El mito obrero del fascismo
El mito obrero del fascismo
Marc Torres Nieto

Introducción

El 1º de mayo del año 2021, en Madrid, el sindicato Solidaridad[1], vinculado a Vox, celebraba por primera vez el día internacional de los trabajadores. En esta concentración, separada de la tradicional manifestación que llevan a cabo este día el resto de sindicatos y partidos políticos de izquierdas, junto al secretario general del sindicato y diputado de Vox por Almería Rodrigo Alonso, participó el líder ultraderechista Santiago Abascal. En los discursos de los dos líderes se realizaron duras críticas contra los sindicatos “tradicionales”, como Unión General de Trabajadores (UGT) y Comisiones Obreras (CCOO), así como también contra inmigrantes, feministas, políticos progresistas e incluso con algunos empresarios y líderes de asociaciones empresariales como la banquera Ana Botín y el presidente de la CEOE Antonio Garamendi..

Solidaridad se autodefine como un sindicato patriótico, social y ajeno a la tradicional conciencia de clase que se le atribuye a toda organización de este tipo. Es interesante destacar el hecho de que no se esfuerzan en disimular la influencia de la tradición “izquierdista” del falangismo. En este sentido, la proclama abiertamente obrerista, solo los ricos pueden permitirse no tener patria, utilizada tanto por los líderes y medios de comunicación del sindicato como por Santiago Abascal, es original de Ramiro Ledesma, fundador, junto con Onésimo Redondo, de las Juntas Ofensivas Nacional-Sindicalistas (JONS), partido que más tarde se fusionó con la Falange de Primo de Rivera, dando paso a Falange Española de las JONS.

Con una organización como Solidaridad, Vox pretende llevar a cabo un acercamiento ideológico a la clase obrera española. Esto se debe al hecho de que el partido se caracteriza por tener una ideología claramente ultra-liberal en lo económico, cuestión que dificulta utilizar un discurso abiertamente obrerista, tal y como caracterizaba a los movimientos fascistas de principio del siglo XX y de algunos partidos ultraderechistas de la actualidad, como por ejemplo el Frente Nacional francés o el recientemente ilegalizado y casi extinto, Amanecer Dorado griego[2].

Si bien el nuevo y viejo fascismo se ha caracterizado por ser un movimiento político muy heterogéneo, agrupando en sus filas desde aristócratas, militares, burgueses e incluso obreros, lo que vertebra a todos ellos es la lucha sin cuartel a todo lo que desprendiera olor a socialismo en su sentido más amplio[3]. En ese sentido, el primer fascismo fue una reacción a la fuerza e influencia de la que gozaban los movimientos obreros en la Europa del primer tercio del siglo XX.

Aprovechando la coyuntura aquí descrita, en este artículo se ha realizado una aproximación a la ─supuesta─ vertiente obrerista del fascismo, centrado en la Alemania, Italia y España de la primera mitad del siglo XX.


Activistas de Solidaridad se manifiestan contra un acto de UGT y CCOO en Madrid (foto: David Brunat/El Confidencial)
 

La Italia prefascista de Benito Mussolini

El fascismo italiano fue un movimiento profundamente transversal, en el que se dio cabida desde aristócratas promonárquicos hasta obreros industriales, pasando por terratenientes y la gran y pequeña burguesía. Esto no ha impedido que exista una idea bastante generalizada de que dentro de este movimiento había una vertiente izquierdista que velaba por los intereses de la clase obrera italiana. Este hecho se suele reforzar con el argumento ─actualmente muy utilizado por los liberales─ de que Benito Mussolini, antes de fundar el Partido Nacional Fascista, llegó a militar en el Partido Socialista Italiano[4].

Ante este argumento, es necesario recordar cómo las escuadras fascistas lideradas por Mussolini[5] y financiadas por los grandes industriales y terratenientes tenían como objetivo, en los años previos a la marcha sobre Roma (esta se produjo entre el 28 y 29 de octubre de 1922), liquidar todas las organizaciones obreras que llevaban años operando a lo largo de Italia. El objetivo principal de estas incursiones violentas era debilitar al máximo la capacidad de negociación que había conseguido el movimiento obrero, gracias precisamente a la gran organización de los partidos y movimientos de izquierdas así como de los sindicatos italianos.

Para ello hizo uso, de manera simultánea, de dos dinámicas: la guerra civil de movimientos, que de entre muchas otras acciones incluía la de reventar huelgas, asesinar a dirigentes sindicales e incendiar periódicos de izquierdas; y la guerra civil de posiciones, que no era otra cosa que contrarrestar, mediante la demagogia populista, la propaganda socialista, anarquista y comunista que atraía a millones de obreros. Todo ello con el objetivo de provocar “la destrucción de todo el contratejido institucional laboriosamente levantado por el movimiento obrero durante décadas”[6], culminando, 4 años después, con la marcha final de los fascios[7] sobre Roma.


