Soberanías y libertad republicana: un antifascismo a la ofensiva
Soberanías y libertad republicana: un antifascismo a la ofensiva
Laure Vega Arnau Cobo Vives

Hoy, cuando el fascismo vuelve a agitar sus banderas, la Editorial Afers ha publicado en catalán su conferencia Aspectes de la nova extrema dreta. Un mensaje en una botella que nos llega en un momento necesario.

En 1967, un año antes de la revuelta que sacudió Europa, Theodor W. Adorno, el filósofo de la Escuela de Frankfurt, pronunció una conferencia en la Universidad de Viena sobre el ascenso de grupos neonazis después de la derrota del nazismo. Hoy, cuando el fascismo vuelve a agitar sus banderas, la Editorial Afers ha publicado en catalán su conferencia Aspectes de la nova extrema dreta. Un mensaje en una botella que nos llega en un momento necesario. La dicotomía generada por el proceso electoral de julio nos obliga a releer el filósofo alemán, ensanchar la mirada y no caer presas del pánico. Al inicio de su conferencia Adorno nos dice que el potencial de la extrema derecha “se explica por el hecho de que las premisas sociales del fascismo han continuado existiendo en todo momento”, siendo imposible no prestar atención a la tendencia a la concentración del capital. Adorno, igual que apuntaba Max Horkheimer –también filósofo de la Escuela de Frankfurt– en su célebre cita “el que no quiera hablar de capitalismo debería callar también sobre el fascismo”, sitúa como elemento central que, siguiendo con Adorno, “la democracia no se ha concretado en ningún lugar de manera real y plena, no ha dejado de ser solamente algo formal”. De esta manera, queremos abordar una de las cuestiones que consideramos fundamentales en la forma de operar de esta nueva extrema derecha y en qué condiciones se produce. Siendo asimismo conscientes de que esta nueva extrema derecha se diferencia de formaciones y marcos políticos anteriores ya que su programa es eminentemente neoliberal en toda Europa, como demostraron Ángel Ferrero e Iván Gordillo en su informe El programa econòmic i antisocial de la nova extrema dreta europea

Para comprender a qué se refiere Adorno, es necesario recuperar el vínculo entre Democracia y Derecho con las condiciones materiales que posibilitan la existencia de estos, más allá de su vertiente formal  o enunciativa. Frente a las defensas vacías de contenido de la democracia y de la libertad por parte de la socialdemocracia y de la derecha, la tradición republicana ha insistido en el hecho de que ambas requieren de condiciones materiales para existir. Dicho de otra forma, la democracia es imposible de ejercer sin libertad, y esta es igualmente imposible si se depende del permiso, de la voluntad de otro para existir, para tener dónde vivir, para alimentarse. La libertad es incompatible con el miedo y la dependencia. La libertad es imposible cuando la existencia pasa por la venta de tu fuerza de trabajo. Ambas presentan, así, una incompatibilidad con el capitalismo, en tanto que el acceso a los bienes y servicios fundamentales para esta “base autónoma de existencia” estarían mediados por el trabajo asalariado para todos aquellos que no sean poseedores de medios de producción o acceder a rentas derivadas del mercado.

Nos encontramos ante la disyuntiva de optar entre un antifascismo autodefensivo y coyuntural, o uno estructural, constructivo y a la ofensiva. O la libertad y los derechos de todo el mundo en la trama de la vida o la barbárie autodestructiva capitalista-fascista. La incompatibilidad entre democracia y capitalismo —que es, también, entre capitalismo y vida— no es únicamente algo propio del mundo moderno, sino la enésima evidencia de una contradicción antigua. No pretendemos un ejercicio vacío de pinceladas de historia o de retórica autocomplaciente. Ahora bien, si la extrema derecha, además de librar una batalla cultural incansable, mientras en la izquierda se mantiene mayoritariamente una comprensión estrecha del materialismo, se está alineando con el neoliberalismo para sostener que los recursos materiales deben garantizarse solamente a una parte de la población, la respuesta de la izquierda no puede ser una llamada a la garantía de derechos meramente formales, que sabemos que poco tardan en devenir papel mojado.

