Esto es lo que comían nuestros abuelos en la posguerra: las recetas de los años del hambre
Esto es lo que comían nuestros abuelos en la posguerra: las recetas de los años del hambre / Henrique Mariño

Cuando los alimentos escaseaban, el principal ingrediente de las recetas fue el ingenio, aunque en las ollas se guisaron desde hierbas para bestias hasta animales salvajes.

Cuando España pasó hambre, el rugido de las tripas espoleó la imaginación y la picaresca. Franco establecía en 1939 el régimen de racionamiento para los alimentos de necesidad, proliferaba el estraperlo y en el mercado negro se disparaban los precios de algunos productos básicos, como las patatas, cuyo precio llegó a aumentar un 647%.

Durante los años del hambre, el principal ingrediente de las recetas fue el ingenio. Las mujeres sustituyeron algunos alimentos por otros para seguir sirviendo en la mesa un plato aparentemente similar, aunque tuviesen que renunciar a ciertos olores y sabores. En los pucheros cabía de todo, desde hierbas para bestias hasta animales, salvajes o domésticos, vetados en los fogones.

Los tratados gastronómicos burgueses ofrecían preparaciones suculentas. Sin embargo, muchos de sus ingredientes no estaban al alcance de las familias humildes. En el único recetario de la época que tuvo en cuenta la escasez, Cocina de recursos (Deseo mi comida), publicado en 1941, Ignacio Domènech recoge dos ocurrentes propuestas.

Los sucedáneos eran frecuentes. En vez de cacao, chocolate de algarroba. A falta de café, achicoria, higos, malta, garbanzos, cebada o cáscaras de cacahuete tostadas. Los periódicos anunciaban la venta de "leche pura" porque solían adulterarla, como el vino o el aceite, un bien preciado y caro, al igual que la carne y el pescado, inaccesibles para tantos.

El pan negro, de centeno o avena, era la alternativa al elaborado con la codiciada harina de trigo, aunque para simular su color blanco se recurrió a la molienda de altramuces o garbanzos. Quizás fuese más oscuro el de castañas, abundantes en el norte, como el maíz, base de la omnipresente borona. También se usó la cebada en tiempos del "menos Franco y más pan blanco".

Lo dicho: el forraje pasó a ser devorado por las personas, que no le hicieron ascos a las almortas, bellotas, hierbas y demás alimentos para el ganado, cuya carne era vendida y, con suerte, en casa se quedaban la manteca, el tocino y los chorizos. En algunos lugares desaparecieron perros y gatos, mulos y burros pasaron por caballos, y lechuzas y ratas se precipitaron en la olla, de ahí el gato por liebre.

Portada del libro 'Las recetas del hambre', de David Conde y Lorenzo Mariano. Crítica
 

Migas, sopas, gazpachos, caldos, potajes, tortillas, gachas y guisos lavados figuran en Las recetas del hambre. La comida de los años de posguerra (Crítica), donde los antropólogos David Conde y Lorenzo Mariano recuperan la cocina de subsistencia, una excusa para hablar de una época, de un país y de sus gentes.

El franquismo y el uso político del hambre

"Queríamos rescatar el patrimonio íntimo de las alacenas", explica Lorenzo Mariano, empeñado en rebatir la propaganda franquista que planteaba el hambre como consecuencia de la falta de moral de los rojos, vencidos y famélicos. "El régimen no solo la negó, sino que la identificó con quienes habían perdido la guerra civil: una visión vergonzante del hambre que afectaba a unos pocos".

Los autores los convierten, en cambio, en vencedores. "Frente al ostracismo, queremos recordar las iniciativas comunitarias de resistencia, del reparto de comida y de la inventiva en condiciones muy precarias", añade el coordinador de relaciones con Iberoamérica de la Comisión Internacional de Antropología de la Alimentación y Nutrición (ICAF). "El libro, ilustrado por José Carlos Sampedro, revitaliza el pasado y lo llena de memoria".

David Conde denuncia "el uso político del hambre como forma de represión de baja escala, pero igualmente efectiva", castigando a los derrotados a través de las cartillas de racionamiento o de la falta de trabajo. En realidad, cabría hablar de hambruna, que el antropólogo sitúa sobre todo en el sur de España. "El latifundio es el elemento central de la pobreza más extrema, porque los braceros no tenían la posibilidad de acceder a los alimentos, al contrario que los campesinos y pequeños propietarios del norte".

