Los madrileños sicarios del Rey Feló
Los madrileños sicarios del Rey Felón
Arturo del Villar

 

Es indignante que Madrid célebre como héroes a los ignorantes engañados por los curas y frailes que se opusieron al buen rey José I Bonaparte, y defendieron al tarado y criminal Fernando VII de Borbón. El ejército del emperador francés Napoleón Bonaparte entró en España autorizado por el rey Carlos IV de Borbón aconsejado por Manuel Godoy, todopoderoso favorito en el Gobierno y las camas del imbécil monarca y su golfísima esposa María Luisa de Borbón Parma. El favorito, proclamado ya príncipe de la Paz, generalísimo de los ejércitos y almirante de España y las Indias con tratamiento de alteza serenísima, aunque para el pueblo siempre fue El Choricero, esperaba utilizarlo en su beneficio: los franceses ocuparían Portugal y le entregarían el Sur del país a él como príncipe de los Algarves. Por lo tanto, no hubo invasión francesa sino una invitación para atravesar el país. Pero Napoleón tenía sus propios planes de conquista.

Carlos IV no podía reinar en España, ya que nació en Nápoles, y la Ley Sálica vigente prohibía ocupar el trono a los príncipes nacidos fuera de España. Las Cortes obviaron la legalidad debido a que el primogénito de Carlos III era subnormal profundo, por lo que se proclamó sucesor al segundo hijo, que simplemente era tontiloco, algo hereditario en la dinastía desde Felipe V. Empezó a reinar en 1788, recién cumplidos los 40 años de inutilidad.

El pueblo español está siempre aborregado y sumiso a sus reyes, aunque algunas veces se harta de sus canalladas y desvergüenzas. Así lo hizo el 17 de marzo de 1808, al amotinarse en Aranjuez, en donde se hallaba la Corte, para exigir la destitución del detestado Godoy. El rey se acobardó y dos días después abdicó en su hijo Fernando, que pasó a ser el monarca séptimo de ese nombre. Sin embargo, ese traspaso de poderes era nulo al no estar avalado por las Cortes.

Suponían los amotinados ingenuamente que el príncipe sería mejor rey que su nefasto padre, porque no lo conocían. La historia iba a demostrar que Fernando VII era el más perverso de los borbones, inútil como gobernante, un criminal que ordenó matar a civiles y militares opuestos a su absolutismo. Inicialmente se le apodó El Deseado, pero después fue conocido por los apodos de Narizotas y Tigrekán.

Fernando hizo su entrada triunfal en Madrid como rey el día 24, vitoreado por un pueblo feliz por haberse librado del trío repulsivo. Sin embargo, el mariscal Murat, lugarteniente de Napoleón, que había llegado a Madrid dos días antes, no le dio el tratamiento de rey. Esto inquietó a Fernando. Por si fuera poco, el presunto ex-rey Carlos IV escribió a Murat para explicarle que la abdicación carecía de validez, porque había sido forzada. Por su parte, María Luisa le dirigió otra carta, asegurándole que sólo deseaba “se nos dé al rey mi marido, a mí y al príncipe de la Paz con qué vivir juntos todos tres en un paraje bueno para nuestra salud”. El mariscal informó al emperador de las disputas que tenían el hijo y sus padres, o al menos su madre, ya que la paternidad de Carlos IV resultaba mucho más que dudosa. Al desconocer la extraña psicología del pueblo español, supuso Napoleón que toda la población se sentiría muy feliz de librarse de la corrupta dinastía borbónica, y puso en marcha un plan para conseguirlo.

Propuso a Fernando que acudiera a Bayona para conferenciar con él, lo que entusiasmó al estúpido monarca, y se apresuró a obedecer, al suponer que esa entrevista significaba el reconocimiento de su dudosa condición de rey de España. Previamente el 5 de abril ya había hecho el viaje el infante Carlos, supuesto hijo de los reyes, y el 10 lo inició Fernando, pese a los consejos de sus cortesanos, que le advertían sobre los peligros de abandonar el reino, pero Narizotas nunca hizo caso de consejo alguno.

El mariscal Murat envió a Bayona a Godoy, quien llegó el 26 de abril, y el 30 lo hicieron Carlos y María Luisa. En las primeras horas de la mañana del 2 de mayo abandonó Madrid con el mismo destino la infanta Luisa, ex-reina de Etruria. Poco después debía partir el infante Francisco de Paula, hijo de María Luisa con seguridad, apodado en palacio “el del abominable parecido”, por ser el retrato en pequeño formato de Godoy. Las Cortes de Cádiz le privaron de la condición de infante al considerarle hijo adulterino de la reina. Al subir a la carroza se echó a llorar, lo que motivó que el ignorante pueblo de Madrid se amotinasen contra los franceses al grito de “¡Que se los llevan!”, y comenzará así la guerra mal llamada de la independencia, porque sirvió para que España quedará sometida al absolutismo despótico del tirano asesino Fernando VII de Borbón.