Los fascistas queman la Casa del Pueblo de Trieste en 1920 (foto: Novecento.org)
 

En la retórica utilizada por los fascistas italianos era muy común el uso de la -hoy tan manida- palabra libertad. Así proclamaban la “liberación” de la cooperativa socialista del puerto de Génova en 1922:

[…] ¡Genoveses! En cuanto, en vez de una única cooperativa con derecho de exclusividad, tengamos varias, las huelgas ya no serán necesarias ni tan frecuentes, y dejarán de arruinar y desacreditar nuestro puerto. ¡Vivan las cooperativas libres y múltiples! ¡Viva la libertad![8]

Para los fascistas, en este caso, “libertad” significa “liberar” las relaciones sociales entre propietarios y trabajadores, impuestas por los primeros, mediante la organización y la lucha de clases llevada a cabo durante años por los movimientos socialistas y anarquistas.

Es necesario destacar que las incursiones de los escuadrones punitivos fascistas estaban financiadas por los industriales y grandes propietarios agrícolas, siempre con el fin de restaurar las relaciones “naturales” y “normales” que, desde el punto de vista burgués, debe regir toda relación de capital/trabajo.[9]

 

Cartel de los sindicatos fascistas (foto: Fondazione Spirito)

En este punto hay que esclarecer cómo la justificación ideológica, más allá de la demagogia y el populismo exacerbado, que permite a los fascistas italianos, por un lado, hacer uso de las proclamas abiertamente obreristas, y por el otro, luchar frontalmente contra cualquier organización del movimiento obrero, no es otra que el relativismo epistemológico. Con esta estrategia pretendían asegurar la negación de cualquier tipo de verdad objetiva, pilar fundamental de la Ilustración. En palabras del propio Duce:

El fascismo es un movimiento súper relativista porque nunca ha intentado revestir su complicada y vigorosa actitud mental con un programa concreto, sino que ha triunfado siguiendo dictados de su intuición individual siempre cambiante. […] Si el relativismo significa el fin de la fe en la ciencia, la decadencia de ese mito, la ciencia, concebido como el descubrimiento de la verdad absoluta, puedo alabarme de haber aplicado el relativismo al análisis socialista. […] Nosotros los fascistas hemos tenido el valor de hacer a un lado todas las teorías políticas tradicionales, y somos aristócratas y demócratas, revolucionarios y reaccionarios, proletarios y antiproletarios, pacifistas y antipacifistas. Basta con tener una mira fija: La nación. [10]

En este extracto se observa como Mussolini, lejos de tener un cuerpo teórico sólido, se nutre de las diferentes corrientes ideológicas imperantes en ese momento, siempre y cuando le sirvieran a él y los suyos para ganarse el respaldo del oyente de turno. Este relativismo ideológico daría pie a la existencia del Mussolini más liberal en materia económica[11]. A finales del año 1921 escribe en su periódico Il Popolo d’Italia: “En materia económica somos liberales en el sentido clásico de la palabra[12].

Antoni Domènech, a través de Tasca, ilustra como en un escrito periodístico de 1920 el Duce pregonaba: “El capitalismo está a penas en el principio de su historia […] La verdadera historia del capitalismo empieza ahora […] Hay que abolir el estado colectivista[13]

Y es que, además del conjunto de declaraciones que abogaban por la libertad económica, por sus acciones de confrontación directa y violenta con el movimiento obrero y por la búsqueda incipiente de la restauración de las relaciones verticales de producción entre trabajadores y propietarios, es interesante destacar como, en la víspera de la marcha sobre Roma, los dirigentes de la Asociación Bancaria y de la Confederación de la Industria y de la Agricultura donaron más de 20 millones de liras para financiarla. Hecho sumamente ilustrativo de cómo Mussolini, lejos de velar por los intereses de los trabajadores italianos, debía el favor de su ascenso al poder a aquellos que se beneficiaban de la sumisión y la explotación del conjunto de la clase obrera.


Benito Mussolini con los dirigentes de la Confederazione delle corporazioni fasciste y de la Confederazione dell’Industria tras la firma de los acuerdos del Palazzo Vidoni el 2 de octubre de 1925 (foto: Wikimedia Commons)
 

El “socialista” Hitler

Al igual que los fascistas italianos, el partido Nacional Socialista Obrero Alemán[14] antes de llegar al poder hizo de la demagogia populista orientada hacia las clases medias y obreras una de sus señas de identidad. Sin embargo, cabe destacar que este partido difería sustancialmente de los Camisas negras italianos[15] en que en sus comienzos sí contaban con un “ala izquierda” relativamente fuerte entre sus filas. Un ejemplo de ello es el programa del NSDAP de 1920:

El programa de la NSDAP de 1920 exigía la estatalización de todos los trust, la abolición de todas las rentas de quienes no trabajaran y vivieran del ocio, la destrucción de la esclavitud generada por los intereses bancarios, la inmediata comunalización de los grandes almacenes, etc.[16]


Principios del Partido Obrero Nacional Socialista Alemán (NSDAP). Febrero de 1920. Colección de fotos: Bundesarchiv Bildarchiv
 

Es precisamente por esa retórica abiertamente obrerista que Hitler consiguió atraer a un significativo número de socialistas a sus filas, dándoles la esperanza de que junto a él conseguirían realizar aquello en lo que los partidos marxistas habían fracasado[17].

