¿Por qué hay en España tantos resistentes a la Historia?
¿Por qué hay en España tantos resistentes a la Historia?
Ángel Viñas

 

La pregunta que da título a este post podría exigir todo un libro. En parte, alguna respuesta ya se ha dado en numerosas ocasiones en varios de los títulos que conectan la experiencia española con otras foráneas: Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania…. Incluso en países con sociedades otrora modélicas, como las escandinavas. Naturalmente aquí yo solo puedo, y quiero, fijarme en algunas características específicamente españolas, es decir, que no se encuentran con iguales intensidad y contenidos en otros países, ya sea de la Unión Europea o fuera de ella, como en América Latina.

Anticipo que mi argumentación no será necesariamente del agrado de muchos politólogos e incluso de numerosos historiadores. Pero creo que está fundada en características propias de la sociedad española, que no es igual que otras sociedades de nuestro entorno, por muchos que sean los rasgos comunes a una y otras.

En la Europa occidental (dejo de lado los países del Este de Europa, incluida Grecia) coinciden características comunes marcadas por experiencias similares: procesos bastante simultáneos de desarrollo económico, social y político, aunque con gradaciones diferentes; exposición a dos guerras europeas (y mundiales) contra el nazi-fascismo; recuperación económica, también auxiliada por la Ayuda Marshall y por los acuerdos de multilateralización de intercambios y pagos subsiguientes; desarrollo económico, político y social en condiciones de guerra fría bajo un paraguas tutelado por Estados Unidos; participación ulterior en mecanismos de integración comercial y/o económica de aspiración más o menos paneuropea; experiencias comunes, aunque no iguales, de pérdida de los imperios coloniales y heterogenización de las sociedades crecientemente eximperiales, dentro de ciertos límites…

Con la relevante excepción de Portugal, que no participó de todos los anteriores rasgos, y de Luxemburgo, que nunca tuvo imperio colonial, es posible argumentar que España no formó parte de ninguno de ellos en el tiempo y con la intensidad que el resto de los países mencionados. ¿La causa? Se enumera fácilmente, mal que pese a los esforzados caballeros de los estandartes con la cruz, el águila de San Juan, el yugo y las flechas de los Reyes Católicos y otros aditamentos ad hoc: la dictadura de Franco. Que, además, estaba encantada de ello.

Mientras pensaba estas líneas puse delante de mí un panfletillo de Ernesto Giménez Caballero titulado “Notas de un alférez de la IVª de Navarra sobre la conquista de Port-Bou” del que copio, alborozado, el sentimiento primordial del entonces incipiente nuevo régimen:

“Si la Historia de España pudiera definirse con una frase, esa frase sería la de tener o no tener Pirineos. Desde el siglo XVIII, España había dejado de empezar en los Pirineos. Según los enciclopedistas franceses, España empezaba en África. Y por eso, aunque empezaba en África y no había Pirineos, fue posible a nuestros vecinos introducir a España -sin pagar aduana- una dinastía francesa, y meternos de matute, y sin frontera, la filosofía francesa, y la lírica francesa, y el romanticismo francés, y las pelucas, trajes, amores, libros, periódicos y perfumes de París. Y que se concibiera a España como una simple prolongación espiritual y política de Francia. Primero con el centralismo borbónico y monárquico; luego, con el separatismo republicano y demócrata. ¡No había Pirineos! Y, por consiguiente, para guardar esa raya ilusoria y fronteriza, hubo que poner allí unos carabineros. Los cuales -lógica, histórica y fatalmente- habrían de formar en su día los mejores batallones democráticos y franceses para atacar a una España al fin no francesa, a una España de nuevo genuina y nacional, que arrancando el 18 de julio justamente de África –donde hasta entonces empezaba España– habría de llegar aquí, a estas mugas pirenaicas; habría de llegar, con sus banderas desplegadas, para hacer desplegar aquí las que hace dos siglos se habían arriado; habría de llegar para hacer aquí surgir -de nuevo, y como un milagro ante los ojos de la Historia- eso: los Pirineos.

