Un museo para todas las milicianas
Un museo para todas las milicianas

El golpe de Estado de 1936 amputó la punta de lanza del feminismo. Las mujeres que se habían alistado en la milicia fueron violadas y tiradas en la cuneta. Algunas escaparon al exilio, otras regresaron en silencio. Un gran proyecto, un museo virtual, ambiciona recuperar su memoria. 

Nuria Palacios nunca supo que su abuela Crescen fue miliciana. La combatiente se lo calló cuando regresó con su bebé a Orbaitzeta, casi al finalizar la guerra, para regentar la fonda familiar. La documentación no miente. La joven Crescencia Almeida Erro se presentó voluntaria, a sus 21 años, para formar parte de las Milicias Vascas Antifascistas. Era agosto de 1936.

Un mes después, la destinaron al Batallón CNT Número 3, el Isaac Puentes, a la sección de transmisiones. De ahí, al Batallón Número 11 del Ejército de Euskadi. Caído el frente, pudo ser evacuada en 1937. Continuó luchando en Barcelona, donde nació su único hijo, fruto de su amor con otro republicano.

Milicianas y milicianos durante los primeros meses de la guerra.

El historiador Aitor Garjón, que había reunido toda esa documentación, tocó la puerta de la casa natal de Crescen en busca de sus familiares. Se encontró con el silencio. Los nietos no sabían nada. Tras la sorpresa inicial, reconocieron que ‘les encajaba’ que Crescen hubiera sido miliciana libertaria. «Era una persona atípica para la situación que le tocó vivir. Chocaba con las costumbres del pueblo. Muy abierta. Cuadraba con su ideología, con lo que hacía y leía. Era un pasado coherente con lo que había sido», precisa Nuria.

La explicación que se ha dado a sí misma la familia sobre este silencio es que tuvo que callar por miedo. Crescen no tenía reparos en contar sus aventuras con el estraperlo, pero de la milicia, nada. «Mi abuelo se exilió y ella se quedó sola con el hijo, llevando la fonda y cuidando a sus padres. Quizá primero tuvo miedo a la represalia a que le quitaran su hijo, como les sucedió a otras, y luego se lo siguió callando. Seguramente le llegaron historias de compañeras y le pareció lo más seguro».

 
Las milicianas recibieron instrucción militar, aprendieron a disparar y ejercieron como mensajeras y enlaces.

Que las milicianas no cuenten su pasado, aun cuando no han roto con las ideas que profesaron, constituye una reacción recurrente. Gonzalo Berger y Tania Balló se han encontrado con este silencio una y otra vez. Berger y Balló tienen entre manos un proyecto de magnitud descomunal: recuperar la memoria de todas estas combatientes. Lo han llamado Museo Virtual de la Mujer Combatiente. Tienen localizadas ya a 3.400 milicianas. De unas se conoce bastante, hay imágenes, se saben de algunas de sus hazañas y, sobre todo, de sus terribles tragedias. De otra gran parte, apenas nada. Ni la fosa donde están.

Las milicianas, las combatientes republicanas, fueron un quebradero de cabeza durante la guerra y después de ella, a juicio de Balló. «Sabían que tenían una generación de mujeres que habían tocado, cuando no vivido, el sueño de libertad. Eran mujeres empoderadas, politizadas. Debían controlar eso, inducirles la culpa y el miedo». Así, a través de herramientas como la religiosidad exacerbada, la represión y la miseria las recluyeron de nuevo al hogar, empujaron a las supervivientes a callar su heroísmo y hasta a avergonzarse de él.

 
Una miliciana libertaria asiste al funeral de una compañera.

«Destruir a todas estas mujeres fue fundamental para la lógica del régimen. El franquismo parte de una idea de control social que pasa por el control moral de la mujer. Para poder tener ese control, la actitud de la mujer debe ser sumisa. Ese papel de relegar a la mujer lo ejercerá de una forma impecable Pilar Primo de Rivera, que se mantiene al lado de Franco, liderando la Sección Femenina, durante 40 años, de forma inalterable», explica la investigadora.

