibles y no amnistiables”. No lo entiende así el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas. En su último informe periódico sobre España, del mes de julio, este organismo celebraba la aprobación de la Ley 20/2022, pero al mismo tiempo lamentaba que ésta no hubiese eliminado los obstáculos a la investigación de la tortura o de las desapariciones forzadas, al no haber derogado explícitamente la Ley de Amnistía. Sea como sea, y pese a las reticencias que puedan albergar algunos jueces de instrucción, de lo que no puede haber duda es de que la Ley de Memoria Democrática debería, como mínimo, impulsar la investigación en sede judicial de estos hechos (art. 29.1).
Verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición
A fuerza de repetirla, la letanía pagana de la memoria colectiva va impregnando el debate público: verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. El actual contexto permite avanzar de forma significativa en estos principios. Judicializar los crímenes del franquismo no sólo significa impartir justicia, sea ésta punitiva o restaurativa; significa también una oportunidad para esclarecer los hechos, para establecer una verdad judicial que refuerce el conocimiento histórico acumulado tras años de investigaciones y para contribuir a paliar el dolor que ha acompañado a las víctimas y sus seres queridos durante demasiado tiempo.
Significa, volviendo al principio de estas líneas, poder hablar por fin de los guardias civiles que detuvieron, torturaron y mataron a Cipriano Martos —de quienes, gracias a la documentación que no fue destruida, conocemos nombres y apellidos— como asesinos, sin ningún presunto entre paréntesis.
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