Una República en la que no dejaron ser
Una República en la que no dejaron ser
Xavier Granell Oteiza

 

Este artículo, aportado por Memoria del Futuro , forma parte del monográfico “La Primera República, la utopía de 1873”, elaborado conjuntamente por las revistas Realidad, Debates para el Mañana, Soberanías, Revista la U, Viento Sur, CTXT, Nortes, El Salto , Memoria del futuro y Universidad Progresista de Verano de Cataluña (UPEC).

Es conocida la afirmación de Marc Bloch referida a que la historia es la ciencia que estudia el ser humano a través del tiempo. El tiempo y los usos que los sujetos hacen de él es, por tanto, un asunto primordial para quien le interesa lo que fue y, también, lo que podría haber sido. Éste podría haber sido del todo relevante cuando hablamos de la proclamación de la Primera República, quizás la mayor experiencia democrática del siglo XIX en lo que a la transformación integral de la sociedad se refiere. Como se dijo de la Comuna de París, la gran medida social de la República fue su propia existencia, la demostración palpable de que se podía construir un presente de soberanía popular. La República aceleró el tiempo de la revolución que se había iniciado con el Sexenio Democrático: el hambre de tierras de los trabajadores del campo se transformó empleos, el asociacionismo obrero emergió en el espacio público, la abolición de las odiadas quintas y los impuestos de consumos parecía inminente, y la federación, como organización territorial de la libertad que era, casi se tocaba con los dedos. República fue, en definitiva, una utopía real.

Esto sólo fue posible porque la cultura democrática y republicana arraigó entre los sectores populares y parte de los mesocráticos a lo largo de las décadas anteriores. En demasiadas ocasiones las gafas de “fracaso” y “débil” referido a la modernización, el liberalismo, la industria o la nación, han servido para mirar el siglo XIX a España como si de un espejo deformado se tratase. Las carencias democráticas y los problemas sociales de hoy en día eran fruto de lo que hicieron y dejaron de hacer unas élites siempre demasiado incompetentes en un país siempre alejado de los de su entorno. Este retraso vendría a explicar que una experiencia como la Primera República, un paréntesis convulso y caótico, cayera por su propio peso. Era un proyecto demasiado avanzado para el sustrato social y cultural de la época y, como es sabido, no pasó de ser una República sin republicanos[1]. Esta perspectiva, inexplicable sin la larga noche franquista, se ha ido dejando de lado. Hoy conocemos cada vez más quiénes eran, cómo vivían y qué ansiaban aquellos demócratas y republicanos.

Herederos de la Revolución Estadounidense, de la Revolución Francesa y del primer liberalismo gaditano, los grupos demócratas se enfrentaron a un Estado liberal centralizado, de sufragio censatario y derechos políticos limitados, de libertad civil estrecha y de soberanía compartida entre monarca y cortes . Un Estado, dicho sea de paso, muy similar a sus hermanos liberales de Portugal, Francia, Bélgica o Reino Unido. Frente a ello, la democracia sostuvo de forma muy temprana la defensa de la República, la federación o la descentralización, el sufragio universal masculino, la libertad de prensa, el derecho de asociación, el cooperativismo, el crédito barato o el reparto de la propiedad de la tierra entre pequeños propietarios. En definitiva, “incorporar al festín de la vida a aquellas clases jornaleras”[2] excluidas social y políticamente.