Una mirada al pasado

Ya en el año 461 aC una pequeña revolución sacudió la Atenas clásica: las reformas de Efialtes significaron, entre otras medidas, la introducción de remuneración económica para quien ocupara cargos públicos, propuesta a la que se opuso Aristóteles al considerar que implicaría, como relata Antoni Domènech, “una invasión de la vida política por parte del demos pobre”. De hecho ese era precisamente el objetivo: garantizar el derecho de participar activamente en la res publica a aquellas gentes que no tenían propiedad alguna, que vivían de su trabajo y dependían de los ricos terratenientes para poder ejercerlo.

Esta oposición, en puro interés de clase, a garantizar las condiciones materiales mínimas para el ejercicio universal de derechos es, en el fondo, lo mismo que hizo que, aún hoy, se recuerde en Inglaterra la Carta Magna de 1215 –considerada por muchos la génesis casi mitológica del liberalismo británico–, arrancada por los lores y el pueblo al rey Juan Sin Tierra y que garantizaba ciertos derechos o garantías individuales. Pero no ha sucedido lo mismo, por contra, con la Carta del Bosque, contemporánea a la primera y originalmente vista como la otra cara de la moneda, inseparables, por la que quedaba garantizada la protección y el acceso a los bienes comunales, único y verdadero sostén de los pobres, como explicó el historiador Peter Linebaugh. Construir una legitimidad política histórica sobre la primera, obviando deliberadamente la segunda, parte del mismo problema que tenía Aristóteles con las reformas de Efialtes; el mismo problema, también, que intentaba enmendar la primera ley social de Robespierre –”la que garantiza a todos los miembros de la sociedad los medios para existir”– y lo que llevó a Babeuf y los últimos demócratas jacobinos a la Conspiración de los Iguales de 1796, que pretendía abolir la propiedad privada y establecer la comunidad de bienes. El mismo problema que aborda Marx en Sobre la cuestión judía cuando critica que se suprima el censo de propiedad mientras no se haga lo propio con la propiedad misma. El mismo problema, en fin, que enlaza la lucha de toda la tradición socialista posterior.

Las Revoluciones Atlánticas e ilustradas de finales del siglo XVIII —estadounidense, francesa, haitiana— vehicularon por primera vez de forma global aquella reivindicación de igualdad política entre todos los hombres, poseedores de unos derechos naturales por el solo hecho de haber nacido. Este “hombres”, no obstante, hacía referencia entonces únicamente a un individuo libre en un mundo de esclavos; europeo o de origen europeo; de género masculino; propietario y, la mayoría de las veces, cristiano. Pero el clamor “fue interpretado y entendido —en Europa y también en las colonias— en sus justos términos por muchos que no habían sido llamados a formar parte de la humanidad libre, entre ellos muchos —y muchas— que no reunían aquellas condiciones para incorporarse de pleno derecho al mundo forjado  por aquellas ideas revolucionarias, como han explicado diferentes historiadores, entre los cuales Josep Maria Fradera. Así, de la misma forma que las reacciones napoleónica y absolutista marcaron claramente los límites del republicanismo democrático en Europa, las constituciones de los imperios liberales europeos del siglo XIX cumplieron la misma función en ultramar. Esas constituciones, llamadas duales, dejaron el gobierno de las colonias deliberadamente fuera del marco constitucional mediante unos anexos que prometían la aprobación de unas “leyes especiales”, que nunca llegaron siquiera a discutirse de forma que, de hecho, las posesiones ultramarinas y sus gentes eran gobernadas a golpe de decreto militar y fuera de todo marco legal.

Ese estado de excepción permanente ultramarino era imprescindible en la agenda imperial con el objetivo de perpetuar con mano de hierro el macrosistema de acumulación de capital gracias a la esclavitud atlántica. La alianza entre la figura del Capitán General de Cuba y la élite criolla de los propietarios de las plantaciones de caña de azúcar —la llamada “sacarocracia”— es un buen ejemplo de ello. Y es que, como explica Jason W. Moore, “la ley del valor capitalista es una ley de la naturaleza devaluada: cada explotación del trabajo asalariado depende de una más grande aún apropiación de fuerza de trabajo no remunerada, tanto humana como extra-humana. El capitalismo se basa en un amplio repertorio de estrategias para llevar a cabo esa movilización y apropiación de naturalezas no capitalizadas —el trabajo reproductivo de las mujeres, los suelos (comunales), los esclavos, las colonias y sus ecosistemas, etc.” La esclavitud y el expolio de las colonias eran condición sine qua non del desarrollo del capitalismo industrial en Europa.