Despacho de pan con cartillas de racionamiento en Madrid, en 1940. Archivo
 

De hecho, cree que había una mayor diferencia entre el minifundio y el latifundio que entre el campo y la ciudad. Apunta, como rémoras, a un paro elevado, a la inestabilidad del trabajo, a los salarios míseros y a "la mezquindad de los latifundistas" en un contexto de inflación desbocada. Una situación extrema en la que todo era susceptible de ser comible, rompiendo el tabú y hasta el límite del envenenamiento. 

Desde lagartos hasta cigüeñas

"Quienes contaban con recursos básicos intentaron no consumir alimentos ajenos a su cultura, cambiando unos ingredientes por otros. Sin embargo, hubo quien llegó a comer casi cualquier cosa, sobre todo en las zonas jornaleras de Extremadura y Andalucía, desde lagartos hasta cigüeñas, pasando por serpientes o ratas, como sucedió en la Albufera valenciana", enumera David Conde.

Las sociedades, cuando se sientan a la mesa, recrean cultura y hablan de quiénes somos, explica Lorenzo Mariano, quien razona que, ante la falta de un bocado que llevarse a la boca, deben engrosar el espectro de lo comestible. "Una coyuntura que genera tensión, porque tienes que comer cosas que te alejan de tu identidad, pero sin apartarte demasiado, porque de lo contrario nos convertiríamos en animales. Hay fronteras, aunque a veces se sobrepasaron", reconoce Mariano.

Así, un padre extremeño desenterró un cerdo con triquinosis y, tras comérselo, su familia enfermó y dos de sus hijos fallecieron, relatan en el libro. No fue un caso aislado en la región, donde los autores del libro empezaron a recabar testimonios hace una década, un trabajo de campo que se extendió a otras comunidades gracias a la ayuda de investigadores. "Fue tremendo, porque la gente comía animales muertos a sabiendas de que no era bueno para la salud", se lamenta Conde.

Ilustraciones del libro 'Las recetas del hambre' (Crítica). José Carlos Sampedro
 

"Muchos niños de las familias más humildes, que eran la mayoría, salían al campo a comer todo lo que pillaban: liones, culeros, hinojos, espárragos crudos, setas, aceitunas pasadas y arrugadas", describe un entrevistado. "Había tanta hambre en aquellos tiempos que, cuando llovía, en otoño, y las hormigas sacaban las reservas de grano que habían juntado durante el verano para que se secaran de la humedad, la gente de mi pueblo, los que éramos más pobres, íbamos a recoger ese grano para triturarlo y así poder comer algo".

"Las recetas son trampantojos"

David Conde recuerda que la bellota, destinada a los animales, en épocas de penurias sustituyó al tocino en las migas y a la almendra en los polvorones. "Las recetas son trampantojos, porque a través de ellas degustamos vidas", afirma Lorenzo Mariano, quien considera que Las recetas del hambre repara un déficit, pues "los académicos hablan mucho entre ellos, aunque poco con la sociedad".

Por ello, han diseñado el libro para fomentar el diálogo intergeneracional entre nietos y abuelos. "Después de tantos sufrimientos, los mayores no tiran la comida y veneran el pan, pero los jóvenes no se imaginan que la gente pasase hambre y llegase a morir de inanición", explica Mariano, quien recuerda que las mujeres, encargadas de repartir la comida, les daban la mejor parte a los maridos y se sacrificaban por sus hijos.

"Decían que ya habían comido o que no tenían hambre. Lógicamente, mentían, en un ejercicio de generosidad. Ellas son las nuevas heroínas, porque cocinaban con lo que hubiera y se quedaban con la peor porción", concluye el antropólogo, quien señala que las cartillas de racionamiento no se suprimieron hasta 1952, aunque los años más duros fueron entre 1939 y 1942, además de 1946.

Los cereales y las legumbres, incluidos en el recetario, quitaron mucha hambre, a pesar de que en ocasiones fuesen casi el único ingrediente del plato. Así, el arroz podía rehogarse solo con ajos, de ahí sus singulares denominaciones: arroz soltero, arroz de Franco o arroz por cojones. Ahora bien, para nombres, el que se cita en este testimonio:

"Dice mi padre que a veces, al preguntar que qué había para comer, mi abuela les decía: arroz. ¿Arroz con qué?, preguntaban los niños. Arroz con pena, contestaba ella. El arroz con pena no era ni siquiera arroz, era trigo machacado, con agua y unos ajos…" 
 

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