A diferencia de lo que sucedió con la familia de Crescen, donde el pasado de la miliciana al menos «encaja» con el carácter, en otras ocasiones, la familia no se lo puede creer. «Hemos dado con muchísimos casos –prosigue Berger– de los que teníamos documentación inapelable, con registros, con el carné. Le hemos preguntado a un hijo, a un sobrino, a un tío: ¿Eres familia de…? Sí. ¿Era miliciana? No, imposible. Lo hubiera contado».

 
Existe abundante documentación gráfica de mujeres en el frente, de mujeres combatiendo en montes de Asturias y zonas por determinar, pero la definición de las imágenes es escasa y resulta muy complicado, cuando no imposible, identificarlas.

Las milicianas vascas

El Museo Virtual de la Mujer Combatiente –al que se accede tecleando este nombre en el buscador o en la dirección mujeresenguerra.com– dispone de un mapa del Estado español que indica, según lugar de nacimiento o de residencia en 1936, de dónde provenían estas mujeres. Desde ahí se accede a las fichas individuales con todo lo que se ha podido reunir sobre ellas.

Durante la guerra de 1936, hay dos grandes puntos de reclutamiento de mujeres combatientes: Madrid (1.275 milicianas) y Barcelona (1.196). El tercer territorio con mayor número de milicianas es la Comunidad Autónoma Vasca, con 240. Otras 11 mujeres que vivían en Nafarroa el día que el fascismo se alzó en armas, acabaron enrolándose en alguna milicia.



No todas las combatientes cayeron en el olvido a causa de su muerte o de su enmudecimiento. Las hay inolvidables. La más popular de las combatientes vascas quizá sea Casilda Soledad Hernáez, conocida simplemente como Kasilda. Txalaparta publicó su biografía en 2012. Falleció en Donibane Lohizune en 1992. Kasilda ni se arrepintió ni calló.

Nacida en Zizurkil en 1914, la libertaria Kasilda se destacó por su implicación en la llamada revolución de 1934, centrada en Asturias y Catalunya, pero con seguimiento en Hegoalde. Fue famosa, además, por escandalizar a su mojigata ciudad paseándose desnuda por la Zurriola.



Tras el golpe de Estado, defendió Donostia e Irun, hasta que, tras la rendición del Fuerte de San Marcial, escapó atravesando la muga. Pero Kasilda decidió volver. Entró por Catalunya y se incorporó a la columna Ortiz, en el frente de Aragón. Ascendió a teniente 153ª Brigada Mixta.

Junto con su pareja, Félix Likiniano, el anarquista que talló el anagrama de ETA, se exilió al Estado francés cuando perdieron aquella guerra. No pudo, sin embargo, escapar del horror. Pasó por los campos de refugiados de Argelès y Gurs antes de instalarse en Burdeos, donde su piso jugó un papel fundamental para los refugiados vascos y la resistencia contra los nazis.

Será, precisamente, la defensa de Donostia uno de los puntos donde aparecen numerosas milicianas vascas. Muchas murieron en esos primeros combates de la peor de las maneras. En el monte Pikoketa cayeron en manos de requetés navarros Mercedes López Cotarelo (16 años) y Pilar Valles Vicuña (18). Según cuenta el propio Berger en su libro ‘Milicianas. La historia olvidada de las combatientes antifascistas’, donde vuelca sobre papel –con precisión y cariño– algunas de las historias que almacena el Museo Virtual de la Mujer Combatiente, Mercedes y Pilar fueron «violadas, mutiladas, asesinadas y enterradas en una fosa común».



No fue asunto del azar que estas jóvenes tuvieran este final horrible, tan salvaje, sino algo sistematizado. Ahí queda el discurso radiado por el general Queipo de Llano, uno de los más sanguinarios, donde indica a los suyos qué hacer en caso de capturar a alguna combatiente. «Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen».