Existen, pues, dos caras de la incompatibilidad entre democracia y capitalismo: si el muro de contención del republicanismo emancipador a ultramar —frente al temor ante una posible réplica desde Haití que contagiase todas las Antillas con el fervor revolucionario—, y para garantizar la viabilidad del capitalismo a través de la extracción de naturalezas devaluadas de las colonias —y de los cuerpos y ecosistemas que las formaban— fueron las “leyes especiales”; aquí, en la Europa metropolitana, para garantizar la ya entonces desenfrenada explotación del trabajo asalariado —y la apropiación patriarcal del trabajo reproductivo que la acompañaba, como expone Federici—, el freno a la emancipación socialista del cuarto estado se concretó en la construcción contrarrevolucionaria del estado-nación liberal. A ese estado, desarrollado históricamente durante dos siglos, la lucha obrera solamente pudo arrancarle, en la Europa occidental, ciertas concesiones en la línea de forzar el cumplimiento de un supuesto contrato social —el estado del bienestar—, en una coyuntura socioeconómica y geopolítica muy concreta, de esfuerzo de los estados para contener y apaciguar las posibles réplicas de la experiencia soviética, como ya ilustró Josep Fontana.

Al compás de esos procesos del siglo XIX se configuraron los nacionalismos, ya fueran populares o elitistas, emancipadores o reaccionarios. A modo de enorme simplificación, debido al contexto y requerimientos del presente texto, diremos que, fundamentalmente, pueden entenderse dos construcciones opuestas del nacionalismo histórico: la primera, netamente republicana, entiende la nación, si bien sostenida sobre unas bases de cultura y tradición compartidas, fundamentalmente como un contrato entre iguales y una vehiculación de demandas sociales, como un ejercicio de soberanía; la segunda, vertebrada mediante un nacionalismo esencialista y homogeneizador, requiere siempre de un sujeto alterizado que no es considerado un igual, es la misma que José Antonio Primo de Rivera sintetizó argumentando que España no es ni podía ser un contrato —y, por ende, algo negociable—, sino que es una “unidad de destino en lo universal”, como bien recoge Ferran Gallego.

Toda la arquitectura liberal contrarrevolucionaria del siglo XIX se basó en esa legitimación de la existencia del estado-nación per se, desde una posición ahistórica, un mito fundacional y un marco cultural único y estanco. De esa forma, la configuración radical de ese nacionalismo no le exige al estado, más allá de unos límites mínimos, el ejercicio real de derechos universales, siempre y cuando la unidad de la comunidad-nación y la supervivencia-supremacía de su cultura estén garantizadas. Históricamente y en diferentes latitudes, la articulación de ese tipo de nacionalismo en su expresión más reaccionaria y brutal pivota, en su praxis, en dos sentidos fundamentales. Por un lado, desde el nacionalismo selectivo, se identifica el exogrupo y se traza una línea divisoria entre las vidas que forman parte de la comunidad —y, por tanto, son depositarias de derechos— y las que representan la alteridad —únicamente sujetas al derecho del enemigo. El otro, acelerado, resentido y violento, el fascismo, cuando considera que el estado liberal incumple las funciones que tiene asignadas hacia su comunidad autoexcluyente —por haberse mostrado demasiado connivente, ya sea con las aspiraciones nacionales de determinados grupos que considera exógenos a su definición de pueblo, ya sea con las pocas conquistas de la lucha emancipadora de la clase trabajadora, incluyendo aquí también las conquistas feministas o antirracistas y, por tanto, las de los los sujetos que considera inferiores— intenta usurpar, ocupar a la fuerza esas funciones estatales, bajo el pretexto de que la “democracia liberal”, blanda, débil e incapaz, ha incurrido en desprotección y traición a la nación. Ese será llamado por Adorno “nacionalismo enfático”, acompañado de un intento de monopolizar la conceptualización de “lo alemán” (o español, o catalán), es decir, perteneciente a la comunidad-nación.

