Retiro y meditación. Memorias del miliciano Isidoro Andreu XVIII
Retiro y meditación. Memorias del miliciano Isidoro Andreu XVIII

 

Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I). En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.

Arrancan las camionetas y salimos de Valmaseda, no “a golpe de calcetín”, sino en plan turistas y la verdad es que viajar así es una gozada de la que disfrutamos con plenitud. Lo mismo nos da que la carretera trepe por una montaña, llanee o se lance cuesta abajo. Todo se reduce a que el chofer mueva la palanca del cambio de marchas, pero nuestras piernas no se enteran de si subimos o bajamos repechones y ésta es una sensación maravillosa, después de tanta caminata. Vamos tragando kilómetros y yo observo que llevamos la dirección de la provincia de Santander, lo que me hace pensar que, por el momento, no vamos hacia el frente de combate. Pasamos por un pueblo a toda velocidad, pero me da tiempo de ver su nombre: Villaverde de Trucios. Esto refuerza mi opinión sobre nuestro destino. Desde ese momento voy atento a la carretera y a los pueblos por los que pasamos: Molinar, (un barrio de Carranza), Riancho, Gibaja, Rasines, Ampuero, (estamos en plena provincia de Santander), Limpias, Colindres, Treto y sus marismas y allí, en sus cercanías, un edificio imponente, el llamado convento de Monte Hano que resulta ser el final de aquella etapa.

Este convento, más parecido a una fortaleza o a un presidio, es un edificio donde todo es enorme: desde la capilla hasta el comedor, desde las cocinas a los dormitorios, pasando por la biblioteca y el patio, con su pozo medieval. Todo él da la sensación de estar construido para albergar a una verdadera tropa, que lo mismo podía ser de frailes que de milicianos, como en aquel momento. Nuestra compañía fue alojada en una estancia grande como un frontón, un antiguo dormitorio de internos totalmente desmantelado, sin un mísero catre donde poder dormir y, lo peor de todo, con un suelo sucio y húmedo. Lo primero que pensé fue que yo allí no me tumbaba y, después de tomar posesión de un ángulo del recinto, dejando en él mi equipo, me dediqué a explorar buscando algo para cubrir la mugre de aquel suelo. En mi búsqueda encontré la biblioteca, en cuyas estanterías había miles de libros, casi todos muy antiguos, de todos los tamaños imaginables, que me dieron una idea para resolver el problema de aislamiento de la suciedad y de la humedad de la tarima sobre la que tendríamos que dormir. Escogí una colección de tomos enormes, largos, anchos y gordos, todos ellos escritos en latín, y en varios viajes los trasladé a mi trozo de dormitorio convirtiéndolos en un colchón, un poco duro pero limpio y aislante de la humedad del suelo. Mi idea fue imitada y aquellos libros, que posiblemente llevasen lustros sin servir para nada, en aquella ocasión ayudaron a bien dormir a una pequeña parte de humanidad doliente y cansada.

Los que estaban verdaderamente felices allí eran los rancheros. Las instalaciones de aquella cocina gigante le convirtieron por una temporada en cocineros de gran hotel, en lugar de rancheros de milicianos. En cuanto al patio, fue enseguida el lugar preferido de todos por su amplitud que permitía toda clase de juegos, incluido el fútbol. Tenía la ventaja añadida que, después de la sudada, bastaba tirar el balde al fondo del pozo para poder refrescarte con un buen trago de agua, aunque nuestro “sanitario” decía que aquellos tragos del pozo eran la causa de la diarrea que empezaban a padecer muchos milicianos.

En Monte Hano estuvimos varios días de verdadero descanso, sin hacer otra cosa que reponernos de las fatigas pasadas y querer pensar en las venideras. Disfrutamos plenamente del momento, pues la experiencia vivida en Sobreayas nos había enseñado a sacar el máximo partido de los momentos felices que, con cuenta gotas, nos proporcionaba la guerra.

