18 de Julio
Ángel Viñas
El día se consideró, entre 1936 y 1977, como la fecha más señera de la historia contemporánea de España. Solamente por detrás, quizá, del 2 de mayo de 1808. Conmemoró el inicio del “Glorioso Movimiento Nacional”.
Representó la efemérides por excelencia para la dictadura franquista y sus soportes militares, fascistas, católicos trentistas y menendezpelayistas, sumisos historiadores, periodistas con carnet del partido único. También para una masa ingente de españoles indoctrinados en la única fe y no contaminados por lo que escribían en el extranjero (casi siempre “aviesamente”) protestantes, masones, comunistas, socialistas, liberales, anarquistas y librepensadores.
Quienes no lo eran en España lo recordarán también de forma ambivalente porque se recibía una paga extraordinaria (al igual que en Navidad). Ambas venían como anillo al dedo para atender a los gastos de las vacaciones (quienes las disfrutaran) y a los regalos a familia y amigos.
La igualmente denominada “Guerra de Liberación Nacional” fue así mismo la “Cruzada” por antonomasia. Un trasunto al siglo XX de las que contribuyeron a fundar el reino cristiano de Jerusalén. Este duró casi 200 años. El de Franco, 40. La que se llevó a cabo contra los albigenses tuvo un éxito permanente; la herejía cátara no renació.
La franquista actuó contra otras abominaciones: el comunismo ateo y destructor, los separatismos y la masonería. Los falangistas incluso arremetieron de boquilla contra el capitalismo. Franco y el Opus Dei edulcoraron la supuesta “tercera vía” cuando los afanes cuarteleros y autárquicos dejaron paso, en 1953 y 1959, al acomodo con los norteamericanos en los planos político y de seguridad (interna) y, luego, en lo económico, con los restantes países capitalistas.
Mediante su aplicación local del Führerprinzip Franco justificó su ejecutoria. Dio 'respuesta' a la cuestión central de la historia española en el pasado siglo: ¿Por qué hubo una guerra civil? Sus cohortes militares, civiles y propagandistas habían empezado a adelantarla desde antes de la II Guerra Mundial.
Las patrañas se mantuvieron incólumes merced a una censura de guerra hasta que en 1966 el ministro de (Des)Información y Turismo, profesor Fraga Iribarne -uno de los fundadores de lo que después llegó a ser el PP-, la sustituyó por otra versión más digestible, pero no menos contundente. Fue la hora de los “expertos” del Servicio Histórico Militar y del profesor Ricardo de la Cierva, entre muchos otros.
Durante aquellos cuarenta y pico años el martilleo a los españoles fue constante. Todavía hoy algunos “historiadores”, de uniforme y civiles, siguen mencionando la amenaza moscovita (desde la implosión de la URSS la ha sustituido en parte la “sovietización” del partido socialista). Un denso trabajo de David Jorge, que espero aparezca en septiembre en Los Libros de la Catarata, analiza lo que hubo detrás en cuanto a la Komintern se refiere. Tengo curiosidad por ver qué documentación opondrán los numerosos “expertos” que pasan por historiadores.
Después de la censura, también eliminada en 1977 (algunos previsores ya habían ordenado la quema o destrucción de toneladas de papeles comprometedores), la libertad de investigación quedó recortada en la práctica por otra barrera menos transparente: el difícil acceso a los archivos militares, judiciales y policiales en sus diversas formas. (A limar su dureza atendió, entre otros, el diputado profesor Peces-Barba, uno de los ponentes de la comisión que elaboró el proyecto de Constitución, con el artículo 105 b).
Como de la ley al hecho suele mediar un largo trecho, la apertura se dilató en el tiempo. En los últimos Gobiernos del PP, por ejemplo, dos sucesivos ministros de Defensa, el Sr. Morenés y la Sra. De Cospedal, desgranaron multitud de argumentos falaces -cuando no ridículos- para “justificar” el retraso.
De todas maneras, merced al inmenso trabajo de muchos archiveros y finalmente del actual Gobierno, una nueva parte de la documentación conocida es ya consultable. Así han ido saliendo a la luz los sapos, culebras y serpientes (algunas altamente venenosas) que encuentran en ellos nutriente duradero.