Hitler, si bien utilizaba una dialéctica aparentemente izquierdista, lejos de enfrentarse a los grandes industriales alemanes encuadraba siempre sus discursos en contra de una supuesta élite financiera global judía[18], que, según él, impedía que los honrados trabajadores alemanes pudieran levantar cabeza tras las sanciones derivadas del Pacto de Versalles. Siguiendo esa estrategia, y con el fin de poner rostro a esos que socavaban el bienestar del pueblo, señalaba como enemigos a los pequeños empresarios, banqueros o abogados judíos a los que les habían ido relativamente bien los negocios en aquella época, criminalizándolos y tachándolos de auténticos usureros sin escrúpulos.

Como se ha dicho con anterioridad, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán contó entre sus filas con un ala aparentemente de izquierda obrerista y “socialista”. Se trataba de la organización paramilitar S.A.[19]. Esta organización desapareció a causa de las purgas realizadas durante la noche de los cuchillos largos[20], en la que se asesinaron decenas de personas pertenecientes a las S.A. Entre los purgados se encontraban los hermanos Otto y Gregor Strasser, los principales representantes de esa ala obrerista del nazismo[21].

Aun habiéndose desecho de esa vertiente izquierdista del partido, Hitler seguía conservando, de manera puntual, una retórica explícitamente “socialista”. Un ejemplo de ello es lo que destaca Domènech a través de un discurso que pronunció el Führer[22] en 1941 delante de los trabajadores de una fábrica de armas:

En esos países [las democracias occidentales aliadas] gobierna el capital, o sea, en último extremo, un grupo de unos centenares de hombres que poseen capitales incalculables y que, a consecuencia de la singular construcción de la vida estatal, son más o menos independientes y libres […] piensan ante todo en la economía libre y al decir economía libre piensan en la libertad no sólo de hacer capital, sino ante todo, de emplear libremente ese capital. Lo cual significa estar libre de la vigilancia del estado, es decir, del pueblo […] están en posesión de todas las fábricas y de sus acciones y que en último término gobiernan con ellas a esos pueblos. La masa no le interesa lo más mínimo.[23]

A pesar del uso de esta oratoria que buscaba en última instancia ganarse el favor de las masas de obreros alemanes, Hitler sabía perfectamente en beneficio de quién debían ir dirigidas las políticas económicas del Reich. Por eso, ante una parte de la alta burguesía alemanas, no dudaba en presentarse a sí mismo con un convencido liberal partidario de la preservación de la propiedad privada y de las relaciones de producción “naturalmente” jerarquizadas, en las que se buscaba que primaran “las duras leyes de selección económica de los mejores y de la aniquilación de los más débiles”.[24]


Promesas de «trabajo y pan» en un cartel electoral nazi de 1932
 

Un año después de salir de la cárcel[25] y cuando su partido era aún una fuerza prácticamente insignificante, Hitler se dedicó a dar conferencias ante los grandes industriales y banqueros alemanes con el fin de ganarse su confianza, y, por supuesto, el apoyo económico que le permitiera la financiación del partido. En estas conferencias jamás utilizó la palabra socialismo, además criticaba efusivamente toda intromisión del estado en los asuntos económicos de las empresas.

Esa crítica también se hacía extensible a los sindicatos obreros oponiéndose frontalmente a la lucha de clases que estos promulgaban. En sus propias palabras expuestas en el Mein Kampf:

La institución sindicalista dentro del Nacionalsocialismo no es un órgano de lucha de clases, sino un portavoz de representación profesional […] El sindicalismo en sí no es sinónimo de «antagonismo social»; es el marxismo quien ha hecho de él un instrumento para su lucha de clases”[26]

No es de extrañar que, conociendo su postura con relación a la lucha de clases y los sindicatos obreros, entre 1929 y 1935 recibiera insumas cantidades de dinero proveniente de una gran parte de la oligarquía económica alemana, como los Thyssen, los Krupp, los Abs, etc. Así como los 100.000 marcos que donó para la campaña electoral de 1933 la gran empresa química IG Farben, o los 240.000 marcos que puso Friedrich Flick, el gran industrial alemán del carbón y el acero. Hitler también recibió el apoyo simbólico de Ludwing Grauters, el secretario de la asociación empresarial que determinaba centralizadamente la política salarial de la gran industria.[27]


Hitler condecora a Gustav Krupp en 1940 (foto: archivo de La Vanguardia)
 

Una vez Hitler llega al poder, ilegalizadas todas las organizaciones sindicales y llevados a campos de concentración sus líderes, se podía poder en marcha la “Ley para la ordenación del trabajo nacional, que provocaba una autentica dictadura del capital sobre el trabajo en las mismas empresas además de fortalecer el poder del empresario y la aniquilación de todas las conquistas obreras conseguidas por estos durante la República de Weimar. Así lo ilustraba el filósofo y jurista Karl Korsch:

