
Memorias sin lugar y lugares sin memoria
Araceli Pérez Fernández
La creación del primer museo dedicado a la Guerra Civil anima a rescatar los recuerdos inmortalizados de aquel momento
La reciente apertura de un museo digital dedicado a la Guerra civil
española (1936-1939) es el punto de partida para rescatar miles de
historias que hoy en día acumulan polvo o se amontonan entre las cajas
de un archivo.
Antonio Cazorla, catedrático de Historia Contemporánea en la
universidad canadiense de Trent pero con raíces indalianas, defendió que
la historia tenía que ser esencialmente «un bien público, del que todos
los ciudadanos pudieran formar parte». Limitar el conocimiento de
aquello que ya sucedió a las élites supone entregarles el control sobre
aquello que se puede o no contar. Es más, supone entregarle la llave a
un grupo muy reducido de personas del modo en el que se transmitirá al
presente lo que está sucediendo ahora.
Todos y cada uno de nosotros tenemos un bagaje que nos configura y
nos determina de cara a nuestro devenir. El presente de muchos se ha
forjado con la idea de superar las condiciones de vida de nuestros
antepasados, o de lograr un sueño que nuestros padres o abuelos han
considerado que podíamos alcanzar. ¿Qué queda de todo ese entramado de
experiencias, vivencias y enseñanzas? ¿Tienen cabida dentro de ese
relato histórico tradicional en el que los imperios nacen, se
desarrollan y se destruyen por medio de una revolución?
Iniciativas como de la que el profesor Antonio Cazorla forma parte
demuestran que sí. Permiten entender un objeto tan simple en apariencia
como un sonajero, como la clave para entender todo un fenómeno histórico
como fueron las denuncias entre hermanos y vecinos durante la Guerra
Civil.
Los historiadores conviven día a día con la extraña necesidad de
justificar la importancia de su trabajo. En una sociedad orientada a la
práctica, a lo inmediato, y en aquello que es útil para superar al
contrario, el estudio del pasado queda reducido a aquella materia que es
de obligado paso para un estudiante. Su diversidad se reduce al simple
hecho de memorizar fechas, batallas o momentos puntuales, que a la
postre resultan aburridos y aletargantes.
Es un terrible error sintetizar todas las posibilidades que nos
ofrece conocer de dónde venimos. Principalmente, porque las personas no
aparecen por arte de magia en un mundo hiperconectado y desarrollado
tecnológicamente. Todo momento tiene un precedente del que es necesario
nutrirse para fundar su propio presente, y viceversa. Por eso, es
posible a día de hoy continuar escribiendo páginas sobre acontecimientos
que ocurrieron hace diez, cien, o dos mil años. Esto demuestra lo
importante que es conservar la memoria, y versando a Cazorla «darle el
lugar que merece».
Es probable que el hecho de que una niña fuera amedrentada por un
grupo de jóvenes soldados en 1936 no resulte interesante como para que
quede grabado en un manual sobre el franquismo. Pero darle una forma a
esa vivencia ayuda a entender lo impactante que pudo ser para unos niños
inocentes ver como su vida iba a cambiar para siempre. El pan y otros
productos se encarecieron tanto que aquel que tuviera la opción de
comerse un caramelo el día de Reyes era un privilegiado. Unas sandalias
hechas con recámaras de bicicleta, algo que hoy nos parecería absurdo,
podía considerarse en aquellos tiempos un tesoro entre aquellos que
tenían los pies helados y llenos de mugre.
Una oportunidad como supone el poder acceder a la educación, hace no
menos de 100 años podía verse truncada por la necesidad de cuidar y
arrimar el hombro en la familia.
La modernidad nos ha vuelto frívolos. Ni nuestra forma de vivir es la
mejor, ni nuestros ancestros eran más ingenuos. Una postal conservada
en un museo local en Terque, de aparente poco valor monetario, puede
guardar en ella contenida toda una historia de amor. Rescatarla de la
basura y darle una voz, supone despejar una incógnita y abrir un
horizonte.
Decía un sencillo cartel en un colegio de Vícar al que no acudían ni
una centena de estudiantes que «leer es aprender». Extendamos más esa
idea de lógica aplastante: ver, escuchar, atender también pueden
resultar formas de enriquecerse y descubrir que la vida no se reduce a
formar parte de una colmena de viviendas en las que se consume y se
desecha. En 2022 caminamos como rebaños junto a los refugios antiaéreos
del casco histórico sin pararnos a pensar que nuestros bisabuelos
tuvieron que huir a refugiarse de los enfrentamientos que otros tenían
por el poder. El fácil acceso a un vehículo nos nubla la vista y nos
impide recordar que antes la llegada a la capital se hacía a base de
«zancada y alpargata» y que tomar del supermercado una lata de refresco
ocultan años de miseria y lucha por ganarse el pan.
No hay que lamentarse de todo lo que a día de hoy disfrutamos y hemos
conseguido. Pero, si queremos ser ciudadanos medianamente competentes,
tenemos que hacerles un favor a todos aquellos que hoy nos han traído
hasta aquí y han hecho posible que encontremos nuestra voz.
Fuente → ideal.es
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