Gracias a tres generaciones de historiadores españoles y extranjeros las leyendas franquistas han pasado a mejor vida, aunque muchos lectores todavía no se lo crean y ahora las reviva Vox. Se ha hurgado en archivos y bibliotecas fuera de España y, sobre todo, en ella. Desde el punto de vista científico -es decir, de historia basada en documentos, fosas, testimonios que pudieron recogerse a tiempo- se ha profundizado en el conocimiento de las negruras de un pasado no explorado suficientemente.
Con todo, cuarenta años de distorsiones dejan huellas perennes, que además siguen vehiculándose a través de los modernos medios de comunicación. La batalla por la historia influye en la batalla por el presente y, en consecuencia, por el futuro.
Servidor ha tratado de despejar algunas de las venas ocultas que alimentaron las falacias sobre el “18 de julio” y el comportamiento de Franco antes, en y después de la Guerra Civil. Nunca con la pretensión de llegar a la verdad absoluta; simplemente para contribuir a triturar algunas de las leyendas todavía en circulación en la España de nuestros días.
Ante todo, la cuestión del millón: ¿Quién quiso la guerra civil? No se han encontrado pruebas de que figurase entre los insondables designios del Altísimo. Sí en los de ciertos sectores líderes: a saber, los monárquicos, una parte del Ejército y de los órganos de seguridad del Estado debidamente infiltrados, equipos de pistoleros falangistas y contratados amén de los financiadores de la conspiración. Al carro se incorporó Gil Robles, tras dudas existenciales, el mismo día de las elecciones de febrero. Sus muchachos lo hicieron en los meses siguientes y él definitivamente.
En la vital tarea de lamentar los inmensos “destrozos” ocasionados por los gobiernos de izquierda, diversos medios, como ABC, El Debate y La Nación, se sumaron a un ejercicio emocionante: contribuir a crispar el ambiente ante el desastre que se abatiría sobre España si triunfaba la “revolución”, es decir, quienes no pensaban como ellos.
¿Dónde estaban sus 'pruebas'? En las reformas republicano-socialistas del primer bienio (supuestos síntomas del avance “bolchevique”, ya detectado antes del 14 de abril de 1931) y en su reanudación tras las elecciones de 1936. Todo ello, más otras dimensiones adicionales como la significación de la violencia política (siempre exagerada), ha sido objeto de sesudas disquisiciones académicas. Pocos se han atrevido a impugnar, con datos, las investigaciones de González Calleja.
Siempre se tergiversó que la conspiración evolucionó de la mano del fascismo italiano y, en particular, del Duce redentor. Se hizo con celo y precauciones máximas tales como la posterior “limpieza” de archivos, la “desaparición” de los papeles de algunos de los protagonistas militares y civiles, desinformación a espuertas y la abundante aplicación de los más primarios mecanismos de proyección (achacando al adversario rasgos deleznables característicos del comportamiento propio).
¿Por qué? Porque el 18 de julio de 1936 se preparó con el fin de restablecer la Monarquía (convenientemente fascistizada) de la mano de los próceres que gravitaban pesadamente sobre el ABC y La Nación. La hubiesen dirigido, tras un período de transición no definido, dos prohombres: el teniente general José Sanjurjo y el eminente exministro de la dictadura primorriverista José Calvo Sotelo, el 'proto-mártir' por excelencia. Olvídense los lectores de las engañifas de Mola en alguna de sus instrucciones reservadas.
El vector fascista lo han analizado con mayor o menor detalle varios historiadores. Extranjeros (Coverdale, Heiberg, Preston) y españoles (Bahamonde, González Calleja, Saz). Desgraciadamente sin los documentos imprescindibles. Estos se encuentran en la madrileña calle de Alcalá, en el archivo de la Universidad de Navarra, en el municipal de Barcelona, en el General Militar de Ávila, en los diplomáticos y militares franceses y, no en último término, en lo que queda de las evidencias relevantes fascistas (que no son muchas) en los archivos militares y civiles romanos.
El 1º de julio de 1936 se firmaron cuatro contratos con la Società Idrovolante Alta Italia. El primero preveía un suministro inicial de 12 aviones Savoia Marchetti 81 antes de que finalizara el mes. Así ocurrió. El financiero que, previsoramente, ya en marzo había preparado el pago en divisas fue un señor llamado Juan March. El envío del resto de la ayuda militar se apalabró para agosto.