Es aquí donde convergen los intereses de fascismo, la defensa última y violenta de la nación, y capital, la defensa de la propiedad privada y de los mecanismos de explotación y apropiación del trabajo.

Los discursos que sistemáticamente deshumanizan grupos poblacionales definidos son un peligro en sí mismos por la legitimación subyacente de la violencia y la exclusión que realizan al trazar una línea divisoria de qué vidas forman parte de la sociedad —merecedoras de derechos— y la alteridad —no sujeto de derecho, o sujeta al derecho del enemigo. Como ejemplo, exponemos la conformación de alteridad, aunque profundamente asimétrica, de dos sujetos distintos. Por un lado, como se recoge a El món ens mira, “la catalanofobia ha tenido un impacto duradero en la cultura que se cristaliza en las desagradables imágenes difundidas por los medios españoles de una multitud cantando “A por ellos” a la policía frente sus cuarteles a medida que marchaban a impedir el referéndum del 1 de octubre”. Las manifestaciones de catalanofobia dan coherencia a una renovada identidad española que refuerza el derecho de España a narrar la historia de todos los pueblos “españoles”. El monopolio de la creación de historia es una parte fundamental del monopolio de la discusión pública. El objetivo es reforzar el nacionalismo español como norma universal a la que todo el mundo bajo la monarquía española debe encajar. Si no lo hacen se convierten en españoles que devienen “egoístas” (catalanes), “atrasados” (vascos) o “perezosos” (andaluces), siendo aquí pertinente añadir “salvajes” (comunidad gitana) o, como ocurre con el siguiente ejemplo “delincuentes”. La definición de un discurso deshumanizador por parte de la derecha más reaccionaria —y posteriormente adoptado por organizaciones de amplio espectro político— hacia los menores no acompañados con la connivencia del racismo institucional, resulta estremecedora. La popularización del acrónimo menas, ámpliamente utilizado en los medios de comunicación, y el atizamiento del odio en los barrios donde se ubican centros de acogida llevó a estallidos de violencia que, si bien descoordinados y aislados, son una inequívoca señal de peligro.

Volviendo hacia atrás, de todo eso que pretendemos señalar hallamos buenos ejemplos en la particular coyuntura del Bienio Rojo de 1919-1920: cuando los freikorps —paramilitares voluntarios alemanes, ultranacionalistas y anticomunistas— hicieron el trabajo sucio a la socialdemocracia de Weimar, reprimiendo salvajemente la insurrección espartaquista de enero de 1919; cuando, en el otoño del mismo año, la patronal catalana reaccionó contra la huelga de La Canadenca con un lockout de 84 días que arrasó con las cajas de resistencia de la CNT, sacó los gángsters a la calle e intentó provocar que se decretase el estado de guerra y cayera el régimen de la Restauración —incapaz, a ojos del capital, de mantener el orden y defender la propiedad, como relata Bengoechea—; en lo que a la Italia de 1920 se refiere, mientras el socialismo impulsaba políticas de mejora de las condiciones de vida de trabajadores y jornaleros, los squadri de camisas negras desvalijaban con una violencia enorme las redes de espacios comunitarios del Valle del Po y asignaban pequeñas parcelas de propiedad cedidas por los terratenientes a los campesinos que les daban su apoyo; en todas esas situaciones, lo que hace el fascismo es ocupar funciones del estado —seguridad, orden público, defensa de la propiedad privada—, llenar los nichos que quedan vacíos en la grieta que se produce entre capitalismo y democracia, y hacerlo solamente en nombre de —y para— la misma comunidad nacional, cerrada y esencialista.

Adorno sitúa que la tendencia a la concentración de capital conlleva al desclasamiento de capas sociales que se consideran subjetivamente —en términos de conciencia de clase— burguesas (hoy diríamos “de clase media”) y que, frente al eventual desclasamiento, buscan culpables fuera del aparato que lo determina. En ese sentido, considera que el miedo, el pánico que se desata ante la posibilidad de graves perjuicios en relación a la existencia material, frente el proceso de desarrollo de la sociedad en general, nutre los postulados de la extrema derecha. Si bien se manifiesta contrario a considerar que la composición de estos sea únicamente pequeñoburguesa, no deja de apuntar al papel que juega en la articulación del fascismo la “sensación de catástrofe social”. Coincide con otros autores como Emilio Gentile o Robert Paxton en que el fascismo configura una narración de un nacionalismo convertido en víctima y, a través de ella, articula unas “pasiones movilizadoras”, como “un sentimiento de crisis abrumadora que no puede ser superada con soluciones tradicionales” o “la creencia de que el grupo al que pertenece es una víctima, un sentimiento que justifica cualquier actuación, sin límites legales o morales, contra sus enemigos tanto internos como externos”.