El mercado de trabajo moderno, colectivamente regulado, ha sido de todas formas radicalmente liquidado en la Alemania actual. En su lugar aparece en parte el “libre” entendimiento sobre las condiciones de trabajo a través del contrato de trabajo individual; y en parte, la regulación autoritaria de las condiciones de trabajo en cada empresa a través del caudillo de la empresa […] En el III Reich nacionalsocialista ya no hay ningún tipo de representación de los intereses de los trabajadores.[28]

Y es que, aunque Hitler defendía un estado fuerte y autoritario que exigía pleno control político, en los asuntos económicos se mostró siempre partidario de delegar las decisiones a los caudillos empresariales alemanes, siempre libres de cualquier restricción estatal o política. Este consideraba que “la intervención pública en la economía es un instrumento peligroso […] que asfixia la eternamente creativa iniciativa privada individual […] llevando a la cancelación de las duras leyes de la selección económica de los mejores”.[29] En este sentido, el Führer hacía gala de su adhesión a la ideología del darwinismo social, que, junto a la verticalización de las relaciones en el seno de las empresas, provocaba la capitulación absoluta del conjunto de los trabajadores alemanes.


21 de marzo de 1934: ceremonia de inicio de las obras de la Autobahn 1
 

El Nacionalsindicalismo español

En cuanto al fascismo en España, a partir de su vertiente nacionalsindicalista, fue evolucionando y pasó por periodos muy distintos, algunos de ellos profundamente contradictorios en lo referente a la articulación de sus ideas.

En este sentido, en un primer momento, durante la II República fue un movimiento político muy marginal que pretendía emular al fascismo italiano y, en menor medida, al nacionalsocialismo alemán. Por lo tanto, podían articular ideas y discursos con un marcado carácter izquierdista e incluso revolucionario ─revolucionario en el sentido fascista, esto es, una revolución “desde arriba” para que realmente nada cambie.

En una segunda fase, ya durante la ─mal llamada─ Guerra Civil ­─algunos autores, como por ejemplo el historiador hispanista Paul Preston, consideran que es más preciso referirse a esta contienda como la Guerra de España[30]─, el nacionalsindicalismo abandonó algunos de sus principios más obreristas con el fin de unirse a tradicionalistas y conservadores con el objetivo de ganar la guerra.

Finalmente, habría una tercera fase en la que tras la victoria del bando rebelde y la integración de toda la amalgama de movimientos políticos y tendencias ideológicas bajo el paraguas de la dictadura de Francisco Franco, el nacionalsindicalismo originario quedaría casi reducido a folclore y la simbología característica del movimiento, restando mucho peso a la vertiente más “izquierdista” de la primera época.

La mayor parte del análisis del presente artículo está centrada en la fase más temprana del nacionalsindicalismo, prestando una especial atención a la construcción teórica que llevaron a cabo sus tres principales figuras, esto es, José Antonio Primo de Rivera, Ramiro Ledesma y Onésimo Redondo. Esta elección se debe a que durante este periodo dicho movimiento político conservaba aún su esencia política original, aquella Falange Española que pretendía ganarle al anarquismo y al marxismo la vanguardia de las aspiraciones de la clase obrera española.

Ya entrando en materia, Miguel Ángel Perfecto, en su obra El nacionalismo franquista[31], distingue dos fases claramente diferenciadas en el primer nacionalsindicalismo español. La primera de ellas la denomina como la fase Jonsista (1931-1934).


Información sobre las JONS en el único número de El Fascio (marzo-1933)
 

En este periodo el fascismo español tiene entre las propuestas de su ideario político el convertir a las empresas en una especie de apéndice del Estado autoritario mediante la sindicalización obligatoria de obreros y patronos. Con ello se buscaba acabar con la lucha de clases y poner el conjunto de la economía al servicio de la patria. El estado Nacionalsindicalista, dice este autor, buscaría disciplinar y garantizar la producción. Es interesante destacar como en esta fase, con la intención de crear un sindicalismo nacional, el fascismo español realizó un intento de acercamiento con el anarco-sindicalismo ─­los colores rojo y negro de la bandera falangista están inspirados en los de la CNT─ mediante contacto con líderes cenetistas como Ángel Pestaña. Algunos anarcosindicalistas, como Narciso Álvarez Sotomayor y Guillén Salaya, o un comunista como Manuel Mateo, en un momento determinado se “cambiaran de bando” uniéndose así a los fascistas en la fundación del sindicato falangista Central Obrera Nacional Sindicalista (CONS)[32].

El segundo ciclo se produce tras la fusión de Falange y JONS ─dando lugar a la Falange Española de las JONS─ incorporando al ideario nacionalsindicalista:

Aspectos del catolicismo social como el valor del trabajo y el sacrificio, todo ello unido a la crítica del capitalismo rapaz. A partir de estos momentos, los aspectos más totalitarios y estatalistas del proyecto corporativo de Ledesma se suavizan al afirmar el derecho a la propiedad privada —eso sí, sujeta al interés social—, y al reducir el papel del Estado convertido en un agente coordinador y planificador de la economía.[33]

De igual modo, en las normas programáticas de la Falange, concretamente en el punto 8, se especifica que “el Estado nacionalsindicalista permitirá toda iniciativa privada, compatible con el interés colectivo, y la protegerá y estimulará”. Y en el punto 13, “El Estado reconocerá la propiedad privada […] y la protegerá contra los abusos del gran capital financiero, de los especuladores y de los prestamistas”.[34]

