¡Que viva la República!
¡Que viva la República! 
Arantxa Tirado

Arantxa Tirado escribe sobre la Segunda República y la necesidad de "reivindicación de un pasado de lucha imprescindible para sentar las bases de una futura forma de gobierno más democrática".

 

El mes de abril ha vuelto a poner a la Casa Real española en el foco informativo. A la cobertura mediática de la segunda visita a España de Juan Carlos I para participar en una regata deportiva, ha seguido la publicación de un adelanto editorial donde se afirma que el emérito habría tenido una hija fuera del matrimonio. Un hecho que, verdadero o no (la persona señalada lo ha desmentido), tampoco sería nuevo en la figura de Juan Carlos ni en la de su estirpe, por otra parte. Mientras, su hijo legítimo y heredero de la Corona, Felipe VI, trata de salvar a la institución desligándola de quien, durante décadas, se nos presentó como indisociable representante de la continuidad monárquica. En una España poco entusiasta con la restauración monárquica perpetrada por el franquismo, la construcción del mito del juancarlismo, una supuesta variante popular y campechana de ser monarca, se usó para justificar la imposición monárquica que llegó con el paquete de la Transición y tapar las tropelías del rey durante décadas.

También en abril, concretamente el día 14, se cumplieron 92 años de la proclamación de la Segunda República, un aniversario que nunca ha suscitado el mismo interés que las visitas del emérito para los grandes medios. De hecho, la fecha pasó relativamente desapercibida para la mayoría de la población que ve con una mezcla de indiferencia y desconocimiento un hecho histórico que se atisba demasiado lejano. A pesar de que no nos separan tantas generaciones, pues muchos de nuestros mayores tuvieron la fortuna de vivirla, la débil memoria histórica existente en España no le ha dado a este momento determinante en la historia reciente el lugar que tendría en cualquier otro país de nuestro entorno.

Cuando se viaja por Europa se comprueba cómo la lucha antifascista es objeto de conmemoración y orgullo. Son numerosas las calles, placas, monumentos y recuerdos, casi en cada rincón de cualquier ciudad o pueblo de Francia o Portugal, por poner dos ejemplos de países vecinos, que reivindican la memoria de las víctimas del nazismo y del fascismo. También se honra el heroísmo de quienes lucharon contra la ocupación nazi o la dictadura de Salazar. No hay equidistancia posible ante el fascismo y las dictaduras que se instauraron bajo su inspiración, como la dictadura franquista.

Este hecho sorprende a quienes venimos de un lugar donde, más de cuarenta años después de vivir en un régimen supuestamente basado en valores democráticos, todavía los nombres de las calles y monumentos honran a quienes se levantaron contra la democracia republicana. Es triste constatarlo, pero se podría afirmar, sin temor a equivocarse, que se han hecho más homenajes institucionales a los luchadores republicanos antifranquistas en Francia que por parte de nuestras autoridades gubernamentales en toda la reciente democracia española.

Cuatro décadas de franquismo, que arrasó con cualquier legado que pudiera quedar del más radical intento de democracia de nuestra historia, con tintes claramente revolucionarios protagonizados por las masas obreras y campesinas organizadas, explican la intencionada amnesia española. La Transición posterior que reconvirtió al franquismo en el régimen del 78 remató la faena. El PSOE, que gobernó de manera hegemónica entre 1982 y 1996, no quiso “reabrir heridas” –en vocabulario de quienes no entienden todavía lo que implican los necesarios procesos de memoria, justicia y reparación tras las dictaduras– y miró para otro lado, borrando su memoria y sacrificando a sus propios muertos. Con ello apuntaló un revisionismo histórico que se ha hecho cada vez más fuerte y que acaba acusando a la Segunda República de ser la responsable de un golpe de Estado presentado como necesario para poner fin al supuesto caos al que la llevaron anarquistas, socialistas y comunistas.

De poco han servido los tímidos intentos del PSOE posterior aprobando sendas leyes de memoria histórica y memoria democrática, cuestionadas por su insuficiencia por la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Las bases para la deslegitimación de la lucha antifranquista y la justificación de la dictadura ya están arraigadas. En estos tiempos de involución ideológica, que tiene mucho que ver con esa labrada amnesia, sostenida en la impunidad de todos los crímenes del franquismo, es difícil que las jóvenes generaciones no politizadas dimensionen la importancia que tuvo la Segunda República en la historia política española.

También es prácticamente una quimera que entiendan su derrocamiento como un acto más que conecta con la historia de finales abruptos que han tenido todos los intentos democratizadores o liberalizadores en España. Una historia donde los periodos conservadores han sido mayoritarios, quizás no tanto por falta de voluntad popular o de élites ilustradas que empujaran en otro sentido sino por la imposición autoritaria de unas clases dominantes reaccionarias hasta la médula.

Esas mismas clases dominantes, que se reforzaron y ampliaron durante la dictadura franquista, cuentan con herederos políticos que hoy tergiversan la historia de España. Son los vencedores de una guerra, en realidad, de todas las guerras que han iniciado contra la voluntad democrática de las masas, gracias a lo cual han logrado una cuestionable acumulación de riqueza y poder desde tiempos seculares. No contentos con ello, nos han querido arrebatar nuestra memoria de lucha, inoculando entre los vencidos la idea de que tratar de construir otro sistema económico, político y social es algo imposible en este territorio llamado España. Han borrado de la historia, o vilipendiado, a quienes intentaron hacerlo mientras ensalzan a los opresores, incluyendo a quienes fueron a desangrar y sojuzgar otros pueblos en América con gestas imperiales parapetadas en discursos civilizatorios.

Sobrevive la memoria de la República

Pero, por fortuna, el hilo rojo de la historia discurre, a veces de manera subterránea, como el Guadiana. El pasado 14 de abril, a pesar de todo, en muchos lugares de la geografía peninsular e insular, jóvenes y no tan jóvenes siguieron defendiendo la memoria de lucha y dignidad que cristalizó en la Segunda República. Pero no como un ejercicio de nostalgia y romanticismo hacia un periodo idealizado sino como reivindicación de un pasado de lucha imprescindible para sentar las bases de una futura forma de gobierno más democrática, que debe acabar con el carácter hereditario de la jefatura del Estado. No es un escenario fácil para las fuerzas republicanas pues la monarquía y el juancarlismo son el puntal sobre el que se erige buena parte del régimen del 78 y este todavía goza de amplios consensos entre la clase dirigente.

Sin embargo, quien crea que distanciándose del legado del emérito puede salvar a una institución anacrónica que, en pleno siglo XXI, impide a los ciudadanos elegir a quiénes los representan en las instituciones, no ha entendido nada del mundo en el que vive y, mucho menos, de aquel que está por venir. Tomando en consideración lo sucedido con el emérito, no sería descartable que algunos de los acérrimos monárquicos felipistas de hoy acaben sacrificando a la misma institución si así lo exigen las necesidades del futuro. Veremos.


Fuente → lamarea.com 

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