Agustí Bartra: la memoria de Argelès
Álvaro Acebes Arias
Argelès-sur-Mer es una pintoresca y coqueta localidad del Pirineo oriental francés que ofrece paisajes espectaculares gracias a la unión del mar y la montaña. Próxima a Colliure y Perpiñán, en las últimas décadas se ha convertido en uno de los más conocidos centros turísticos del sur de Francia, famoso, entre otras cosas, por su playa larga en la que todos los años una turbamulta de veraneantes untados de crema exponen sus cuerpos al sol. Casi nadie diría que esa playa, rodeada de bares, restaurantes y discotecas y en la que se sitúa un puerto deportivo protegido por dos espigones y con capacidad para casi mil embarcaciones, no es una playa normal. Pese a que el tiempo lo ha limado todo, hasta hace poco este era un territorio del que no se hablaba y que aún menos se visitaba. La razón es que en ese mismo lugar se localizó uno de los campos de concentración donde entre 1939 y 1940 el gobierno francés encerró en unas condiciones infames a decenas de miles de republicanos españoles que durante meses agonizaron de hambre, enfermedad y frío. Ustedes habrán visto seguramente esas fotografías estremecedoras de Robert Capa o de Agustí Centelles. Rostros demacrados, figuras entecas y consumidas que hablan de la desolación y la derrota y que sobrellevan con una dignidad marchita el estigma del refugiado. Se calcula que en Argelès, en el que algún tiempo llegaron a convivir hacinados casi cien mil hombres con toda mezcla de identidades y convicciones políticas, vigilados por unos cuatrocientos guardias y rodeados de kilómetros de alambradas, murieron cerca de mil españoles, enterrados después en fosas comunes que se habilitaron dentro del mismo recinto. Según ha contado el escritor Serge Mestre, hijo de uno de los hombres confinados allí, durante los años siguientes al desmantelamiento del campo no hubo conchas en la playa de Argelès. Los prisioneros las habían recogido con la esperanza de poder entregárselas más tarde a sus hijos y a sus mujeres, internados, a su vez, en otros lugares que se repartían por todo el litoral mediterráneo.
Entre aquel medio millón de refugiados que cruzó la frontera al final de la guerra y que fueron a parar a los campos franceses hay muchos nombres conocidos y otros que permanecen en el anonimato. Tal vez sea Max Aub quien dio el mejor testimonio del aspecto miserable que presentaban las tropas republicanas en la confusa retirada, hombres con «los ojos brillantes por el hambre y más por las barbas crecidas sin agua para nada, pues la del mar es mala para afeitarse» y que en el imaginario de la gente de los pueblos franceses por donde pasaban despertaron todo tipo de recelos, cuando no una hostilidad absoluta, asociados al peligro comunista, la delincuencia y la barbarie. Pero los libros de Aub, quien estuvo prisionero hasta 1941 en Le Vernet, al sur de Tolouse, y más tarde en Djelfa, cerca de Argel, no son los únicos que hablan sobre la experiencia en los campos franceses. Ahí están los recuerdos de Luis Suárez, de Jaime Espinar, de Manuel Andújar o de Celso Amieva, por citar solo unos pocos.