De algún modo, de este veneno que lanza Queipo de Llano se puede destilar una verdad. Aquellas combatientes eran mujeres diferentes, eran mujeres como no se habían visto antes. La irrupción de milicianas en las filas del bando republicano fue un fenómeno sin duda novedoso a nivel mundial y que, por supuesto, no se replicó en el Ejército contrario. Nacía, en gran medida, de un proceso de empoderamiento de la mujer que en el Estado resultaba muy reciente.

En 1931 se había permitido, por vez primera, que mujeres se presentaran a las elecciones en el Estado español. Tres superaron el filtro: Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken. Dos años después, se reconoció el derecho a voto a todas las mujeres.



Ni mucho menos todas las mujeres estaban politizadas, la tasa de analfabetismo era bestial y el machismo suponía una losa demasiado pesada. Pero aquí y allá brotaban mujeres libres, adelantadas, capaces, brillantes. Ejemplo de esto es otra donostiarra, de ascendencia alavesa, injustamente olvidada en su tierra: Gavina Viana Viana.

Viana sabía leer y se manejaba tan bien en la oratoria que se presume que no debía provenir de un estrato social demasiado humilde, según las investigaciones de Berger. Abandonó Euskal Herria antes de la guerra, aunque no mucho. En 1933 ya se la puede ubicar en Catalunya, a donde arribó probablemente debido a su militancia socialista. Ese año le entrevistaron en el periódico ‘La Rambla’, donde confesó que era euskalduna de nacimiento y se estaba esforzando entonces por dominar el catalán.

Viana pertenecía al Partido Socialista y lideraba su sección femenina. Militante muy activa, la prensa dio cuenta de varios de sus mítines y la elogiaba como una gran oradora. Esta donostiarra cargaba contra el clero y los caciques, por los derechos de las mujeres y en favor de la lucha de clases.

 
Esta imagen pertenece al carné de Casilda Hernáez, la miliciana vasca más referencial.

El 30 de julio de 1936, dos semanas después de que Mola proclamara el golpe de Estado desde Iruñea, en Barcelona nacían las Milicias Femeninas Antifascistas de Catalunya. Estas milicias quedaron divididas en siete secciones (Política y Propaganda, Sanidad, Asistencia Social…). Viana quedó al cargo de la séptima sección: Guerra. La donostiarra, entonces con 45 años, montó un ejército exclusivo de mujeres, ahí es nada. Lo dividió igual que se dividía un ejército ordinario: fusileras, servidoras de munición, artilleras, conductoras, camilleras, etc.

La fotógrafa Gerda Taro está considerada como la primera reportera de guerra por su trabajo en la guerra del 36. Tuvo que firmar como hombre para publicar su trabajo: Robert Capa, seudónimo que compartió con su pareja. De ideología socialista, era imposible que la fotoperiodista no se sintiera atraída por aquel ejército de nuevas amazonas que estaba armando Viana en Catalunya. Las retrató en la playa, haciendo instrucción, mientras aprendían a manejar fusiles, pistolas y ametralladoras.

La serie de fotografías de Taro sobre estas milicianas acabó siendo uno de sus trabajos más famosos. Hoy, muchos en Euskal Herria las conocen o, cuanto menos, han visto alguna vez aquellas milicianas con la rodilla hincada en el suelo con pantalones de campana tratando de hacer puntería con el revólver y esos zapatos de tacón que se usan para bailar flamenco. Prácticamente nadie, sin embargo, es capaz de reconocer en esas fotografías de Taro a la propia Viana.



La miliciana donostiarra aparece en las imágenes instruyendo a las voluntarias de las milicias femeninas antifascistas. Se la ve pasando lista y ayudando a las ‘novatas’ a colocarse bien el fusil para acertar al blanco, tarea que realizaba junto a un varón, el capitán Oller.

