La burguesía, como clase social emergente, ilustrada y poseedora de grandes capitales, es el grupo que le disputa la hegemonía a las teocracias y a las monarquías.
Es ella la que pasa a encabezar las aspiraciones revolucionarias de libertad social antiestatal que se dan a conocer en Europa como preludio del final de la era medieval. Con la Revolución Francesa de 1789, la nueva clase burguesa propugna la concepción de un modelo de civilización con que se pretende superar las contradicciones, las injusticias y las opresiones que caracterizaron la historia humana desde la antigüedad más remota. Éstas, en la visión de algunos pensadores (enlazados de alguna forma con teóricos de la sociedad humana o, simplemente, filósofos como Platón, Tomás de Aquino, Tomás Moro o Jean Jacques Rousseau), eran algo más que una exigencia de mejora de las condiciones de vida moral y material en que se hallaba la mayoría de las personas. En muchos casos, las demandas de justicia social estaban acompañadas por otras de regeneración integral, con un retorno, si fuera factible, a una vida silvestre, que motivaron el desencadenamiento de otras experiencias revolucionarias, inspiradas en el legado francés, que produjeron ciertos cambios aunque no con la trascendencia y la novedad profunda que se esperaba de ellos. Así, a los ideales comunes de igualdad, libertad y fraternidad enarbolados históricamente por las masas oprimidas del mundo (que no pudieron concretar los regímenes liberal-burgueses, por muchas leyes o reformas aprobadas) vino a agregarse la alternativa de un orden social, político, económico y cultural completamente distinto al existente, lo que fue plasmado, principalmente, en las propuestas presentadas inicialmente por los socialistas utópicos, los comunistas y los anarquistas; cada una atacando lo que, desde sus puntos de vista, eran las causas fundamentales de los diversos desajustes e injusticias que minaban la libertad, la igualdad y la convivencia pacífica de los seres humanos.
A través de la historia, el Estado burgués liberal ha evidenciado una incapacidad manifiesta para propiciar, realmente, la emancipación integral de las clases desposeídas. Durante este proceso, en especial, desde las décadas finales del siglo pasado, la clase asalariada es quien sufre el impacto causado por la desregulación de la economía, la liberalización del comercio y de la industria y las privatizaciones de las empresas y servicios públicos controlados por el Estado. «La práctica -como lo exponen Raúl Zibechi y Decio Machado en su libro ‘El Estado realmente existente. Del Estado de bienestar al Estado para el despojo’- demuestra que no se puede avanzar de forma sólida en la lucha contra la desigualdad sin transformar el modelo de acumulación capitalista e intervenir sobre las grandes fortunas acumuladas de forma violenta por parte de las élites locales generación tras generación». A la par de él, se encuentra la religión como refuerzo del estado de cosas existente, cuya enseñanza principal está dirigida a las clases explotadas y oprimidas para que acepten de una forma resignada la condición depauperada y subalterna en que se encuentren, con la esperanza de ascender a los cielos, una vez llegada su muerte.
Si se observa bien, de una manera desprejuiciada, los cambios profundos, estructurales y radicales que entrañan las exigencias populares a través del tiempo, se concluirá que ellas chocan, frontalmente, contra la ideología dominante, inculcada por los sectores gobernantes a través del control que tienen sobre la educación, la religión, la cultura, y los grandes medios de información y de entretenimiento, lo cual limita la adopción y la aplicación de medidas, de algún modo, revolucionarias, que hagan factibles tales cambios. La historia de nuestros países, desde los albores de la República hasta la actualidad, permite afirmar que la igualdad social no se corresponde, en la práctica, con una igualdad política ni con una igualdad jurídica (entendiéndola, por demás, como igualitaria entre ricos y pobres) y, menos, con una igualdad de tipo económico (mediante una distribución equitativa de la riqueza generada entre todos). La revolución que ello supone tendrá que ser, por tanto, radical y no centrada en un solo elemento; dejando brechas abiertas que faciliten el resurgimiento del viejo orden, pero esta vez con nuevos ropajes (incluso, dotado con un discurso en apariencia revolucionario).
En un sistema-mundo donde la hipermercantilización, el hiperconsumo y la hipercientifización están siendo impulsados irracionalmente por un despotismo corporativo (ejercido por los dueños de las finanzas y de los grandes medios de producción que manejan el mercado mundial), la batalla revolucionaria contra “Dios” (comprendido como la religión que justifica el orden vigente) y el Estado burgués liberal ahora se extiende a dilucidar el fetichismo de las mercancías advertido en su época por Karl Marx, cuyo efecto en las personas les convierte en marionetas fáciles de manejar por los dueños del capital, exacerbando su narcisismo e individualismo a grados superlativos que rompen con cualquier noción ética y moral.
Por eso, proponer un cambio de vida al margen de “Dios” y del Estado implica proponerse crear una nueva estructura conceptual respecto al sistema-mundo que ha conocido hasta ahora la humanidad. En éste deben incorporarse las teorías (y luchas) emancipatorias feministas, indigenistas, afrodescendientes, ecológicas, antiimperialistas y antirracistas que han germinado a lo largo de los últimos cien años, enriqueciendo la concepción de la Revolución por la cual dieran sus vidas tantos hombres y tantas mujeres, muchas veces sin mucha teorización, pero conscientes de la importancia del esfuerzo hecho. Todo lo anterior nos conducirá a la máxima expresión de la democracia (entendiéndola como el ejercicio efectivo y permanente de la soberanía por parte del pueblo organizado); sería, entonces, la negación de toda sujeción política, suprimiéndose, en consecuencia, la relación habitualmente aceptada de gobernantes/gobernados que es, igualmente, una relación de amos/esclavos o de dominación/servidumbre (aunque los términos hayan cambiado). Gracias a esta alteración profunda de las relaciones de poder, el ser humano podrá de libertad y convertirse, finalmente, en un ser humano socializado.
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