Como era de esperar, no tardó en cambiar el panorama y pronto nuestra compañía recibió la orden de equiparse, completar la munición reglamentaria y recoger en la cocina la ración fría de campaña. Todos estos datos nos hicieron pensar que salíamos para el frente, ¿qué frente?, ese era el enigma porque aquella vida de trotamundos y últimamente de monjes de clausura, nos tenía totalmente ignorantes de lo que estaba ocurriendo en realidad en los frentes de Vizcaya, incluido el cinturón de hierro que no sabíamos si seguía resistiendo aunque, por indicios a falta de noticias, nos temíamos lo peor.

Una vez totalmente equipados, nos embarcaron en las camionetas y salimos hacia lo desconocido. Pronto observamos que estábamos siguiendo, a la inversa, el mismo camino que nos llevó hasta Monte Hano. Todo fue igual hasta llegar a Villaverde de Trucíos, donde cogimos una desviación que, por Traslaviña, nos internó en una carretera de montaña hasta un punto donde el camión se detuvo. Bajamos todos y con un guía que nos estaba esperando, nos desviamos de la carretera y metiéndose a través del monte, iniciamos una subida bastante fuerte. Aquella caminata fue más breve de lo que temíamos y terminó en las proximidades de una ermita, llamada Santa Cruz, situada en una loma que dominaba el valle por donde habíamos subido y que, por su otra vertiente, ofrecía unas vistas amplísimas, pues desde allí divisábamos las minas de Castro Alén, Otañes, Ontón y al fondo el mar. Esta línea formaba el flanco izquierdo de lo que era en ese momento el frente oeste y nos descubrió de golpe lo que todos suponíamos y temíamos: elG derrumbamiento del frente vizcaíno había sido total, mientras erramos por los montes.

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En Santa Cruz, nuestros zapadores habían hecho ya un buen trabajo. Nos encontramos una línea de trincheras, cavadas alrededor de la loma, que nos daban cierta seguridad y hasta comodidad, porque en algunos trechos estaban cubiertas, con lo que esto suponía en caso de lluvia.

La segunda Compañía tomó posiciones alrededor de la loma y nuestra sección cubrió la zona de la ermita, que era el punto más alto de aquel sector. Allí estuvimos cerca de una semana y desde allí presenciamos un día algo que, hasta entonces, sólo habíamos visto en las películas de guerra. Estaba en el parapeto tomando tranquilamente el sol, con la mirada puesta como de costumbre, en los acantilados de Algorta que estaban a nuestra vista, aunque tan lejos de nuestro alcance, cuando sobre el Abra apareció una escuadrilla de tres cazabombarderos Heinkel que, tomando altura, enfilaban hacía la línea de nuestro frente. Nos metimos de un salto en las trincheras, temiendo lo peor y, de pronto vemos que la escuadrilla rompe su perfecta formación de ataque y se desparraman en distintas direcciones y alturas. Quedamos aturdidos y asombrados ante las maniobras alocadas de los Heinkel, pero de pronto todo se aclara, pues fijándonos con atención vemos por encima de ellos varios minúsculos puntos negros que acosan, como mortíferas avispas, a sus presas y llega un momento en que oímos, por encima del rugir de los motores, el impresionante sonido de las ametralladoras que entrecruzan sus disparos en un espectacular duelo aéreo. No sabemos si la presencia de nuestros cazas ha sido casual o si han sido avisados por nuestra defensa antiaérea, pero el hecho concreto es que aquella escuadrilla de “moscas” se ha presentado en el momento oportuno para librarnos de las bombas alemanas. El combate dura muy poco, porque los aviadores alemanes, poco acostumbrados a encontrar cazas republicanos que les incordien, ponen rumbo a Sondica y pronto han desaparecido de nuestra vista. Nuestros “moscas” dan todavía una pasada a baja altura y desaparecen adentrándose en la provincia de Santander, mientras nosotros les vitoreamos atónitos ante lo que hemos presenciado.


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