Franco, que ordenó asesinar al general Amado Balmes (ocurrió el 16 de julio) y estaba enterado probablemente del vector fascista gracias al general monárquico Luis Orgaz, “residenciado” en Las Palmas, estuvo tentado de no exponerse lo más mínimo. Es lo que hacen los héroes de su calibre. Llegó a pensar en volar a Tetuán con pasaporte italiano por si encontraba dificultades en Casablanca. Aspiraba, se rumoreó, a la Alta Comisaría en Marruecos. Calvo Sotelo, Balmes y Sanjurjo le abrieron otro camino.
Como la ocasión la pintan calva, Franco no tardó en manifestar algunos de sus no confesables propósitos. A las tres semanas de asentarse en la “Jefatura del Estado” empezó a ordenar que se detrajeran fondos de diversas suscripciones y se transfirieran a sus cuentas bancarias. Se apañó una fortunita mientras sus soldados, oficiales y jefes morían en las trincheras o se desangraban en los hospitales en una guerra que alargó todo lo que pudo. Vendió irregularmente y en el más estricto secreto café para redondear sus ya cuantiosos fondos. No fue, desde luego, un tendero vulgar. Sí un aprovechado sin escrúpulos. ¿Acaso no había ganado la guerra?
Después, sopesó unirse a Hitler en busca de un mini-Imperio. Para evitarlo, los británicos colmaron de divisas a sus militares más allegados e incluso al propio hermano, don Nicolás. La llegada al Gobierno -en el que ya figuraba el general Varela, que se encontraba entre los agraciados- del coronel Valentín Galarza como ministro de la Gobernación fue una de las pocas noticias que alegraron el corazón, en tiempos muy amargos, del subsecretario permanente del Foreign Office, Sir Alexander Cadogan. Era quien manejaba la batuta de los sobornos, que también contaban con la inapreciable ayuda de (¿quién lo diría?) don Juan March.
Ángel Viñas
Gracias a tres generaciones de historiadores españoles y extranjeros las leyendas franquistas han pasado a mejor vida, aunque muchos lectores todavía no se lo crean y ahora las reviva Vox
El día se consideró, entre 1936 y 1977, como la fecha más señera de la historia contemporánea de España. Solamente por detrás, quizá, del 2 de mayo de 1808. Conmemoró el inicio del “Glorioso Movimiento Nacional”.
Representó la efemérides por excelencia para la dictadura franquista y sus soportes militares, fascistas, católicos trentistas y menendezpelayistas, sumisos historiadores, periodistas con carnet del partido único. También para una masa ingente de españoles indoctrinados en la única fe y no contaminados por lo que escribían en el extranjero (casi siempre “aviesamente”) protestantes, masones, comunistas, socialistas, liberales, anarquistas y librepensadores.
Quienes no lo eran en España lo recordarán también de forma ambivalente porque se recibía una paga extraordinaria (al igual que en Navidad). Ambas venían como anillo al dedo para atender a los gastos de las vacaciones (quienes las disfrutaran) y a los regalos a familia y amigos.
La igualmente denominada “Guerra de Liberación Nacional” fue así mismo la “Cruzada” por antonomasia. Un trasunto al siglo XX de las que contribuyeron a fundar el reino cristiano de Jerusalén. Este duró casi 200 años. El de Franco, 40. La que se llevó a cabo contra los albigenses tuvo un éxito permanente; la herejía cátara no renació.
La franquista actuó contra otras abominaciones: el comunismo ateo y destructor, los separatismos y la masonería. Los falangistas incluso arremetieron de boquilla contra el capitalismo. Franco y el Opus Dei edulcoraron la supuesta “tercera vía” cuando los afanes cuarteleros y autárquicos dejaron paso, en 1953 y 1959, al acomodo con los norteamericanos en los planos político y de seguridad (interna) y, luego, en lo económico, con los restantes países capitalistas.
Mediante su aplicación local del Führerprinzip Franco justificó su ejecutoria. Dio 'respuesta' a la cuestión central de la historia española en el pasado siglo: ¿Por qué hubo una guerra civil? Sus cohortes militares, civiles y propagandistas habían empezado a adelantarla desde antes de la II Guerra Mundial.