Sin embargo, yo les quería hablar del poeta Agustí Bartra(1908-1982), interno en Argelès y una de las voces fundamentales del exilio español, por más que su figura haya quedado un tanto olvidada. Tras cruzar los Pirineos en febrero de 1939 en medio del ruido y el furor de las bombas franquistas, Bartra fue internado primero en el campo de Saint-Cyprien, del que se escapó a las pocas semanas, para ser detenido nuevamente y recluido después en Argelès, donde permanecería seis meses. Poco después de conseguir la liberación, se trasladó a París, donde conoció a la que sería su mujer, la escritora Anna Murià. En 1940 el matrimonio partió hacia América y se asentó en México, al igual que otros muchos exiliados, y allí nacería su hijo, el antropólogo Roger Bartra. Durante los primeros años en la capital mexicana Agustí Bartra sobrevivió como carpintero o publicista y mientras tanto fue gestando una obra poética que acabaría por integrarse dentro de la multiforme literatura del exilio. Mención aparte merece su trabajo como traductor en aquellos años, labor en la que destacan, por ejemplo, la primera versión en catalán de La tierra baldía de T. S. Eliot, quien sería una influencia determinante en su obra poética, y, sobre todo, una Antología de la poesía norteamericana que salió en 1952 y que se seguiría reeditando durante años. Este libro, que llegaría a España clandestinamente, formó parte de la educación sentimental de una generación de lectores que pudieron acceder por primera vez y, a pesar de la condena de la censura, a los textos de Emerson, Edgar Allan Poe, Emily Dickinson, Whitman, Hart Crane o Carl Sandburg. Agustí Bartra no regresaría a nuestro país hasta 1970 y, como le ocurrió a Max Aub, a Juan Gil-Albert y a tantos otros, ese retorno solo sirvió para constatar que la España de las postrimerías del régimen distaba mucho de parecerse a aquella de la que había huido treinta años antes y que en esa sociedad del tardofranquismo la memoria del exilio y lo que este significaba brillaba por su ausencia.
Cristo de los 200.000 brazos es la memoria de la experiencia que vivió Agustí Bartra en Argelès y uno de los monumentos más impresionantes de lo que significó la derrota republicana y la experiencia concentracionaria. Solo la historia de su composición daría para otro artículo. Nutriéndose de notas que había ido tomando como podía mientras duró el encierro y que sacó a escondidas del campo, Bartra finalizó la novela en 1941 al poco de llegar a México y la tituló inicialmente Xabola. Tiempo después el libro fue ampliado, traducido al castellano por el propio Bartra y reeditado en 1958, pero no llegaría a España hasta los años setenta. Es difícil encontrarle a este texto un acomodo entre las tendencias de la época, pues desborda los moldes del realismo, del expresionismo, del esperpento o de cualquiera de los giros rehumanizadores que hubo en la literatura de aquellos años. Tal vez la obra de Bartra solo encaje en la literatura europea de los campos, junto a los testimonios del horror nazi y del gulag que escribieron, entre otros, Primo Levio Varlam Shalámov. A todos ellos los vincula un mismo imperativo moral, el de contar lo sucedido y, como dijera otro de los que sufrió el infierno, Jorge Semprún, «suscitar la imaginación de lo inimaginable».
No hay apenas elementos ficticios en Cristo de los 200.000 brazos. El poeta catalán se empeña en representar con exactitud la maquinaria represiva que había tras el aparente orden del campo y, sobre todo, las emociones y sensaciones de quienes estuvieron encerrados allí. El título de la novela ya nos previene de lo que nos vamos a encontrar en estas páginas, caracterizando al grueso de la población reclusa de Argelès, esos cien mil refugiados, como un descomunal Cristo crucificado en el arenal. «Ciudad de derrota», llama Bartra a ese campamento inhóspito y desprovisto de esperanza, donde la vida ha quedado detenida y todo lo que los prisioneros alcanzan a ver es signo de miseria y muerte. Una estricta disciplina militar organiza a los internos, que luchan cada día por la supervivencia. El viento de la tramontana y las gélidas temperaturas de aquel invierno se combaten, para los más afortunados, con cobertizos improvisados y tiendas de campaña hechas con mantas y los remiendos de los capotes; a otros, los últimos en llegar a Argelès, no les queda otra opción que cavar un hoyo en la arena helada y convertirlo en su lecho. En esa tierra de nadie, dice Bartra, campan a sus anchas el tifus, la disentería, la neumonía y la lepra, además de los castigos en los cuarteles, el pillaje y los abusos de los guardias, y hay quien elige adentrarse en el mar para no volver. Por si fuera poco, los antiguos conflictos ideológicos tampoco han quedado del otro lado de las alambradas y las divergencias políticas vuelven a estallar en el campo, propiciando enfrentamientos entre los prisioneros, que se echan en cara los unos a los otros las faltas de la guerra.