Con estos extractos ya se ilustra como aun existiendo una vertiente claramente obrerista, en tanto que apela a la clase obrera como eje vertebrador del movimiento nacionalsindicalista, esta siempre queda supeditada a unos intereses superiores impuestos de manera vertical y arbitraria. Siguiendo esa misma lógica, Maeztu expone:

El propósito de sustituir la lucha de clases por una organización autoritaria [fascista] no veo sino racionalidad. Sería preferible que esta justicia social se organizase espontáneamente, pero, a falta de esa espontaneidad, bienvenida sea la autoridad que la imponga desde lo alto.[35]

Aun queriendo acabar con la lucha de clases, los intelectuales fascistas no dudan en centrar las críticas al liberalismo económico y al individualismo que este promulga, que, según ellos, junto con la democracia parlamentaria, es el germen que crea el escenario perfecto para el crecimiento de las ideas revolucionarias de corte marxista y anarquista. A colación con esto último, es menester destacar las siguientes palabras de Calvo Sotelo:

El liberalismo cree dar plena libertad al obrero, ¡en realidad se la arrebata! Y se la arrebata porque le priva de toda defensa al prohibirle sus asociaciones profesionales como algo pecaminoso y hasta criminal. Se destruyen los residuos del gremio […] El liberalismo le deja solo frente al Estado –que es burgués- y, para mayor sarcasmo, le dice: ¡Toma, te doy la libertad! ¿Qué libertad? No la humana, que el obrero poseía desde que Cristo sacrificó el trabajo humano; no la económica, porque esa sarcástica libertad del trabajo es para quien necesita trabajar, la libertad del hambre. [El liberalismo] queriendo dignificar al trabajador, le degrada a reducir el trabajo humano a la mera condición de mercancía, sujeta a la dura ley de oferta y la demanda.[36]

 
Manuel Mateos, dirigente de la CONS, acompaña a José Antonio Primo de Rivera, Juan Antonio Ansaldo, Julio Ruiz de Alda, Raimundo Fernández Cuesta y otros, a la salida del mitin de Falange Española en el Cine Europa, el 12 de Febrero de 1936
 

La crítica por parte de algunos líderes del fascismo español no se circunscribía únicamente al liberalismo económico y sus consecuencias sociales. Ramiro Ledesma, siguiendo una línea intelectual modernista de su época y del propio fascismo, se mostraba indulgente con la burguesía liberal y capitalista del momento, criticando su forma de vida y la libertad política que estos promulgaban, cristalizada esta en una democracia parlamentaria que según él, traslada todo el poder a los magnates capitalistas y las oligarquías partidistas, excluyendo así a la gran masa que ellos dicen defender. En sus propias palabras:

Las instituciones demo-burguesas han sido elaboradas bajo la creencia de que el individuo es el sujeto creador de la historia, todo ha de sacrificarse, comenzando por el Estado, a la postre en medio de las instituciones y la civilización liberal burguesa el hombre resultó maltratado, explotado y empequeñecido.[37]

También José Antonio Primo de Rivera, en 1935, vertía duras críticas al liberalismo económico y político. Aunque en este caso, ampliaba el marco de las críticas e introducía en la ecuación al mismo sistema capitalista:

El fenómeno del mundo es la agonía del capitalismo. Pues bien, de la agonía del capitalismo no se sale sino por una urgente desarticulación del propio capitalismo: el capitalismo rural, el capitalismo bancario y el capitalismo industrial, el capitalismo hace que cada hombre sea un rival por el trozo de pan. Y el liberalismo, que es el sistema capitalista en su forma política conduce a ese otro resultado que la colectividad pierda la fe en un principio superior, en un destino común.[38]

Como se puede observar, durante los primeros años de Falange y de las JONS era común que los dirigentes fascistas españoles criticaran duramente al liberalismo en todas sus vertientes. Ellos creían que era necesario reconstruir una nueva sociedad donde los intereses superiores de la patria ­─que con el tiempo acabarían coincidiendo con la gran burguesía que ellos decían criticar─ no estuvieran supeditados a la acumulación de capital por parte de individuos o empresas privadas. José Pemartín, un habitual de las publicaciones de la revista fascista, Acción Española, destaca como el capitalismo liberal es una concepción económica profundamente antihumana, anticristiana y antiespañola, por lo que aboga por implantar un pensamiento económico fundamentado en los principios de solidaridad, jerarquía y disciplina.[39]

A tal respecto, los líderes fascistas podían llegar a comprender que los obreros en su conjunto, unidos como clase social ─a diferencia de la teoría neoliberal, el Nacionalsindicalismo creía en la existencia de las clases sociales─ se sintieran vilipendiados por las nuevas formas de producción y desarrollo que daban por superados los antiguos gremios y la protección y beneficios que estos proporcionaban. Por lo que para ellos era fundamental capitalizar toda esa rabia acumulada y reconducirla a objetivos “superiores”.