Lo expuesto resuena en fenómenos recientes que, a pesar que —aún— manifiestan una intensidad y efectividad menores, se corresponden al mismo patrón: la movilización de los fascismos de Europa en “defensa” de las fronteras exteriores de la Unión en Lesbos —atacando a las personas refugiadas, obstaculizando con violencia la tarea de activistas i ONGs y prendiendo fuego al campo de Moria—, pero también en Canarias o en los centros de acogida de tantos pueblos y barrios, y el uso por parte de grandes propietarios y fondos buitre de la empresa squadrista Desokupa para ejecutar desahucios extrajudiciales, fenómeno que fue central en el debate público en las pasadas elecciones municipales.

Deteniéndonos en ese último ejemplo, es de gran utilidad el trabajo realizado por feministas como Nuria Alabao que sitúa, recuperando la teorización sobre los “momentos políticos” del sexo de Gayle Rubin, que “las pasiones desatadas ante cuestiones morales son calanalizadas hacia la acción política y, de ahí, al cambio social –ya sean leyes o linchamientos”. La extrema derecha, a través de los vacíos del sistema capitalista y del estado, agita unos pánicos morales y se erige como garantía de confrontación de los mismos. Así, operan como una suerte de Don’t Look Up, puesta que la solución nunca se encuentra en la superación del mismo sistema que los origina, sino en mano dura contra la desviación del buen comportamiento.

En el caso de Desokupa y Vox las últimas elecciones, frente una problemática asociada a la propiedad privada y consecuente especulación con un bien esencial como es la vivienda, y ante la falta de garantía del derecho al mismo por parte del estado, la extrema derecha introduce un pánico moral (okupas) y, erigiéndose en la única garantía contra ese miedo que generan (mano dura contra los okupas), usurpan funciones del estado relacionadas con la defensa de la propiedad privada a la vez que proponen cambios legislativos. La escalada de esta situación, que llegó con una manifestación en el barrio de Bonanova de Barcelona, no solo debería haber hecho saltar todas las alarmas de cualquier persona que se considere honestamente demócrata, sino que es la versión actualizada de la vieja alianza interesada entre fascismo y capital. Sin embargo, y sin sorpresas, lo que ha venido significando ha sido la incorporación de elementos securitaristas demostradamente ineficaces –cuando no específicamente contra la ocupación– por parte de partidos de distinta índole como Junts per Catalunya o el PSC-PSOE.

Esa cuestión no es nada menor puesto que, como señala Adorno, si bien “la obligación de adaptarse a las reglas del juego democráticas implica también cierta modificación en las maneras de hacer y de contenerse”, hemos visto la capacidad –amplificada por el eco y normalización realizado por determinados medios de comunicación como han denunciado suficientemente Jordi Borràs o Miquel Ramos– de desplazar los marcos del debate, normalizar sus posturas, y convertirlas en algo aceptable desde una lógica de idealismo vulgar que acepta cualquier idea como digna de consideración por sí misma, independientemente de su veracidad. Un ejemplo especialmente doloroso y en directo de ello lo observamos en el estado italiano, donde se disputan los relatos nacionales de resistencia al fascismo como el 25 de abril, o en el que se han impulsado medidas contra inmigrantes y el colectivo LGTBIQ+, y que han analizado con precisión tanto David Broder en Mussolini’s Grandchildren como Alba Sidera en Feixisme Persistent.

Que la continuidad de ese capitalismo frenético y escoltado con mano de hierro por el neofascismo global amenace ahora, además, las propias bases ecosistémicas de la existencia de las sociedades humanas en el planeta, no hace més que redoblar exponencialmente la urgencia de combatirlo con firmeza y por todos los medios.

