Christine y los bebés robados
Christine y los bebés robados
Miguel Usabiaga

En la cárcel de Saturrarán desaparecieron más de cien niños que fueron entregados en adopción a familias adeptas al régimen. Amenazaron a la madres si contaban algo

Hemos tenido el privilegio de acompañar durante unos días a Christine Martínez-Médale, compartiendo la presentación de su libro “La maleta de mi madre”, editado por “El mono libre”. Christine nos ha dejado una profunda huella, por su personalidad, dulce, abierta, encantadora, y por la cruda historia que contaba. Christine es hija del que fuera vicesecretario general del PSOE en el exilio, José Martínez de Velasco, mano derecha de Rodolfo Llopis, secretario general de los socialistas hasta la toma de la organización, en el Congreso de Suresnes, por Felipe González, Alfonso Guerra, y el grupo sevillano, a quienes Christine llama en su libro “jóvenes lobos del interior”, y a quienes no guarda ningún afecto, por la manera en que trataron a los veteranos. Su padre no siguió al grupo mayoritario y se mantuvo en el que se llamó PSOE histórico, que se presentó a las primeras elecciones democráticas, sin éxito. Christine vino para asistir a un homenaje que le brindaron en el pueblo guipuzcoano de Mutriku, donde estuvo la prisión de mujeres de Saturrarán, y donde penó su madre.

Existe un patrón muy extendido entre familiares de quienes han sufrido grandes penalidades y represión, el del silencio. El patrón de no querer hablar, para no traumatizar a los hijos con esa experiencia de dolor, para no lastrar la vida, el porvenir limpio de los jóvenes. También por miedo a la represión, que siguió en España durante 40 años. Es el caso de Christine, a quien su madre nunca contó nada sobre la cárcel, tampoco de la guerra, ni de la República. A pesar de que era una militante comunista, detenida en 1935 junto a su hermano Mariano por pegar carteles del PCE; a pesar de haber estado en el frente de Somosierra como miliciana.

Conchita, su madre, cuando consigue juntarse con su esposo José, abandona su perfil militante y se pliega a la vida doméstica. Han sido nueve años de separación en los que José, que terminó la guerra como Comandante y que consiguió salir de Alicante a bordo de Stanbrook, estuvo en campos de trabajo en Argelia, construyendo la faraónica e inacabada obra del ferrocarril transahariano. A los nueve meses del reencuentro nace Christine. Crece como una niña feliz, deseada, es el símbolo del triunfo del amor, del futuro, por encima de la represión franquista, de las cárceles, que los han alejado. Cuando Christine toma conciencia de las cosas, pregunta a su madre por su papel en aquel otro tiempo, pero ella calla. A pesar de que en su casa se respira el compromiso antifranquista, la madre calla.

La maleta de los silencios reprimidos

Cuando fallece el hermano mayor de Christine, nacido antes de la guerra, cuidado por los abuelos en Madrid, y a quien considera inconscientemente depositario de la memoria familiar, Christine interroga con más intensidad a su madre. Su hermano ya no está y ha percibido en ella señales de que está perdiendo la cabeza. Ante su insistencia, la madre le dice que mire en la maleta donde su hermano fallecido guardaba sus papeles. Christine abre la maleta y se encuentra con un diario donde su madre cuenta su militancia comunista; su detención; su paso por la cárcel de Ventas, donde entró embarazada y donde dio a luz a su hijo Antonio; y su traslado a Saturrarán. Y el gran secreto: un día, impotente ante la elevada fiebre que tiene su hijo de dieciséis meses, lo lleva a la Enfermería de la prisión. Al día siguiente las monjas le dicen que ha muerto. Pero no le permiten ver el cuerpo, le dicen que ha recibido los santos sacramentos y que ya está camino del cielo. Para una presa no hay más camino que la resignación. Ni siquiera su hijo existe, pues no ha sido registrada su entrada en la prisión.