Acto conmemorativo del acto de unificación de Falange Española y las JONS, en el Teatro Calderón de Valladolid el 4 de marzo de 1934
 

Como se ha mostrado, las críticas al liberalismo eran una máxima en el discurso del fascismo español, pero la alternativa social y económica que proponían estaba muy lejos de cualquier visión revolucionaria de corte marxista o anarquista. El Nacionalsindicalismo, emulando a la Italia fascista de Mussolini, dibujaba una sociedad con una economía mixta, donde capital y trabajo, mediante las clases derivadas de estas, se implicaran por igual en la producción. El objetivo teórico era crear un estado corporativista y autoritario, con un alto control de la economía además de un nacionalismo industrial y agrario. Ramiro Ledesma, como dirigente de las JONS, proclamaba la necesidad de que:

El nuevo Estado no puede abando­nar su economía a los simples pactos y contrataciones que las fuerzas económicas libren entre sí. La sindicación de las fuerzas económicas será obligatoria, y en todo momento atenida a los altos fines del Estado.[40]

Es bajo esta premisa cuando se vislumbra lo que posteriormente sería conocido como los “sindicatos verticales”. Estos, de afiliación obligatoria ─tanto para patronos como para obreros, coordinados jerárquicamente─, se encargarían de recoger los intereses de las diferentes clases sociales, constituyéndose así en corporaciones unitarias. Se puede sospechar que este mecanismo tenía como objetivo principal anular por completo el gran conflicto de clases que afloraba en la sociedad española de los años 30.

Si los dirigentes fascistas no tenían reparos en criticar el liberalismo y sus consecuencias, no eran más indulgentes con la crítica al marxismo y la lucha de clases que este promulgaba. En las propias palabras de Ramiro Ledesma, refiriéndose al Nacionalsindicalismo: “esto no tiene nada que ver con el marxismo, [el fascismo es una] doctrina que no afecta a la producción, a la eficacia creadora, sino tan solo a vagas posibilidades distributivas.”[41]

Esa animadversión a la lucha de clases también se reflejaba en los puntos iniciales de la Falange, vinculándolo además con la tan defesada indivisibilidad de España: «la lucha de clases ignora la unidad de España porque rompe la idea de producción nacional como conjunto […] considera a cuantos contribuyen a la producción como interesados en una misma empresa común”.[42]

Siguiendo con esta la crítica feroz tanto al capitalismo y como al marxismo, uno de los 27 puntos de la Falange de 1934 decía así: “re­pudiamos el sistema capitalista que se desentiende de las necesidades populares, deshumaniza la propiedad privada. Nuestro sentido espiritual y nacional repudia también el marxismo.”[43]

Por otro lado, la estrategia de liquidación de la influencia del marxismo y el anarquismo en el conjunto de los trabajadores también pasaba por crear organismos de asistencia social. Todo con el objetivo de buscar la armonía entre clases sociales. A tal respecto, es interesante rescatar estas palabras de Onésimo Redondo: “Es necesario suprimir con la justicia social el pretexto o la incompleta injustificación de la rebeldía de las masas.”[44]


Los 27 puntos de Falange
 

La crítica al marxismo se realizaba desde diferentes vertientes. Al igual que el Nacionalsocialismo alemán, que creía que todos los males de la nación se debían a una conspiración internacional judía, el fascismo español tenía la creencia (que se alargó durante los 40 años de dictadura) de la existencia de una conspiración judeo-masónica-bolchevique que, materializada en los partidos comunistas, quería acabar con la unidad de España, la civilización occidental cristiana y la vida tal y como la conocían.[45]

En la vertiente más social, el Nacionalsindicalismo (una vez más emulando al nacionalsocialismo alemán y al fascismo italiano), creía en una sociedad profundamente esencialista y vertical dirigida por los “más fuertes y capacitados”. A tal efecto, no había reparos en hablar directamente de la búsqueda del disciplinamiento de la producción. Una vez más, son recurrentes las declaraciones de Ramiro Ledesma: “El Estado disciplinará y garantizará en todo momento la producción. Lo que equivale a una potenciación considerable del trabajo. Queda todavía aun más por hacer en pro de una auténtica y fructífera economía española.”[46]

Más allá de los eufemismos que podían utilizar los líderes fascistas de la época, es evidente que el disciplinamiento de la producción no sería más que el disciplinamiento de la Clase obrera y los centros de trabajo. Hecho que se consumó una vez estos llegaron al poder.

El objetivo que decía defender el fascismo español era el de crear un país de «productores», donde obreros, técnicos y empresarios, de manera orgánica, y bajo la dirección del Estado nacional, trabajarían en común por el desarrollo económico, emulando al volkgeist germánico. En tal sentido, Ramón Serrano Suñer (un filonazi convencido) declaraba en un discurso en Sevilla:

No queremos un Estado sin pueblo; nosotros dirigimos al pueblo, pero queremos llevarle organizado jerárquicamente a su Estado Nacional; hacerlo partícipe de su destino. Y el Partido Nacional que tiene esta misión no puede ser un partido de clase, es al menos la selección de los mejores en la fe común de la Patria que tiene incluso la tarea ambiciosa de ganar a la gran masa de la zona roja que no se pueda destruir”.[47]

El proyecto social de la falange pasaba por la sustituir el conflicto social por la armonía de clases y la nacionalización de la clase obrera e incorporación de esta al Estado, además de la verticalidad de la sociedad y de la empresa vía sindicato vertical, la creación de un partido único y un sistema de asistencia social fundamentado en la caridad cristiana.

