
Publicamos un texto inédito de Joaquim Maurín, dirigente del Bloc Obrer i Camperol, con motivo del 11 de septiembre. El artículo publicado al cabo de un año de la proclamación de la Segunda República ilustra el histórico error de las clases dominantes catalanas al celebrar una toma de partido por una monarquía que siglos atrás había destruido los fueros aragoneses y castellanos . Visto con los ojos de Maurín en 1714 se había perdido la oportunidad de una revolución burguesa, Rafael de Casanova no había querido ser ni un Cromwell, y en 1932 ya era demasiado tarde para una República burguesa, había llegado el momento de una República Obrera y Campesina, así para Cataluña como para el conjunto de España. [1]
La burguesía catalana ha venido realizando, desde hace mucho tiempo, una intolerable simulación histórica en torno a la fiesta del once de septiembre. Esta simulación era el presentimiento de que en otras circunstancias la burguesía realizaría un nuevo escamoteo histórico, revistiéndolo sin embargo, de retórica y de fraseología.
El 11 de septiembre de 1714 y el 9 de septiembre de 1932 se encuentran unidos por la misma diagonal.
El 11 de septiembre de 1714, Barcelona era vencida y triunfaba la dinastía borbónica, cuya entronización se oponía a Cataluña.
Pero, ¿es que Catalunya defendía entonces una situación histórica que le permitiera un mayor régimen de libertad?
No. Y ahí está, precisamente, la gran paradoja.
En la historia de España, desde finales de la Edad Media, ha habido tres dinastías: la española, representada por los reyes católicos, Isabel y Fernando, que se extinguió por sí misma; la de los Austrias, germánica, que inauguran Felipe el Bello y Carlos I, y la de los Borbones, francesa, que comienza con Felipe V, al desaparecer Carlos II, el Encantado.
La dinastía española fue un factor progresivo. Cohesionó a las provincias feudales y puso limitaciones a la nobleza.
Pero la dinastía de los Austrias, desde 1500 a 1700, es decir, durante dos largos siglos, destruyó las libertades medievales e instauró un cesarismo de tipo asiático, uno de los más tiránicos que recuerda a la historia universal.
La dinastía de los Austrias se apoyó en la nobleza y en la Iglesia para abatir totalmente a la burguesía. Las libertades de Castilla se esfumaron en la batalla de Villalar, en 1521. Las libertades de Aragón fueron ajusticiadas en la persona de Juan de Lanuza, en 1591. Portugal, oprimido, logró la independencia, en 1640.
El cesarismo austríaco impedía el desarrollo de la burguesía nacional.
Pues bien, cuando por la muerte de Carlos II, en 1700, hubo necesidad de encontrarle sucesor, la nobleza y la burguesía catalana se colocaron junto al archiduque de Austria en contra de Felipe de Anjou. Cataluña luchaba para que la dinastía de los Austrias —que durante los siglos XVI y XVII habían casi destruido la vitalidad nacional— no interrumpiera su hegemonía.
En 1700-1714 era ya cuestión de la revolución burguesa. El pleito monárquico constituía un problema que requería solucionar. Y la mejor solución no se hallaba en el regreso de los Austrias, precisamente, sino en la destrucción de la monarquía, como había hecho Cromwell, en Inglaterra.
Cataluña cometió un error histórico. Defender a los Austrias a los doscientos años de implacable dictadura cesarista fue una espectacular equivocación.
El Archiduque de Austria más que Felipe de Anjou representaba entonces el sometimiento de la Península Ibérica. Inglaterra apoyaba, como Cataluña, al Archiduque, e Inglaterra se apoderó entonces, durante la guerra de sucesión, 1704, de Gibraltar. En los destinos históricos de la Península, Inglaterra siempre ha sido más que Francia, el rival más temible. Unirse a Inglaterra era condenarse a la esclavitud.
La toma de Barcelona, el 11 de septiembre de 1714, constituyó el fin de la sublevación de Cataluña en favor de los Austrias. Las libertades que Cataluña había podido salvar en los dos siglos de dominación austríaca desaparecían. Habrían desaparecido igualmente, si hubiera sido el Archiduque el que triunfara. La monarquía absoluta -borbónica o austríaca- para vivir necesitaba ir liquidando todos los fueros conquistados por las comunidades durante la Edad Media.
La burguesía catalana ha convertido en fiesta tradicional ya esa derrota de Catalunya. A falta de victorias, son los reveses los que se celebran.
