Un balazo no reconocido

Un balazo no reconocido
Jurdan Arretxe 


Rafael Gomez Jauregi, de 78 años, fue abatido en 1977 por un disparo policial. Hoy no se le reconoce como víctima

«Parece que morir así era su destino», se lamentan sus familiares 34 años después. Rafael, a quien en 1940 las fuerzas franquistas le conmutaron una pena de muerte por 25 años de prisión acusado de formar parte de una red de información de los aliados, había vuelto a una Errenteria que apenas reconocía diez años antes de caer abatido.

El exilio francés. Dieciséis años en el extranjero

En la localidad de Sellières (departamento de Jura, próximo a Suiza), Gomez Jauregi trabajó, entre otros lugares, en una fundición y en un aserradero, del que vivía a 14 kilómetros que todos los días recorría en bicicleta.

No en vano, allí, donde los inviernos eran duros a los pies de los Alpes franceses, tampoco se libró de castigos y chivatos. Un español que trabajaba en la fundición a la que llegó Rafael nada más asomar por aquella localidad que entonces no tenía ni mil habitantes (hoy baja de los 50) le advirtió: «Aquí, el patrón no deja que los españoles libremos el 14 de abril (Día de la República). Quien no viene a trabajar, es despedido». Rafael respondió: «Yo no voy a venir». Su interlocutor se lo contó al patrón. «Monsieur Rafael», le interpeló éste con cierta sorna: «¿Es cierto que usted no trabajará el 14 de abril?».

Poca broma para Gomez con este tema. Le explicó a su patrón el significado del 14-A, la lucha por las libertades y la pena de prisión que le costó su trabajo a favor de Francia en la Segunda Guerra Mundial. Cuando llegó el día, Rafael libró, cobró esa jornada no trabajada y la cobró doble.

Esa labor en una red de información para los aliados le pudo costar la vida en 1939, cuando las tropas franquistas le detuvieron junto a un grupo en el que también había sacerdotes. Todos menos Luis Álava Sautu, el único soltero, salvaron la vida.

En 1946, salió de la cárcel y poco necesitó Gomez, que había sido elegido presidente de la Confederación Sindical de Gipuzkoa entre 1933 y 1936, para formar parte de la organización de la primera huelga política de la dictadura, en 1947. Pululó en la clandestinidad tres años, hasta la huelga de 1951, apareciendo y desapareciendo. Alimentaba una y otra vez el fuego de las reivindicaciones sociales. Cuando los gendarmes galos estaban a punto de devolverlo a este lado de la muga, Rafael sacó los papeles que recogían la condena de comienzos de los 40. Ahí, con una hija de 21 años y un hijo de 19, comenzó su exilio francés.

La vida en Pasaia. Los nazis, en casa

Cuando sus hijos nacieron, casi a la par que la II República, Gomez fue candidato de la hoy ilegalizada ANV al Congreso de los Diputados en las elecciones de 1933. Como su padre, también Rafael trabajó en el puerto, donde residía hasta que en 1942, tras ser encarcelado, su familia tuvo que marcharse de esa casa de Antxo a Errenteria. En esa misma casa residieron, como huéspedes después de que Rafael pidiera el permiso pertinente, un par de nazis alemanes.

Llegaron a Gipuzkoa para trabajar en la empresa Anso. Preparaban el terreno de la invasión de Francia. El primero que llegó tenía los gustos típicos de un díscolo alemán parlanchín amante de la buena vida y a kilómetros de su casa. Estaba metido, recuerda el hijo de los Gomez Bengoetxea, Imanol (Pasaia, 1932), «todo el día en Donostia, donde se solía dejar caer por un burdel».

Un buen día, el alemán le espetó a Rafael: «Y cuando nos hagamos con Francia, vendré aquí con una botella de (cognac) Martell». Dicho y hecho. Cuando el territorio galo pasó a formar parte del Eje, el oficial apareció en mitad del puerto pasaitarra, en un jeep y escoltado por soldados germanos.

Para entonces, Gomez Jauregi ya pasaba datos relevantes al Gobierno Vasco exiliado en Londres, donde no acababan de entender cómo un simple trabajador de puerto podía acceder a aquellas informaciones.

No fue esa la única ocasión en la que se valió de su labia. En una visita del entonces ministro Indalecio Prieto al puerto pasaitarra, los compañeros suyos, entre los que había muchos comunistas -los mismos que le acusaban de pertenecer a la CIA-, le pidieron que hiciera de interlocutor de los trabajadores.

Una petición elevó a Prieto en aquella reunión: había que mejorar las condiciones laborales, porque cuando llovía, los trabajos de carga y descarga se realizaban entre barro. Su hermano Silberio fue uno de los muchos que murió en el puerto pasaitarra. A los pocos meses de la exigencia a Prieto, los muelles estaban asfaltados.