En ese sentido, el objetivo del fascismo era el de implantar un sistema social organicista donde “los individuos son fragmentos que quedan adscritos de alguna manera en alguna de las partes, órganos o estamentos de este cuerpo piramidal que constituye la sociedad. Y esta adscripción no se cuestiona.”[48]


Carnet de la CNS del año 1939
 

Esto se vería reflejado también en el dirigismo del ocio de los obreros que pretendía llevar a cabo el proyecto fascista. Emulando al Frente Alemán del Trabajo[49], el Sindicato Vertical, a través de la Obra Sindical de Educa­ción y Descanso[50], se ocuparía del ocio de la clase trabajadora mediante grupos deportivos, residencias de verano, etc.

Otra de las contradicciones que atravesaron a Falange Española a lo largo de esos años es su relación con el campo y el campesinado. Si bien la Reforma agraria impulsada por la República azuzó las iras de los terratenientes y los caciques españoles, además de ser esta una de las razones principales para la sublevación de los militares rebeldes, Falange en un principio se mostró partidaria de la expropiación de tierras en favor de los labriegos. José Antonio Primo de Rivera, en 1934 expondrá:

Hay que elevar a todo trance el nivel de vida del campesinado, vivero permanente de España. Para ello adquirimos el compromiso de llevar a cabo sin contemplaciones la reforma económica y la reforma social de la agricultura […] Hay que hacer la reforma agraria, imponiendo a los que tienen grandes tierras el sacrificio de entregar a los campesinos la parte que les falta.[51]

Ya en 1931, Ramiro Ledesma, se posicionaba claramente en favor de los campesinos y contra los caciques: “Hay que legislar para el campesino, impidiendo la explotación a que hoy se le somete y saciarlo de tierra para defenderse de la opresión caciquil.”[52]

La contradicción falangista con el campesinado y sus luchas no solo reside en que esa reforma agraria jamás se produjo durante los 40 años de franquismo (es más, tras la finalización de la guerra, devolvieron a los terratenientes las tierras expropiadas durante la II República), sino que la población campesina más combativa fue una de las principales víctimas de la dialéctica de puños y pistolas que promulgaba José Antonio Primo de Rivera. Los campesinos fueron sometidos a una persecución a sangre y fuego por parte de los terratenientes a medida que el avance de las tropas rebeldes se iba produciendo. Este episodio de venganza caciquil tiene un cariz especial en Andalucía, donde los Caballistas Negros (hijos de la oligarquía andaluza), auténticos escuadrones de la muerte a lomos de caballos, se dedicaban a dar caza e implantar el terror entre los campesinos que habían sido partidarios de la II República y del reparto de las tierras. A esto se referiría el mismísimo Queipo de Llano en unas declaraciones:

He de notificar que el alcalde Ramón de Carranza (hijo), más guerrillero que marino y que alcalde, con una columna de Falange y de Guardia Civil, está desarrollando una brillantísima labor. Es un bravo quien manda a un grupo de Bravos. Con lo que no estoy conforme es que con su actuación me quita a todos los falangistas de Sevilla, donde tan grandes servicios me prestan, pues al principio salió con un grupo de 20 muchachos, por precaución añadí fuerzas de la Guardia Civil, ya hoy opera con cerca de 200.[53]



Asimismo, si bien José Antonio Primo de Rivera y Ramiro Ledesma, al menos en sus escritos, decían ser favorables a la expropiación de tierras, la mayor parte del reaccionarismo español era profundamente contraria a esta idea. Es más, en la revista Acción Española, se defendió explícitamente los mayorazgos andaluces. En tal respecto, Pemartín escribió:

Es un absurdo prejuicio el considerar que una gran concentración de propiedad territorial en una persona […] puede ser perjudicial para la economía en general. Dando por supuesto la rentabilidad de la tierra, esas grandes concentraciones son, en general, beneficiosas para la Economía Nacional […] En ese sentido, no solamente somos partidarios decididos de la Herencia, sino que también lo somos de los Mayorazgo.[54]

Esta defensa acérrima de los mayorazgos es profundamente problemática sobre todo teniendo en cuenta las duras condiciones de vida a las que estaban sometidos los campesinos andaluces en aquellos años. El caciquismo de los terratenientes y el paro debido a la imposibilidad de poseer tierras a las que labrar, era la tónica imperante de la mayor parte de los trabajadores del campo.

Por otro lado, es menester destacar otra de las características del fascismo español. Y es que, a pensar de sus proclamas antiliberales y en algunos casos incluso antiburguesas, este estaba fundamentalmente financiados por la aristocracia y la alta burguesía madrileña y vasca; en ese sentido, “los monárquicos deseaban que Falange se convirtiera en una organización de milicias capaz de enfrentarse a las milicias y sindicatos de izquierda, siguiendo el modelo italiano.”[55] Los acuerdos económicos entre la derecha radical (monárquica, pero no solo) y el Nacionalsindicalismo, así como estos con el fascismo italiano, vendrían a reforzar esta idea.