Bartra describió con precisión y crudeza la vida en el campo de Argelès y, si bien es fácil percibir en sus páginas la denuncia de una situación que denigraba la condición humana, también hay una voluntad por mostrar hasta qué punto puede el hombre superar la postración y aferrarse a la esperanza en las condiciones más duras. La historia de camaradería que hay en esta novela, protagonizada por el propio Bartra y otros tres compañeros inspirados en amigos del autor que llegaron con él a Argelès, es un canto a la solidaridad y fraternidad. Cuatro hombres que luchan desesperadamente por sobrevivir, entreteniéndose, por ejemplo, en crear una chabola con los desperdicios que van encontrando en la playa y que se acabará convirtiendo en símbolo de su amistad, o en contarse los unos a los otros pequeñas historias que permitan aliviar la tensión y la congoja de la rutina en el campo, apuntando episodios de la vida anterior a la guerra y en los que cada uno de los personajes recupera parte de su identidad. Bartra, con una prosa bellísima y de una delicadeza conmovedora, entreteje a partir de esos breves relatos intercalados una memoria personal para los cuatro amigos capaz de romper con los límites que impone el espacio donde se encuentran y, a su vez, traer al vacío de su existencia una luz de la que extraer la fortaleza necesaria para encarar el futuro. Esa victoria de las pequeñas cosas, de lo que se mueve en los márgenes de una realidad atroz y miserable nos habla del invencible afán del ser humano por superar los estragos del tiempo, el fracaso y la amenaza de la muerte. Al final de la novela, solo Bartra conseguirá abandonar el campo; los demás esperarán allí una liberación que, a medida que pasan los meses y mientras la realidad europea se va volviendo más tenebrosa, se antoja aún más lejana. Pero, como dice uno de los personajes, nada importa si la historia de Argelès es contada, si las vivencias de quienes estuvieron allí son transmitidas e ingresan en un relato común, convertidas en «testimonio palpitante y conmovedor de uno en quien no olvidar es la central militancia de su alma». Cristo de los 200.000 brazos es ese testimonio.
Agustí Bartra fue liberado del campo de Argelès el 1 de agosto de 1939. Nada más partir al exilio puso por escrito sus recuerdos de aquella experiencia, que continuará asomando en su trayectoria poética. No busquen la emocionante novela de Bartra en las librerías. Les parecerá raro, pero, como le ocurre a la obra de otros muchos autores exiliados, Cristo de los 200.000 brazos no ha sido reeditada en castellano desde su primera publicación en nuestro país en el año 1971. Y es una pena porque, ahora que nos asaltan imágenes cada vez más inquietantes de lo que ocurre en Yenín, en Lesbos o en Lampedusa, no habrá muchos libros que puedan hablarnos como este de la tragedia de los campos franceses de refugiados y del anhelo de libertad y la lucha por un ideal de quienes los padecieron. Agustí Bartra, como los otros cien mil republicanos que estuvieron con él, pertenecía a una extraña raza de hombres a la que se podrían ajustar los versos de Juan de la Pena, otro de los prisioneros de Argelès:
Padre Don Quijote,
que estás en los Cielos,
líbranos del odio y el abandono.
Padre don Quijote,
líbranos, Señor,
de la cobardía y el deshonor.
Padre Don Quijote,
altísimo y perfectísimo,
líbranos de una vida sin ideal.
*Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.
Fuente: El Cuaderno Digital septiembre de 2023
Portada: Argelès-sur-Mer, vista general del campo, abril 1939. ©Fons Auguste Chauvin / Archives départementales des Pyrénées-Orientales, cote 22NUM27FI167
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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