Se puede combatir el fascismo de muchas formas, y todas van a ser necesarias, pero entendemos que la estructural sería aquella forma que eliminase las condiciones materiales y sociales que lo hacen posible, la que construyese una auténtica república de los iguales, democrática, fraternal y universal. Un socialismo que asienta las bases para terminar con el Reino de la Necesidad y permita el inicio del verdadero Reino de la Libertad. No es el objeto de este artículo postularse sobre quién tiene el potencial de ser el sujeto de esta revolución en la actualidad globalizada, pero es evidente que el feminismo y el antirracismo, en sentido amplio e insertados siempre en la lógica de la lucha de clases, deberían ser claves, así como la potencialidad que deberían desplegar el ecologismo y las naciones sin estado contra la configuración del estado español en lo que llamamos Régimen del 78, puesto que no en vano son contra quien más reacciona el fascismo actual.

Así pues, planteamos de nuevo la necesidad de un programa mínimo —si bien la organización política de la clase trabajadora por la recuperación para el conjunto de la comunidad de los medios de producción es el objetivo, no olvidemos que ahora y aquí habitamos un mientras tanto en el que debemos no solo defendernos a corto plazo de los ataques del capitalismo y el fascismo, sino también organizar la alianza de todas las vidas y cuerpos devaluados, el trabajo de los cuales es explotado o apropiado por el capital, que el patriarcado invisibiliza o agrede y que el racismo deja fuera de la vida civil y política —o de la vida a secas— en las fronteras y los CIE’s. El demos republicano entero —del precariado global a los autónomos que malviven en la disonancia de ser materialmente clase trabajadora pero jurídicamente empresas y que a menudo no han sido interpelados por una izquierda que confunde medios de producción con herramientas de trabajo— que debe ocupar las rendijas entre capitalismo y democracia antes que lo haga el fascismo.

Un mientras tanto que, en Cataluña, puede catalizar la lucha por la emancipación nacional solo si lo hace con y para todo el mundo. Recuperando soberanías desde la base de la ESS, la ampliación de lo público y el municipalismo con la mirada puesta en la planificación económica y la transición hacia una economía autocentrada y sostenible dentro de la trama de la vida. No es esta —no debería serlo—, de hecho, una cuestión sectorial o subsidiaria del proyecto político de la izquierda emancipadora. Andreas Malm ha explicado recientemente, y de forma tan convincente como estremecedora, la auténtica emergencia que tenemos enfrente y de la que la pandemia de la Covid-19 fue simplemente un tímido preludio. “El futuro pasa por el comunismo de guerra ecológico que significa aprender a vivir sin combustibles fósiles casi de un día para otro, quebrantar la resistencia de las clases dominantes, transformar la economía mientras dure el proceso, negarse a la rendición”. Un autor que, sin sorpresa alguna, el mismo estado francés que ha declarado la guerra al movimiento ecologista Soulèvements de la Terre, ha citado como elemento incriminatorio en dicho juicio.

Un mientras tanto en el que conviene desmarcarse con firmeza de las opciones de “independencia y luego ya veremos”, por ilusorias y porque se basan únicamente en la exaltación de una nación vaciada de contenido político y, como vemos en el caso agudo y paradigmático de Aliança Catalana, tienden al fascismo. La lucha por la soberanía popular y económica que proponemos debe llevarse a cabo de forma amplia, en paralelo a un proceso constituyente radicalmente democrático, que entienda la nación como contrato y no como esencia, y la autonomía material como condición sine qua non de una ciudadanía que no puede basarse en la imposición cultural estanca, con un programa que, sin dejar de situar la superación del capitalismo, establezca herramientas y acciones concretas para la derogación de las leyes que impiden la protesta civil como la Ley Mordaza, la redistribución de la riqueza y el trabajo, así como la recuperación de soberanía fuera de una UE austericida y neoliberal, como no ha desistido de analizar y denunciar Lapavitsas. Construir una sociedad, en fin, ecosistémicamente perdurable y estructuralmente antifascista: una república social que garantice biológica y materialmente los derechos, la dignidad y la pervivencia de todas las vidas, presentes y futuras. Una sociedad, así, que al superar el capitalismo supere las premisas que lo hacen posible. Un primer paso hacia el Reino de la Libertad.


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