Las patrañas se mantuvieron incólumes merced a una censura de guerra hasta que en 1966 el ministro de (Des)Información y Turismo, profesor Fraga Iribarne -uno de los fundadores de lo que después llegó a ser el PP-, la sustituyó por otra versión más digestible, pero no menos contundente. Fue la hora de los “expertos” del Servicio Histórico Militar y del profesor Ricardo de la Cierva, entre muchos otros.
Durante aquellos cuarenta y pico años el martilleo a los españoles fue constante. Todavía hoy algunos “historiadores”, de uniforme y civiles, siguen mencionando la amenaza moscovita (desde la implosión de la URSS la ha sustituido en parte la “sovietización” del partido socialista). Un denso trabajo de David Jorge, que espero aparezca en septiembre en Los Libros de la Catarata, analiza lo que hubo detrás en cuanto a la Komintern se refiere. Tengo curiosidad por ver qué documentación opondrán los numerosos “expertos” que pasan por historiadores.
Después de la censura, también eliminada en 1977 (algunos previsores ya habían ordenado la quema o destrucción de toneladas de papeles comprometedores), la libertad de investigación quedó recortada en la práctica por otra barrera menos transparente: el difícil acceso a los archivos militares, judiciales y policiales en sus diversas formas. (A limar su dureza atendió, entre otros, el diputado profesor Peces-Barba, uno de los ponentes de la comisión que elaboró el proyecto de Constitución, con el artículo 105 b).
Como de la ley al hecho suele mediar un largo trecho, la apertura se dilató en el tiempo. En los últimos Gobiernos del PP, por ejemplo, dos sucesivos ministros de Defensa, el Sr. Morenés y la Sra. De Cospedal, desgranaron multitud de argumentos falaces -cuando no ridículos- para “justificar” el retraso.
De todas maneras, merced al inmenso trabajo de muchos archiveros y finalmente del actual Gobierno, una nueva parte de la documentación conocida es ya consultable. Así han ido saliendo a la luz los sapos, culebras y serpientes (algunas altamente venenosas) que encuentran en ellos nutriente duradero.
Gracias a tres generaciones de historiadores españoles y extranjeros las leyendas franquistas han pasado a mejor vida, aunque muchos lectores todavía no se lo crean y ahora las reviva Vox. Se ha hurgado en archivos y bibliotecas fuera de España y, sobre todo, en ella. Desde el punto de vista científico -es decir, de historia basada en documentos, fosas, testimonios que pudieron recogerse a tiempo- se ha profundizado en el conocimiento de las negruras de un pasado no explorado suficientemente.
Con todo, cuarenta años de distorsiones dejan huellas perennes, que además siguen vehiculándose a través de los modernos medios de comunicación. La batalla por la historia influye en la batalla por el presente y, en consecuencia, por el futuro.
Servidor ha tratado de despejar algunas de las venas ocultas que alimentaron las falacias sobre el “18 de julio” y el comportamiento de Franco antes, en y después de la Guerra Civil. Nunca con la pretensión de llegar a la verdad absoluta; simplemente para contribuir a triturar algunas de las leyendas todavía en circulación en la España de nuestros días.
Ante todo, la cuestión del millón: ¿Quién quiso la guerra civil? No se han encontrado pruebas de que figurase entre los insondables designios del Altísimo. Sí en los de ciertos sectores líderes: a saber, los monárquicos, una parte del Ejército y de los órganos de seguridad del Estado debidamente infiltrados, equipos de pistoleros falangistas y contratados amén de los financiadores de la conspiración. Al carro se incorporó Gil Robles, tras dudas existenciales, el mismo día de las elecciones de febrero. Sus muchachos lo hicieron en los meses siguientes y él definitivamente.
En la vital tarea de lamentar los inmensos “destrozos” ocasionados por los gobiernos de izquierda, diversos medios, como ABC, El Debate y La Nación, se sumaron a un ejercicio emocionante: contribuir a crispar el ambiente ante el desastre que se abatiría sobre España si triunfaba la “revolución”, es decir, quienes no pensaban como ellos.