Los años que Rafael estuvo en la cárcel, entre 1940 y 1946, los pasó sobre todo entre las prisiones de Ondarreta y Madrid, antes de volver a Gipuzkoa. En la primera, unas monjas vendían tabaco a los reclusos, aunque si no disponían de las monedas justas no se lo vendían, con lo que utilizaban para contrabando la mercancía que no había sido comprada. Rafael Gomez, indignado, pidió entrevistarse con el director de la cárcel donostiarra. El máximo responsable acabó expulsando a las religiosas del centro penitenciario.

Quizá por esto o por otras razones, un día le preguntó a su hijo si sabía cuántas religiones había en el mundo. Imanol no lo sabía. «Miles», le respondió su padre, «pero ¿sabes cuál es la mejor? La conciencia de cada cual. Si quieres, sé cristiano, pero nunca digas que eres católico».

A inicios de la década de los 60, su hijo fue a visitarle al exilio antes de casarse. «Vivía en una buhardilla, pequeña y ordenada, donde tenía una pequeña estufa que intentaba mantener siempre encendida».

La mayoría de las pocas ocasiones que se vieron, sin embargo, era él quien se acercaba a Hendaia y un primo quien, compinchado con los agentes que custodiaban el Bidasoa, pasaba de noche a Imanol, su hermana Josebe (Pasaia, 1930) y su madre Klarita Bengoetxea de un lado a otro de la muga.

Eran historias del exilio, porque cuando volvió, en 1967, Errenteria había cambiado más de lo que él se pudo imaginar dieciséis años atrás.

La vuelta a casa. Última década

Por de pronto, Gomez volvió de Sellières convertido en abuelo de nietos de cuya infancia apenas estaba pudiendo disfrutar. Regresó a una Errenteria que vivía una explosión demográfica tanto por la tasa de crecimiento de nacimientos, en plena época de babyboom, como por la cantidad de gente que emigró a la localidad procedente de zonas como Extremadura o las Castillas.

Con casi 70 años, no entendía, entre otras cosas, cómo, tras haber luchado durante años por una jornada laboral de ocho horas, había quien pasaba nueve y hasta diez en su lugar de trabajo. «Son horas extra», «los empleados cobran por ellas», le explicaban, pero no le entraba en la cabeza que hubiera quien quisiera trabajar más de la cuenta. Las reivindicaciones por las que él había luchado las veía en el camino de la perdición por culpa de una sociedad cada vez menos comprometida.

Él, que cuando se presentó a los comicios del 33 le descalificaron como maketo por su nombre y apellido, tampoco entendía cuando iba a buscar a sus nietos a la vuelta de clase que hubiera chavales que, sabiendo euskera, hablaran en castellano: «Hi, gazte, hemen euskaraz, aittu?».

Al igual que en la década de los años 30, los encontronazos verbales con los jóvenes fascinados con el comunismo soviético de la época eran algo habitual.

Pasaba buena parte del tiempo en la calle, pero cuando estaba en casa, recuerda su familia, se dedicaba a echar el carbón a la económica, «quizá por el frío que llegó a pasar en Francia».

Sin resquicio para el odio. Con la txapela en la mano

Han pasado muchos años, pero tanto Imanol como su mujer, Begoña, recuerdan aquel fatídico 12 de mayo del 77. Aquella noche, el primero volvió a casa con la txapela de su padre en la mano: «Aitona hil egin da», les dijo a sus seis hijos. Pero no había lugar ni para el odio ni para el rencor. Tampoco para la venganza. Al día siguiente, en el funeral, fuertemente custodiado por las distintas policías de la época -con controles en las entradas a Errenteria-, los sacerdotes «redactaron una durísima homilía contra la actitud del Gobierno y las fuerzas del orden público», cuenta ABC, para continuar con que «la Policía Armada, megáfono en mano, invitaba amablemente a que los asistentes se dispersaran en orden. Algunas de las frases que pudieron oírse fueron: ‘Somos la policía del pueblo y para el pueblo’; ‘Venimos a defenderles’; ‘No hagan caso de las consignas de tres agitadores’; ‘Hagan vida normal. Vayan a la taberna, a pasear…'».

De pasear volvía Gomez cuando una de esas ráfagas que, según el mismo periódico, se repetirían ese mismo día en el barrio de Beraun, acabó con la vida del exresponsable de ELA en Gipuzkoa. Los testigos identificaron qué agente de la Guardia Civil efectuó los disparos. Le llamaban El Rizos y era riojano.

El día 14, la crónica de ABC recogía que Errentería «daba la impresión de ser una localidad muerta. En el lugar donde cayó el anciano Rafael Gomez Jauregi, víctima de un disparo, ha sido colocada una ikurriña con un crespón negro».

Tiempo después, el guardia en cuestión llevó el coche al taller que regentaba el padre de unos primos de la familia. La prima, que estaba allá, vio a El Rizos. La versión oficial del asesinato de Rafael Gomez era un manto de silencio. «¿Por qué lo hicisteis?». El agente, en una de las pocas ocasiones que habló sobre esta cuestión, balbuceó: «Se me escapó».


Fuente → nuevarevolucion.es 

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