Por enésima vez, el Comité de Naciones Unidas contra la Tortura ha instado a España a derogar la Ley de Amnistía de 1977. Es una vieja demanda de las asociaciones en defensa de la memoria histórica
y de organizaciones que trabajan a favor de los Derechos Humanos. A
quien solo conozca la versión dulcificada hasta el empalago sobre la
sacrosanta transición española se le puede hacer
extraña una reivindicación así. Eso es porque, según el cuento canónico,
la Ley de Amnistía supuso un hito en cuanto a perdón, reconciliación y justicia para miles de represaliados cruel y arbitrariamente por el franquismo.
En parte, ese enunciado responde a la verdad. Aunque hay quien
descalifica la norma del punto a la cruz, sería injusto negar que
gracias a ella salieron de las cárceles multitud de
personas que jamás debieron haber pasado un solo minuto en una celda.
También fue importante en lo simbólico, porque marcó, siquiera en
apariencia, un antes y un después de la dictadura.
Sin embargo, lo que casi nadie supo intuir por entonces fue que había gato encerrado.
De tapadillo, el articulado blindaba a los represores contra cualquier
intento futuro de perseguir penalmente sus crímenes. Pese a sus nobles intenciones de cara a la galería, en los efectos prácticos, la Ley de Amnistía ha resultado una Ley de Punto Final.
Y eso solo se empezó a ver cuando, muchos años más tarde –los que
dejaron pasar los gobiernos pacatos antes de rendir cuentas con el
pasado–, los procesos penales que se emprendían contra
los criminales del franquismo se fueron dando de bruces contra el mismo
muro legal. Es urgente derribarlo.
Fuente → deia.eus
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