Casi nadie renuncia a sus privilegios sin ofrecer resistencia. Los
avances en materia de derechos suelen generar tensiones que a veces
ocasionan retrocesos: los progresos no son lineales, sino del estilo de
dos pasos adelante y un paso atrás. Y, en materia de lucha contra la
violencia machista, las resistencias se han ido incrementando de manera
sensible.
En los últimos diez años han sido condenados por
violencia de género en nuestro país cerca de 300.000 hombres. Se trata
de una cantidad enorme, derivada de la legislación específica, en un
ámbito en el que anteriormente existía bastante impunidad, salvo en los
supuestos más graves. Nos encontramos ante hábitos muy instalados en
determinados parajes de nuestra sociedad. Además, son conductas que se
perpetran en contextos en los que históricamente ha existido escasa
conciencia de actuación delictiva y demasiada minimización de la
gravedad de las agresiones machistas.
Estamos hablando de cifras
de considerable impacto social. Debemos añadir que los penados cuentan
con familiares, vecindario y amistades. El espacio de irradiación es
amplísimo. Todo ello ha generado verdaderos movimientos de rechazo a las
medidas específicas de protección de las mujeres maltratadas. Y esa
repulsa ha sido impulsada por los sectores sociales que se sienten
damnificados por los cambios legales. Al tratarse de un malestar de
cierta magnitud, ha sido aprovechado e instrumentalizado por los
espacios del machismo organizado de nuestro país, que siempre ha
reaccionado con irritación a las mejoras en materia de igualdad.
Las
resistencias no buscan eliminar este grave problema. Solo intentan
esconderlo. Los datos oficiales nos dicen que en la violencia en la
pareja el 95% de los condenados son hombres y que también son varones
casi el 100% de los condenados en la violencia sexual. Cerca de 1.200
mujeres han sido asesinadas desde 2003. Negar esta forma de violencia es
un signo habitual de machismo, porque los datos son muy evidentes.
Representan una clara situación de asimetría estructural y una
manifiesta desigualdad de tipo discriminatorio en contra de las mujeres.
Es poco edificante esa insensibilidad hacia el sufrimiento de
tantísimas víctimas.
La fórmula más reciente para camuflar esta
patología social es suprimir la propia denominación de la violencia de
género. Se pretende así incluirla en el ámbito de la violencia familiar.
Se asegura con bastante simplismo que las agresiones contra las mujeres
no presentan características que las distingan de los maltratos
domésticos. Es una manera de invisibilizar la realidad de las agresiones
machistas. Así se anula la sustantividad propia de estos delitos. Lo
cierto es que la realidad social y la naturaleza de la violencia contra
las mujeres nos muestran que se trata de una conducta delictiva con
rasgos muy distintivos.
Las cifras también aquí son elocuentes.
Del total de la violencia que se produce en la esfera familiar, las
agresiones machistas suponen el 83%. En cambio, la denominada violencia
doméstica solo representa el 13% (las agresiones de padres a hijos, de
esposas a maridos y de hermanos entre sí, entre otras). Supone un
contrasentido pretender abolir la categoría ampliamente mayoritaria para
que desaparezca y se diluya en la minoritaria.
Por otro lado,
las agresiones machistas presentan sus propias particularidades: se
trata de una violencia ejercida contra las mujeres por el hecho de ser
mujeres. No resulta equiparable a las distintas formas de violencia
familiar, como destacan los convenios internaciones suscritos por el
Estado español. Los instrumentos internacionales subrayan la diferencia
entre el sexo y el género. El sexo alude a las diferencias biológicas
entre hombres y mujeres. En cambio, el género estaría integrado por «los
papeles, comportamientos, actividades y atribuciones socialmente
construidos que una sociedad concreta considera propios de mujeres o de
hombres», como indica el Convenio de Estambul, el tratado más importante
sobre la materia en el ámbito europeo.
La violencia de género
responde a construcciones culturales que existen en todas las partes del
mundo. En el marco de esa distribución de roles discriminatorios, las
estructuras sociales en materia de género provocan esta forma de
violencia. Por ello, resulta imprescindible visibilizar esas agresiones,
a través de medidas específicas de protección y sensibilización
pública. La negación de la violencia machista y la erradicación de ese
tratamiento específico suponen un retroceso relevante en la lucha contra
esta lacra.
Lo que algunas voces califican como dictadura
feminista o ideología de género es simplemente el contenido de los
tratados internacionales suscritos por nuestro país. De hecho, el
negacionismo español se inspira en los países que rechazan la
perspectiva de género y no aceptan el Convenio de Estambul. Es un camino
que nos conduce a las concepciones de Hungría y Turquía. No parece un
viaje especialmente atractivo para los derechos de las mujeres.
Artículo escrito para la Asociación y el Colegio Vasco de periodistas y publicado en su página web: https://labur.eus/33hcf
Fuente → naiz.eus
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