Christine no conocía absolutamente nada de eso. Cuando se recompone del impacto quiere saber más sobre las cárceles, sobre las mujeres presas, sobre su hermano. Obtiene los certificados de defunción y nacimiento del pequeño, pero en este último se encuentra con una sorpresa. Indica una fecha de nacimiento un año posterior a la de defunción. Eso sólo pude tener un sentido: legalizar una adopción. Así que la sospecha de que su hermano no murió sino que fue robado por las monjas, se convierte en una certeza para Christine.

La cárcel de mujeres de Saturrarán

En Saturrarán, en plena playa, Christine pudo ver la placa de recuerdo a la cárcel de mujeres, donde están los nombres de los presuntamente fallecidos, entre los que se encuentra su hermanito. Es el recuerdo que queda de la prisión, del balneario convertido en cárcel de presas republicanas tras la guerra civil. Por sus celdas pasaron más de 4.000 presas políticas, en edades comprendidas entre 16 y 80 años, desde 1937 hasta 1944, cuando se cerró. El penal tenía una capacidad de 700 plazas pero su población nunca bajó de las 1.500 internas. Aunque todas estaban presas por motivos políticos, en esos años de salvaje represión muchas no pertenecían a ningún partido y fueron encerradas por ser familiar de alguna persona políticamente significada; llegando a existir la acusación de «no haber sabido contener a sus hombres».

Las monjas de la orden de la Mercedarias custodiaron a las presas políticas de Mutriku con tanta crueldad que alguna monja, horrorizada, abandonó los hábitos

Según los datos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, en la cárcel de Saturrarán murieron 121 reclusas y 56 niños, tanto por los malos tratos que les infligieron las monjas de la orden de las Mercedarias, encargadas de la custodia de la cárcel, como por inanición, tifus y tuberculosis. Un testimonio recogido por el juez Baltasar Garzón en su Instrucción, que no consiguió rematar, es estremecedor, da cuenta de la desaparición de un centenar de niños: “Un día cuando las madres salieron al patio con sus hijos, las monjas les dijeron que los niños tenían que quedarse dentro, que iban a pasar un reconocimiento médico. Eran un centenar de niños. Cuando las madres volvieron los niños ya no estaban. Concepción, que no tenía hijos, quedó impresionada por las escenas de dolor y por los gritos de las madres que reclamaban a sus hijos. Amenazaron a las madres diciéndoles que callaran si querían conservar la vida”. Estos niños fueron dados en adopción a familias adeptas al Régimen franquista.

El penal contaba con tres edificios que se utilizaron para diferenciar los pabellones de presas: uno para las madres, otro para las ancianas y un tercero para las jóvenes. Las reclusas, hacinadas, disponían de un espacio de apenas medio metro de ancho para dormir, donde extendían sus petates de hojas de maíz. Varias monjas y un sacerdote se encargaban de mantener el orden interior de la prisión y para la custodia había un destacamento militar de cincuenta soldados. La superiora fue sor María Aranzazu Vélez de Mendizábal, que destacó por su crueldad. Las internas la apodaron «Pantera blanca». Casi todas las religiosas se significaron por el celo y crueldad con las que ejercieron la vigilancia. Hubo incluso quien viendo aquel comportamiento abandonó los hábitos de la orden. En 1944 se clausuró la cárcel. Los edificios fueron cedidos a la Iglesia para su uso como seminario, y se demolieron en 1987.

Christine regresó a Toulouse, donde vivió su familia la parte final del exilio y donde ella se quedó. Se despidió convencida de que su hermano robado vive, y que lo encontrará. Los bebés robados son una causa sin resolver de la democracia, quizá la asignatura pendiente de la memoria democrática. En Argentina fueron muy diligentes para ajustar las cuentas en este asunto, que ellos también padecieron. La democracia argentina creó un banco genético que permitió encontrar a centenares de niños robados con sus padres biológicos. Christine sigue luchando por ello aquí, con nosotros.


Fuente → mundoobrero.es

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