No parece que faltaran ganas de enrolarse en las milicias entre las jóvenes de todas las sensibilidades republicanas. Según declaró Viana, a mediados de agosto de 1936, «el entusiasmo es tal que cada día se va haciendo mayor el número de solicitudes para ingresar en las milicias femeninas».

Viana aseguraba, además, que las mujeres podían hacer la guerra tan bien o mejor que los hombres. «El miedo ridículo que antes tenía la mujer a las armas de fuego era preciso que desapareciera por completo. ¡Hay que ver ahora la naturalidad con la que las chicas disparan una ametralladora!». La jefa de las instructoras aseguraba también que el capitán Oller había dicho que no había tenido mejores reclutas.

Batallón Femenino de Catalunya en el Puerto de Barcelona antes de embarcarse para tratar de rescatar Mallorca

De Madrid a México y el aula 303

En la resistencia de Madrid, nuevamente, aparecen mujeres vascas con esta doble vertiente, de combatiente y liderazgo político. Aurora Arnaiz nació en Sestao y la guerra le pilló en la capital del Estado donde, a sus 23 años, había comenzado la carrera de Derecho. Para entonces, Arnaiz ya se había titulado como perito mercantil y había tomado parte de la fundación de la Federación Universitaria Escolar de Euskadi.

Además de su trayectoria profesional, en 1936, Arnaiz formaba parte del Comité Ejecutivo Nacional de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), tras haber participado en la fusión de distintos grupos de jóvenes comunistas. Una semana después del golpe de Estado, partió hacia el frente como miembro del Quinto Batallón de la JSU. Con posterioridad, se sabe que fue trasladada a la columna Largo Caballero, donde según acredita Berger en su libro, ejerció como comisaria política. Solo cinco mujeres de entre todas las que se han documentado alcanzarían ese nivel orgánico.

Arnaiz tuvo suerte. Escapó antes de que los que no tenían que pasar pasaran. Una vez en el Estado francés, ayudó al resto de refugiados hasta que, finalmente, tomó un barco hacia América.

Vivió en República Dominicana, Cuba y México, país donde acabó terminando esa licenciatura en Derecho. Lo logró en 1952. Luego vino el doctorado y, no mucho después, la cátedra. Esta miliciana sestaoarra fue la primera mujer en todo México que lograba el título de catedrática. Logró dos cátedras en su vida: Teoría General del Derecho y Derecho Constitucional. En el tercer piso de la Universidad Nacional de México, donde impartió clases durante 50 años, hay un aula con su nombre: la 303.

 
Una francotiradora descansa en el Círculo de Bellas Artes de Madrid con un rifle de precisión en 1936.

El machismo y sus fríos techos de cristal contra el que estas mujeres también combatían no solo militaba en las filas del ejército fascista. Entre las filas republicanas encontraron enormes resistencias. Berger expone que hubo varias fases en la aceptación de las mujeres como combatientes. En el ardor de los primeros compases de la contienda, les acogieron con los brazos abiertos, pero pronto eso cambió. El decreto de Largo Caballero, de octubre de 1936, donde se trata de militarizar a esas milicias marca el inicio del declive.

Las últimas investigaciones, muy singularmente la de Esther Gutiérrez, desmienten que ese decreto fuera el punto final de la experiencia de las milicianas como tantos han sostenido. Al menos 360 mujeres seguirían combatiendo. Sin embargo, su número decrece de forma brusca. «Se había dicho a menudo que habían sido expulsadas por el propio decreto de Largo Caballero. No es así. Continúa habiendo mujeres en las unidades militares, aunque muchas son relegadas a trabajos auxiliares o la retaguardia. Muchas mujeres continúan estando en unidades militares propias del Ejército, tanto en el republicano, como en el catalán y el vasco», explica Berger.