La presencia y protagonismo femenino en los espacios radicales, republicanos y obreros en las décadas centrales del siglo ha sido una de las aportaciones más relevantes de la historiografía reciente. Y es que las mujeres no tuvieron una trayectoria particular diferenciada, pero sí han sido constantemente invisibilizadas de la narración histórica. Antes que Concepción Arenal, la fourierista Rosa Marina publicó en 1857 La mujer y la sociedad , el primer libro feminista de nuestra historia. En él se denunciaba la explotación de la mujer y se reivindicaba su derecho a protestar, hablar públicamente, escribir y salir del espacio doméstico[3]. Al parecer, no fue en vano este reclamo: Modesta Periu, zaragozana, participó en la insurrección republicana de 1869 en su ciudad y, según Benito Pérez Galdós, fue quien escribió la provocadora hoja volando El rey se va . Su militancia le llevaría a conocer las cárceles de mujeres madrileñas. Admiradora de Periu fue Magdalena Bonet y Fábregas, mallorquina e hija del republicano Ignacio Bonet Rubí, quien a partir de 1870 comienza a pronunciar discursos en el Casino Republicano Federal de Palma y, posteriormente, a publicarlos en el Iris del Pueblo [4]. Guillermina Rojas, maestra, costurera y escritora, fue también una militante y dirigente que transitó del radicalismo republicano al anarquismo internacionalista. Galdós se refiere a su implicación en las movilizaciones madrileñas de 1872 afirmando que “se peleó a tiros con las tropas de Pavía en la plaza de Antón Martín”[5]. Otro nombre destacado es el de Concha Boracino, máxima dirigente republicana federal en Torrevieja desde poco antes de 1870. Líder de la revolución cantonal, pasó a ser una figura ampliamente popular en la ciudad, reivindicando incluso anexionarse al Cantón de Cartagena. Su rastro se pierde por completo a partir de la represión al movimiento cantonalista [6].

La Primera República se vio atravesada por tres grandes tensiones: un conflicto colonial (la guerra de Cuba), una guerra civil (la tercera –o segunda– guerra carlista) y un federal (la revolución cantonal). Sin embargo, lo que puso punto y final a esta experiencia democrática no fueron los conflictos, sino un golpe de estado. Los proyectos de abolición de la esclavitud que se debatían desde 1868 se verían en parte materializados en 1873 al aprobarse la abolición de la esclavitud en Puerto Rico, lo que no gustó a los antiabolicionistas que formaban la Liga Nacional –en cuyas filas destacaban los exministros Cánovas del Castillo, Adelardo López de Ayala y Víctor Balaguer–. Tampoco gustaba a los propietarios que, con la reapertura de Les Corts en enero de 1874, se fuera a conformar una mayoría republicana en torno a Eduardo Palanca ya implementar la ley de abolición señorial que pretendía sumarse a las tres anteriores (las de 1811, 1823 y 1837) [7]. El conflicto entre propietarios y usufructuarios de la tierra podía decantarse a favor de los segundos. De la alianza entre esclavistas y grandes propietarios salió el dinero que financiaron el golpe de Pavía, clausurando así una República federal a la que no dejaron ser. 

Notas

[1] Una crítica a este enfoque en Jaume Montés, Remediando el olvido historiográfico de la Primera República, Historia Constitucional , 23, 2022, pp. 637-642.

[2] Francisco Pi y Margall, “La Revolución actual y la Revolución Democrática”, La Discusión , 1-4-1864.

[3] Juan Pro, “Mujeres en un estado ideal: la utopía romántica del fourierismo y la historia de las emociones”, Rubrica Contemporánea , 4(7), 2015, pp. 27-46 i “Romanticismo e identidad en el socialismo utópico español: buscando a Rosa Marina”, en I. Burdiel y R. Foster (eds.) La historia biográfica en Europa. Nuevas perspectivas , Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2015.

[4] Gloria Espigado, “Las primeras republicanas en España: prácticas y discursos identitarios”, Historia Social , 67, 2010, pp. (75-91) 81-82.

[5] Gloria Espigado “Experiencia e identidad de una internacionalista: trazos biográficos de Guillermina Rojas Orgis”, Arenal , 12(2), 2005, pp. 255-280.

[6] Juan B. Vilar, “El cantón de Torrevieja (Alicante) (1873): una primera aproximación”, Anales de Historia Contemporánea , 14, 1998, pp. 335-356.

[7] José A. Piqueras, La revolución democrática (1868-1874). Cuestión social, colonialismo y grupos de presión , Madrid, Centro de Publicaciones Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1992 i Antonio Jesús Pinto Tortosa, “Libertad frente a esclavismo: la Revolución Gloriosa y la cuestión abolicionista (1868-1873)”, Ayer , 112, 2018, pp. 129-154.


Fuente → realitat.cat

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