España, una monarquía zombi
España, una monarquía zombi
Pablo Castaño

Presente en París con motivo del ingreso de su amigo Mario Vargas Llosa en la Academia Francesa el 9 de febrero de 2023, el rey emérito Juan Carlos copa titulares por sus calaveradas, su afición al dinero y sus ventajosas amistades con los soberanos del Golfo. La cobertura mediática de estas actividades, cubiertas durante años por un manto de silencio, erosiona hoy la imagen de la Casa Real y refuerza el campo de los partidarios de una república.

Una institución sin apoyo popular

El ex rey español Juan Carlos genera polémica por sus extravagancias, su gusto por la plata y sus interesadas amistades con los monarcas del Golfo. La mediatización de este comportamiento, que no fue revelado durante mucho tiempo, contribuye a erosionar la imagen de la Casa Real y refuerza el bando de los partidarios de una República

“Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. A través de esta penosa declaración Juan Carlos, entonces rey de España, creyó salir del apuro en abril de 2012 tras su salida del hospital. Fue admitido por una fractura de cadera producida durante un safari de lujo con todos los gastos pagos en Botswana. Mientras el país caía en una de las peores crisis económicas de su historia y la Comisión Europea amenazaba con poner a la economía española bajo tutela, este incidente de caza dañaba la imagen de un monarca “cercano al pueblo”. Fue el golpe de gracia a una popularidad ya deslucida: el hecho también sacó a la luz la relación extra-conyugal con Corinna Larsen, una empresaria alemana que, algunos años después, lo demandaría por acoso.

Símbolo de la joven democracia

Así se inició la mayor crisis jamás vivida por la monarquía española desde su restauración en 1975 cuando, tras la muerte del general Franco, su sucesor designado, el joven Juan Carlos de Borbón, fue nombrado jefe del Estado. Tras una turbulenta transición política, el nuevo soberano se acomodó a la instauración de una monarquía constitucional que le permitía evitar que se lleve a cabo un referéndum en favor o en contra de la República. Un tiempo después compensó su falta de legitimidad democrática durante el intento de golpe militar del 23 de febrero de 1981. Ese día, un grupo de agentes de la Guardia Civil tomó por asalto el Congreso, en donde estaban reunidos el conjunto de los diputados y los funcionarios del Gobierno, mientras que una parte del ejército se levantaba y apoderaba de las calles de Valencia. Según la versión oficial, el rey desbarató el golpe de Estado al desautorizar al jefe de la revuelta, el general Alfonso Armada, y al exhortar a los principales dirigentes militares a no unirse a la conjura. Durante la noche, vestido con su uniforme de Capitán general (la Constitución española le otorga al rey el título simbólico de “jefe supremo” de las Fuerzas Armadas), Juan Carlos dio un discurso televisado denunciando el golpe de Estado. Al día siguiente, el Congreso fue liberado sin derramamiento de sangre y los conspiradores fueron encarcelados.

Sin embargo, el rey mantenía vínculos estrechos con el jefe de la rebelión, quien había estado a su servicio como secretario general de la Casa Real. Al igual que los principales partidos políticos del país, Juan Carlos no ignoraba la existencia de un plan que apuntaba a confiarle al general Armada las riendas del gobierno, con vistas a endurecer la reacción ante la organización independentista ETA, aunque no está claro hasta qué punto conocía o aprobaba esta acción militar. La “operación Armada” no fue sino una de las numerosas conspiraciones planeadas a lo largo de este período inestable. La mayoría de éstas fueron concebidas por militares franquistas que consideraban como una traición tanto la legalización del Partido Comunista como el reconocimiento de Cataluña y del País Vasco.

Si bien el rey condenó con firmeza el intento de golpe de Estado, –más de seis horas después de la toma del Congreso por parte de los guardias armados– nadie sabe si actuó de esa manera por convicción democrática o porque la operación se estaba desarrollando peor de lo previsto. Su decisión podría explicarse por el hecho de que el apoyo de los militares a los golpistas fue más débil de lo previsto, o incluso por lo que el escritor Javier Cercas llama la “escenografía marcial” (1) de la operación, que volvió imposible un cambio de gobierno con apariencia pacífica –más aceptable ante la opinión pública, nacional o internacional–. Habrá que seguir esperando para poder conocer toda la verdad sobre el 23 de febrero de 1981, más aún cuando los considerandos del juicio de los golpistas siguen siendo clasificados. Por el contrario, lo que no plantea ninguna duda es el efecto político producido por la versión oficial de esa jornada: el joven monarca heredero de Franco asociando su imagen a la de la joven democracia española.

Durante tres décadas, nos explica Pablo Simón, profesor de ciencias políticas en la Universidad Carlos III de Madrid, Juan Carlos se vio beneficiado por una “total autonomía de gestión de la Casa Real” y con la protección de los grandes partidos políticos (en particular del Partido Socialista, que a pesar de sus raíces republicanas, se convirtió al “juancarlismo” bajo los mandatos de Felipe González, a la cabeza del gobierno de 1982 a 1996) y de los medios de comunicación dominantes que rara vez se aventuraban a escudriñar o criticar las actividades de la corona. Confiado gracias a estos privilegios, el rey pudo sacarles provecho a sus funciones para llevar a cabo negocios personales, a menudo por fuera del marco legal.

La Constitución de (...)

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