No fue una decisión de arriba, sino órdenes de mandos intermedios las que fueron apartando a las mujeres de la primera línea de fuego. Las excusas esgrimidas son varias. Que si traían enfermedades venéreas, que si no aguantaban la dureza de las condiciones de vida, que si los pechos les impedían tener buena puntería...

Carnet de la navarra Julia Lázaro.

Balló niega la mayor, esta investigadora defiende que estos mandos intermedios fueron apartando a las mujeres de la primera línea por vergüenza. «La guerra se había tecnificado, el ser más fuerte y más grande solo te convertía en un blanco más fácil. Es una guerra moderna, donde la testosterona ha dejado de ser el elemento esencial».

Berger lo expone con palabras incluso más llanas: «Tuvieron un ataque de machitos. Los informes de los que disponemos de mujeres en el frente son de mujeres, digámoslo así, bastante cañeras. Son ellas las que avanzan, las que toman la iniciativa, y dejan la hombría de sus compañeros y de los mandos en entredicho». La acusación de portadoras de enfermedades venéreas es, para Berger, un bulo. «¡Como si en todos los frentes de todas las guerras no se hubiera utilizado la prostitución de forma discrecional!». Había enfermedades de transmisión sexual en el frente, pero el origen no estaba en las milicianas.

Existirá, avanzada la guerra, un segundo regreso de las milicianas de forma más amplia al frente de batalla. Ocurrió en el año 1938, ya en un intento desesperado de recuperar su potencial, cuando el Ejército Republicano ya se encontraba contra las cuerdas. Pero sucedió ya demasiado tarde.

 
La bilbaina Manuela Gavilán que se enroló como miliciana en Madrid.

De esta manera, conforme los azules avanzaban, a aquellas mujeres les tocaba morir entre horribles vejaciones o escapar al exilio en busca de un refugio que, buena parte de ellas, no lograron encontrar. «Unas acaban en Brasil, otras en México, por descontado, Estados Unidos, la Unión Soviética…», detalla Berger. Las más, sin embargo, se quedaron en el Estado francés saltando de un campo de concentración a otro, o sumándose desde su experiencia a la resistencia antinazi, como Francisca Romana Halzuet, que convirtió su caserío en el último refugio de la Red Comète.

Entre aquellas que se salvaron de los militares de Franco para acabar en manos de los hombres de Hitler figura Higinia Luz Ayestaran, vecina de Zirauki, que se distingue de sus compañeras por haber combatido dentro de las Brigadas Internacionales. Ayestaran se ganaba la vida limpiando casas y tal era su trabajo cuando emigró a París, donde asistió a la escritora Anaïs Nin. Para cuando se produjo el alzamiento, Ayestaran llevaba dos años militando en las filas del Partido Comunista, junto con su marido. Ambos cruzaron la frontera, donde la miliciana se esforzó en tareas de auxiliar en la sanidad. Tras regresar a París, volvió a implicarse en unidades armadas de la resistencia francesa hasta que la atraparon en Montmartre. Pasó por La Santé y el fuerte de Romainville, de ahí pasó a los campos de Royalliey, Compiègne y Auswitz-Birkenau. Apenas sobrevivió tres meses allá, falleciendo el Primero de Mayo de 1943.

Y así, entre fosas perdidas, el exilio, los campos de refugiados y el silencio inducido murieron las historias de aquellas pioneras que despertaron de la sumisión a la que estaban sometidas en tiempos sin duda terribles. O así hubiera sido, de no haber aparecido en escena Berger, Balló, Gutiérrez o Garjón, que siguen tocando puertas para descubrir a los nietos de Crescen que su abuela era una libertaria. Este último está colaborando con Berger y Balló para elaborar un apartado específico sobre las milicianas navarras, con apoyo del Instituto Navarro de la Memoria. El borrador de dicho trabajo ha podido ser consultado para este reportaje, y 7K no puede estar más agradecida.
 

Fuente → naiz.eus

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