Elevar un desastre en la categoría de mito histórico no es frecuente. Quizá sea un mérito cuya patente pertenece a nuestra burguesía. En los demás países, «generalmente», son las victorias las que se empuñan.
Los desastres son silenciados y se procura que la esponja de la historia pase por encima de ellos y los vaya borrando. Napoleón se agarra a la historia por sus batallas de Jena, Austerlitz y Wagram, pero no por el desastre de Beresina y la derrota final de Waterloo. América celebraba, en 1924, el centenario de la batalla de Ayacucho, en la que dos jóvenes generales, Bolívar y Sucre, liquidaban el dominio español en el nuevo continente. España, con gran discreción, procuraba olvidar a Ayacucho, como después ha buscado no recordar ni Cavite, ni Santiago, ni Annual…
Esta inversión histórica de la guerra de sucesión y de su punto final, 11 de septiembre de 1714, constituye una sorpresa. Pero nada ocurre por azar. Todo tiene una razón determinante.
La burguesía catalana se puso, equivocadamente junto a los Austrias, y más tarde los Austrias abandonaron a Cataluña a la deriva. El heroísmo de los catalanes, Rafael Casanova entre ellos, desde 1710 a 1714 no pudo suplir su falta de visión política al ligar su futuro al de una dinastía.
Rafael de Casanova, en 1714, era el último paladín de un error histórico, cometido por la burguesía catalana a principios del siglo XVIII.
En el siglo XIX deberíamos ver a otro catalán célebre, también reverenciado como Casanova, Pi y Margall, ser el principal responsable de que Cataluña no consiguiera en 1873, las libertades. Pi i Margall, creyendo servir en Cataluña, él que era el adaptador al español del principio federativo de Proudhon, se oponía a la Federación, y utilizaba todo el peso de la máquina del Estado feudal para destruir los intentos liberadores que las clases populares catalanas y españolas querían llevar a una consagración definitiva.
La burguesía catalana se equivocó en el siglo XVIII y se equivocó en 1873.
Por eso la burguesía catalana levanta estatuas a los hombres que simbolizan este gran error histórico, en Casanova y en Pi i Margall.
Y llegamos a 1931-1932.
La ocasión no podía ser más propicia para que la burguesía hiciera una rectificación y, empujada por las masas obreras y campesinas, conquistara, no sólo para Cataluña, sino para España entera, las libertades democráticas. Durante unos días, la burguesía catalana, era el árbitro guarda-agujas de los destinos históricos. Podía, con sólo mover una palanca, hacer que la locomotora pasara de una u otra vía. Y, puesta a escoger, optó por llevarla a una vía muerta.
Cataluña, al año y medio de Revolución, no ha conseguido nada. El ejército monárquico, la burocracia monárquica, siguen haciendo vivac aquí como en sus mejores momentos. Los campesinos catalanes no han obtenido la tierra. Los conventos y las sacristías prosiguen poblados como colmenas de avispas venenosas. La gran burguesía reaccionaria es señora de las mismas posiciones económicas que en la monarquía borbónica. Los obreros carecen de derechos políticos y sindicales.
Y en medio de todo esto —que constituye la negación más absoluta de la libertad—, la burguesía exulta de satisfacción, diciendo que «hemos reconquistado las libertades que habíamos perdido».
¿Dónde están estas libertades reconquistadas?
La libertad en abstracto carece de todo valor. Los dictadores hablan también de libertad.
La libertad de Cataluña significa que los catalanes deben tener algo más de libertad. ¿Se la da el Estatut «otorgado»? Ni remotamente.
El Estatut es una simple concesión administrativa. Es tan ridículo decir que el Estatut aporta la libertad a Catalunya, como pretender que la disolución de las antiguas Diputaciones constituía un descenso de la libertad provincial.
La Generalitat es esto. La suma de cuatro Diputaciones. Y nada más.
Pregonar otra cosa es proseguir con el engaño histórico al que está acostumbrada nuestra burguesía.
El 9 de septiembre de 1932 será considerado por nuestra burguesía como una jornada gloriosa. Tan gloriosa como el día de la rendición de Barcelona en 1714.
El 11 de septiembre de 1714 era Barcelona la que capitulaba.
El 9 de septiembre de 1932 ha sido Cataluña.
Notas
[1] Font: Joaquim Maurín, “11 septiembre 1714 – 9 septiembre 1932”, La Batalla , 15-9-1932.
Imagen de cabecera: Diada del Once de Septiembre de 1936, autor Pérez de Rozas. Fuente: Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona.
Fuente → debatspeldema.org
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