Nosotros hemos tenido la gloria de ver alzarse de nuevo en nuestro mapa, como en un movimiento sísmico de la Historia: los Pirineos. La cordillera de montes y de espíritu puesta por Dios y derribada por los traidores al genio de España, que separaba desde siglos la absoluta integridad española de toda avidez imperial vecina.

¡Oh españoles, hermanos míos! Desde el 10 de febrero de 1939 en la primera hora postmeridiana, España, tras dos centurias de agonías, de bofetadas, de renunciamientos, de ofensas y de lágrimas en silencio, acababa de contestar a los descendientes del Conde de Harcourt: “Señores: ¡Hay Pirineos!” “

Estas “paridas”, de un fascista redomado, a quien redescubrieron en la Transición algunos estudiosos de la literatura española, estuvieron detrás del intento de crear la ESPAÑA, grande y libre, que soñara José Antonio y que supuestamente llevó a su culminación el “genio” de Franco.

No es de extrañar que durante cuarenta años a su régimen se le mirara con desprecio, aunque con codicia económica, desde allende los Pirineos. Y tampoco que a Franco hubiera que extraerle a tenazazo limpio, como con un sacadientes medieval, el sí a la liberalización de la economía española de 1959. Potencialmente más peligrosa que el arrendamiento a precio de ganga de la autonomía estratégica y militar de la PATRIAAAA a tenderos yankis, militares yankis y costumbres yankis.

Tres años de guerra, más cinco de ardiente preparación de los espíritus para la guerra deseada y venidera, más veinte de aislamiento político, institucional y mental hacen mucho daño, sobre todo cuando poderosas fuerzas políticas, ideológicas, FRANCO-CATÓLICAS, económicas y culturales los apoyaron en todo lo posible, hasta que se constató, con asombro, que el dictador no era “inmorible”.

En el interín, al menos dos generaciones se habían visto expuestas a los gérmenes mortales del hipernacionalismo, de la hiper-raza hispánica, del Sonderweg hispano tan despreciativo de las democracias inorgánicas, de los derechos humanos y de las libertades solo reconocidas tibiamente, y sin garantías, por el sacrosanto Fuero de los Españoles.

Hay conciudadanos que todavía no se han librado del yugo sacramental, espiritual, racial y genético cuyas bondades cantó el genio superfascista de Giménez Caballero. Son quienes comulgan con las tres “verdades eternas” que difundieron la propaganda y las escuelas de la dictadura: la guerra fue inevitable para salvar a la PATRIAAA del yugo comunista, del peligro de sovietización e incluso de la muerte de la España inmortal, la única por la que valía la pena luchar y morir. Como caballeros legionarios…

No es de extrañar los arrebatos triunfalistas de las autoridades madrileñas a quienes sacaron las castañas del fuego sus progenitores ideológicos, culturales y …. fascistas.

Por consiguiente, tampoco es de extrañar que las investigaciones históricas basadas en documentos o en las ciencias duras de la arqueología, la física, la química y la medicina forense sean repelidas, ignoradas, pateadas y resistidas en todo lo posible para que sus resultados no contaminen a las nuevas generaciones. El futuro pertenece a quien domina el pasado.

Así que, ¡abajo la Ley de Memoria Histórica!, ¡abajo las leyes de Educación!, ¡abajo las leyes de igualdad de género! ¡A denunciar de comunistas a quienes se atreven a tocar una historia patria desgraciadamente contaminada desde antes de la República, porque -ya se sabe- esta fue el último escalón tras el cual España iba a derrumbarse, salvada eso sí in extremis por la gracia de Dios y del Caudillo.

Nota: La obra de Ernesto Giménez Caballero mencionada en el texto fue impresa por la Editora Nacional, Madrid, MCMXXXIX, Año de la Victoria. La cita corresponde a las páginas 13 y 14. El ejemplar que poseo, un regalo de Reyes, procede de la Biblioteca del Colegio de Nuestra Señora del Pilar madrileño.



Fuente → angelvinas.es

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