¿Dónde estaban sus 'pruebas'? En las reformas republicano-socialistas del primer bienio (supuestos síntomas del avance “bolchevique”, ya detectado antes del 14 de abril de 1931) y en su reanudación tras las elecciones de 1936. Todo ello, más otras dimensiones adicionales como la significación de la violencia política (siempre exagerada), ha sido objeto de sesudas disquisiciones académicas. Pocos se han atrevido a impugnar, con datos, las investigaciones de González Calleja.
Siempre se tergiversó que la conspiración evolucionó de la mano del fascismo italiano y, en particular, del Duce redentor. Se hizo con celo y precauciones máximas tales como la posterior “limpieza” de archivos, la “desaparición” de los papeles de algunos de los protagonistas militares y civiles, desinformación a espuertas y la abundante aplicación de los más primarios mecanismos de proyección (achacando al adversario rasgos deleznables característicos del comportamiento propio).
¿Por qué? Porque el 18 de julio de 1936 se preparó con el fin de restablecer la Monarquía (convenientemente fascistizada) de la mano de los próceres que gravitaban pesadamente sobre el ABC y La Nación. La hubiesen dirigido, tras un período de transición no definido, dos prohombres: el teniente general José Sanjurjo y el eminente exministro de la dictadura primorriverista José Calvo Sotelo, el 'proto-mártir' por excelencia. Olvídense los lectores de las engañifas de Mola en alguna de sus instrucciones reservadas.
El vector fascista lo han analizado con mayor o menor detalle varios historiadores. Extranjeros (Coverdale, Heiberg, Preston) y españoles (Bahamonde, González Calleja, Saz). Desgraciadamente sin los documentos imprescindibles. Estos se encuentran en la madrileña calle de Alcalá, en el archivo de la Universidad de Navarra, en el municipal de Barcelona, en el General Militar de Ávila, en los diplomáticos y militares franceses y, no en último término, en lo que queda de las evidencias relevantes fascistas (que no son muchas) en los archivos militares y civiles romanos.
El 1º de julio de 1936 se firmaron cuatro contratos con la Società Idrovolante Alta Italia. El primero preveía un suministro inicial de 12 aviones Savoia Marchetti 81 antes de que finalizara el mes. Así ocurrió. El financiero que, previsoramente, ya en marzo había preparado el pago en divisas fue un señor llamado Juan March. El envío del resto de la ayuda militar se apalabró para agosto.
Franco, que ordenó asesinar al general Amado Balmes (ocurrió el 16 de julio) y estaba enterado probablemente del vector fascista gracias al general monárquico Luis Orgaz, “residenciado” en Las Palmas, estuvo tentado de no exponerse lo más mínimo. Es lo que hacen los héroes de su calibre. Llegó a pensar en volar a Tetuán con pasaporte italiano por si encontraba dificultades en Casablanca. Aspiraba, se rumoreó, a la Alta Comisaría en Marruecos. Calvo Sotelo, Balmes y Sanjurjo le abrieron otro camino.
Como la ocasión la pintan calva, Franco no tardó en manifestar algunos de sus no confesables propósitos. A las tres semanas de asentarse en la “Jefatura del Estado” empezó a ordenar que se detrajeran fondos de diversas suscripciones y se transfirieran a sus cuentas bancarias. Se apañó una fortunita mientras sus soldados, oficiales y jefes morían en las trincheras o se desangraban en los hospitales en una guerra que alargó todo lo que pudo. Vendió irregularmente y en el más estricto secreto café para redondear sus ya cuantiosos fondos. No fue, desde luego, un tendero vulgar. Sí un aprovechado sin escrúpulos. ¿Acaso no había ganado la guerra?
Después, sopesó unirse a Hitler en busca de un mini-Imperio. Para evitarlo, los británicos colmaron de divisas a sus militares más allegados e incluso al propio hermano, don Nicolás. La llegada al Gobierno -en el que ya figuraba el general Varela, que se encontraba entre los agraciados- del coronel Valentín Galarza como ministro de la Gobernación fue una de las pocas noticias que alegraron el corazón, en tiempos muy amargos, del subsecretario permanente del Foreign Office, Sir Alexander Cadogan. Era quien manejaba la batuta de los sobornos, que también contaban con la inapreciable ayuda de (¿quién lo diría?) don Juan March.
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