El final de la dinastía

Ante el emperador de Francia los dos presuntos reyes e España se acusaron mutuamente de deslealtad, culpándose de las mayores fechorías. Aquel mismo día 2 de mayo de 1808 en que el pueblo de Madrid se amotinó contra los franceses, Carlos IV en Bayona confirmaba al emperador que su abdicación era nula, ya que le fue impuesta por la fuerza. En consecuencia, recuperaba la Corona. Al día siguiente cedió a Napoleón sus derechos al trono de España y las Indias.

El 3 de mayo salió para Bayona el infante Antonio, a quien su sobrino Fernando había nombrado presidente de la Junta de Gobierno encargada de regir el país durante su ausencia. Esta Junta no tomó ninguna decisión, porque ignoraba quién tenía la potestad de ordenar, dada la confusa situación dinástica.

El día 6 Fernando renunció a sus derechos a la Corona de España, a favor de su presunto padre. Por lo tanto, Napoleón era el único legitimado para ser rey de España, pero el día 10 resignó en su hermano José el cargo. Todo se llevó a cabo en la más estricta legalidad, y por si fuera poco, el día 12 renunciaban a sus derechos como infantes Fernando, su hermano Carlos y su tío Antonio. Los tres se retiraron con su séquito al castillo de Valençay, al que llegaron el día 18. El pleito dinástico quedaba así resuelto con absoluta legalidad, y España se libraba de una dinastía tarada que solamente le había dado disgustos.

A comienzos del siglo XIX el pueblo español era mayoritariamente analfabeto y le dominaba un fanatismo idolátrico. En esa época no existían los sindicatos, y no se había difundido la conciencia de clase. El poder estaba compartido por el altar y el trono, apoyados recíprocamente para mantener sus privilegios seculares. El tribunal llamado del llamado Santo Oficio de la Inquisición constituía el más claro exponente de esa alianza. Las noticias que llegaban de Francia a partir de 1789 producían el mismo desasosiego a los dos estamentos.

Los revolucionarios habían abolido la religión cristiana, sustituida por el culto a la diosa Razón. Muchos clérigos perdieron la vida por el simple hecho de serlo. El Imperio no mejoró las relaciones con la Iglesia, porque Napoleón limitó sus privilegios. Además, quitó al papa Pío VII sus poderes como rey de Roma. Los obispos, los curas y los frailes españoles tenían que hacer cuanto estuviera en su mano para impedir que el trono de España lo ocupase Napoleón o alguien designado por él.

Aquel año histórico de 1808 la deuda pública española ascendía a siete mil millones de reales, por causa de los derroches de los reyes y de la pésima administración de sus gobiernos.

Napoleón quiso dotar a España de una Constitución, la primera que iba a tener, porque al absolutismo de los monarcas había hecho innecesario hasta entonces ese acuerdo entre el poder y los ciudadanos que es una carta magna. Así que convocó en Bayona a una serie de notables españoles, cuyo número varió durante las sesiones, pero se estima que fueron 93, para que elaborasen el primer texto constitucional español, entre el 15 de junio y el 7 de julio de 1808.

El texto resultante fue todo lo avanzado que era aceptable en la época, y significó la incorporación de España al mundo contemporáneo cuando se iniciaba una nueva era en la historia.

Napoleón designó rey de España a su hermano José el 10 de mayo, pero no hizo la proclamación hasta el 4 de junio. Finalizada la redacción de la Constitución, el 8 de julio las Cortes celebraron una sesión solemne, en la que José juró fidelidad al texto legal, y los diputados le juraron fidelidad como rey de España, con el nombre de José I. El nuevo rey dio a conocer los nombres de quienes integraban su primer Gobierno, compuesto por ocho secretarías. El ex–rey Fernando de Borbón se apresuró a enviar su felicitación al iniciador de la nueva dinastía.

La dignidad real

El día 20 entró en Madrid José I, el primer rey constitucional de España, entre la frialdad de la población, predispuesta contra el monarca por los clérigos. Tres días después se publicaba una real orden que amnistiaba a quienes tenían problemas con la Justicia, lo que delata su afán por congraciarse con el pueblo.