Tampoco se puede obviar que la mayor parte de los afiliados de Falange Española de las JONS pertenecían a las clases medias y medias altas, sobre todo de Madrid y Castilla. De igual modo, el gran grueso de los afiliados provenía de los ambientes universitarios, siendo estos mayoritariamente conservadores.

De igual forma, hay que destacar que la gran parte de la financiación del intento de golpe de estado del 36 y la posterior guerra derivada del fracaso de este corrió a cargo del oligarca y banquero mallorquín Joan March Ordians. Por lo que el fascismo español estaba lejos de convertirse en un movimiento político de obreros y para obreros.


Una de las «demostraciones sindicales» del 1 de mayo
 

Conclusiones

Algunas conclusiones que se extraen del presente artículo es que la retórica obrerista utilizada por los fascismos de la primera mitad del siglo XX, por una parte obedecía a una estrategia puramente propagandística, que tenía el fin de atraer a las masas de obreros y campesinos a sus filas y desvincularlas así de la influencia de los partidos y sindicatos marxistas y anarquistas. Si bien en los momentos iniciales podía haber una cierta predisposición a defender los intereses de los trabajadores, esta se aplacó o limitó con el transcurso de los años. Por otra parte, la estrategia también tenía como fin “acoger al obrero” en el seno de una sociedad fuertemente verticalizada y clasista. Pero acogerlo como subalterno y explotable que, a pesar de los pesares, formaría parte del “gran proyecto nacional” fascista. Esto enlazaría con otra de las características que atraviesan al fascismo, como es la defensa del darwinismo social como elemento vertebrador, tanto en el conjunto de la sociedad como en el seno de las empresas. Estos buscaban dejar a la clase obrera en una situación de subyugación respecto a la burguesía. En este sentido, al igual que el rey o el caudillo ejercía de líder absoluto de las masas, el fascismo defendía la idea de las empresas como el seno de una familia tradicional, donde el patrón debía cumplir con el papel autoritario de pater familias, desplegando así un poder absoluto sobre los trabajadores. En consecuencia, el corpus teórico del fascismo descansa sobre la negación absoluta de la lucha de clases y en favor de la armonización de las mismas. Bajo el pretexto de la búsqueda de objetivos superiores, abogaban por un gran pacto de capital/trabajo, con el fin de “elevar a los intereses de la nación por encima de las luchas internas”. Es decir, frente a la idea de “clases en pugna”, se impone una idea de “sociedad armónica” compuesta por sectores distintos, unos más dignos que otros, pero que encajan a la perfección si no se trata de alterar el statu quo y el “orden natural” ─español, italiano, alemán─ de las cosas.

Esta última idea explicaría perfectamente la batalla encarnizada que llevaron a cabo los diferentes movimientos fascistas contra las organizaciones obreras que en ese momento, y en sus respectivos países, tenían una gran influencia sobre los trabajadores, tanto a nivel sindical como de partidos políticos. El fascismo se convirtió en el brazo armado de la alta burguesía, buscando socavar las conquistas sociales que el conjunto de los trabajadores había conseguido durante años de luchas.

En ese sentido, cabe destacar que los tres fascismos se alinearon en todo momento con los intereses de industriales y terratenientes, abandonando por completo las pretensiones emancipadoras del conjunto de los trabajadores. No es de extrañar, por tanto, que sendas corrientes fascistas recibieran ingentes sumas de dinero de las altas burguesías de sus respectivos países. Dinero que utilizaron para financiar campañas electorales así como sufragar las acciones violentas que los propios fascistas llevaban a cabo contra los trabajadores organizados.

Finalizado el análisis del fascismo de la primera mitad del siglo XX, hay que señalar que actualmente nos encontramos en una contraofensiva reaccionaria que, aunque a nivel estético y simbólico se encuentra muy alejado de este, las estrategias discursivas utilizadas con el fin de atraer al conjunto de los trabajadores a sus filas son muy similares. Esto cobra mayor importancia si se tienen en cuenta las consecuencias de las políticas neoliberales impulsadas a partir de los años 70 y 80 en gran parte del mundo. Recetas económicas que han socavado la capacidad organizativa y de lucha del conjunto de la clase obrera. Desprovista esta de certezas y despojada de cualquier alternativa al capitalismo depredador imperante, es fundamental que las organizaciones obreras dispongan de un acervo de herramientas que nos permitan abordar la lucha contra el ─neo─fascismo con las máximas garantías de poder lograr su derrota definitiva.

[Este artículo es una versión adaptada del Trabajo Final del Postgrado “Análisis del capitalismo contemporáneo: herramientas republicano-socialistas” auspiciado por Sin Permiso y el grupo de investigación de la UB GREECS. Agradecemos al autor, antiguo alumno del postgrado, su disposición y buena voluntad a la hora de adaptarlo. SP]


banner distribuidora