No fue posible el entendimiento. A José se le apodó El Rey Intruso, porque era francés. El inculto pueblo español desconocía que el primer Borbón que vino a reinar en Madrid, Felipe V, duque de Anjou, se había criado en Versalles a la luz de su abuelo Luis XIV, apodado El Rey Sol, el monarca más absolutista que ha habido en la historia europea. El acceso al trono de Felipe V le costó a España doce años de guerra que menoscabaron su ya decrépita economía, y la pérdida de parte de su territorio nacional y de sus dominios en Europa y una colonia en América. Felipe V era francés, no hablaba ni una palabra de castellano, desconocía la historia y la geografía de España, y padecía una neurosis incurable que transmitió a sus herederos.

El populacho engañado por los clérigos apodó Pepe Botella a José I, aunque era sobrio en todo, incluida la bebida. Otro apodo que se le impuso fue Pepe Plazuelas, debido a que ordenó derribar varios conventos de los muchísimos que llenaban las calles de Madrid, para hacer plazuelas que facilitasen el paso de personas y carruajes. En vez de alegrarse de ver su ciudad engrandecida, los madrileños criticaron al rey. Claro está que los frailes desahuciados habían puesto el grito en el cielo, donde fueron menos escuchados que en la tierra.

José I aprobó leyes sociales en beneficio de la educación, de la sanidad y de la justicia, aunque no siempre fue posible cumplirlas, dadas las anómalas circunstancias de aquellos años. Intentó pacificar el país, enviando mensajeros con propuestas sensatas a la Junta Central Suprema que lideraba la insurrección desde Sevilla, y a algunas juntas provinciales, pero fracasó en su empeño.

Se opuso a la partición de España que intentó su hermano, quien deseaba incorporar al Imperio francés parte de Cataluña, Navarra y el País Vasco.

No pretendo hacer una campaña a favor de José I como rey de España. Estoy en contra de la monarquía, por tratarse de un sistema anacrónico en la actualidad, y perjudicial para los derechos humanos en cualquier tiempo. Pero en la España de 1808 resultaba impensable una República.

En las dos ocasiones, en 1808 y en 1869, en que se sustituyó la dinastía borbónica, que tenía demostrada su ineptitud para reinar, por otra que parecía reunir mejores condiciones, los reyes eran extranjeros, exactamente lo mismo que el primer Borbón que llegó a reinar en España. Con la diferencia de que tanto José I Bonaparte como Amadeo I de Saboya eran personas normales, sin taras, cultas y responsables.

Lamentablemente, la ignorancia del pueblo impidió que España se pusiera en 1808 a la hora de una Europa comprometida con los ideales de Revolución Francesa, y continuó sumida en el oscurantismo dirigida por la clerigalla más conservadora.

Los sicarios no son héroes

Ya es hora de poner fin a las mentiras propaladas por los historiadores de la más rancia derecha. El levantamiento de Madrid el 2 de mayo de 1808 no dio lugar a una guerra por la independencia, sino por la sumisión más atroz de la patria a un tirano sanguinario, un imbécil degenerado con todas las taras características de los borbones. Es un insulto considerar héroes a los culpables de que España padeciese primero una guerra que la esquilmó, y después una larga etapa de represión y muerte. Es una infamia que se les honre levantando monumentos a su memoria, dando su nombre a calles, erigiéndoles estatuas, y celebrando anualmente ese día como una fiesta.

Los héroes de Madrid son los ciudadanos anónimos que en la mañana del 20 de julio de 1936 asaltaron el cuartel de la Montaña, en donde se habían hecho fuertes los militares monárquicos sublevados, y a pesar de estar desarmados frente a las ametralladoras facciosas que los diezmaban, fueron capaces de tomarlo y así entregar armas al pueblo para que defendiera su libertad.

Los héroes de Madrid son los ciudadanos anónimos que no se acobardaron cuando el Gobierno presidido por Largo Caballero ordenó la evacuación de todos los funcionarios a Valencia, el 6 de noviembre de 1936, por suponer que al día siguiente la capital sería tomada por los rebeldes, superiores en armamento y tropas. Los madrileños gritaron “¡No pasarán!”, y mantuvieron a los sublevados a las puertas de la ciudad hasta el 28 de marzo de 1939, supliendo con valor la falta de armamento, y con coraje la escasez de alimentos. Y cumplieron su compromiso con la libertad, porque no se rindieron: Madrid tuvo que ser traicionada desde dentro para que los facciosos pudieran pisarla.

A estos ciudadanos no se les levantan monumentos ni se pone su nombre a las calles que defendieron, y sin embargo son el ejemplo más cumplido del heroísmo popular. La fiesta oficial de Madrid debe celebrarse el 7 de noviembre, cuando el pueblo abandonado por sus dirigentes políticos se plantó ante los sublevados y gritó “¡No pasarán!”, ese grito que debemos hacer nuestro, no sólo para honrar a los héroes, sino para fortalecer nuestra resistencia al enemigo secular, el altar y el trono.


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