
Un monstruo de la memoria
Daniel Rico Camps
Daniel Rico Camps
Tomarse en serio el pasado sería lo razonable en cualquier persona medianamente sensible y civilizada, pero para quienes ostentan un cargo público es, ante todo, una obligación
Nos
guste más o nos guste menos, la memoria colectiva, histórica,
democrática o como queramos llamarla ha venido para quedarse. La demanda
social de reparación y recuerdo público de las víctimas de los
episodios más negros y traumáticos del pasado no es una rareza española,
sino un fenómeno global que comulga con otras luchas y movimientos en
pro del reconocimiento y dignificación de la infinidad de perdedores que la historia ha dejado en la cuneta. Debemos
tomarnos la memoria en serio, lo que quiere decir que tenemos que
prestarle atención, escuchar sus razones y reclamaciones, y exigirle al
mismo tiempo responsabilidad cívica, análisis autorreflexivo y cierta
alianza con la ciencia histórica (la posible, en la medida en que la
relación de ambas con el pasado suele ser antagónica). Tomarse en serio
la memoria sería lo razonable en cualquier persona medianamente sensible
y civilizada, pero para quienes ostentan un cargo público es, ante
todo, una obligación. El actual alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida,
sirve a este propósito de perfecto contraejemplo. A la vista están para
quien quiera verlos los dos monumentos más sonados, en el doble sentido
de la palabra, que enmarcan su “política de memoria” en los ya tres
años y pico de mandato al frente del consistorio madrileño.
El primero es fruto de un acto que sólo cabe calificar de vandalismo institucional: el desmantelamiento del memorial levantado en 2019 en el cementerio de La Almudena en recuerdo de las 2.934 personas ejecutadas en la capital entre 1939 y 1944. Su
desfiguración, tergiversada como “resignificación”, se hizo a cámara
lenta: paralización de su construcción en julio, a escasas semanas de su
finalización; retirada, en noviembre, de las placas de granito con los nombres del
casi millar de asesinados que ya habían sido inscritos en el monumento;
instalación, en diciembre, de una inscripción marmórea de nuevo cuño:
“El pueblo de Madrid a todos los madrileños que, entre 1936 y 1944,
sufrieron la violencia por razones políticas e ideológicas y por sus
creencias religiosas. Paz, piedad y perdón”; y eliminación, en febrero
de 2020, de los tres textos que completaban el sentido del proyecto
original, entre los cuales destacaban 12 versos del poema El herido de Miguel Hernández, elegidos
en parte para servir de faro interpretativo de los ocho robles de
bronce que yacen amontonados con sus raíces al descubierto en el centro
del memorial, obra escultórica de Fernando Sánchez Castillo titulada Lar.
El
segundo gran monumento de Almeida tiene su origen en una donación de la
Fundación Museo del Ejército que el regidor ha querido generosamente
regalar a la ciudadanía madrileña: una estatua broncínea de tres metros de altura
(más otros tantos de pedestal) que encarna a un bravo y veterano
legionario ataviado con uniforme de época, fusil en mano y paso al
frente, inaugurada el pasado 8 de noviembre en la embocadura de la calle
de Vitruvio, entre el Cuartel General del Estado Mayor y el Monumento
del Pueblo de Madrid a la Constitución Española de 1978, con el fin de
conmemorar el centenario del cuerpo de choque colonial creado por el
general fantoche Millán Astray (“legiones malparidas por una torpe
entraña”, decía el poeta alicantino). La pieza es una creación del
escultor Salvador Amaya a partir de un boceto del pintor de batallas Augusto Ferrer-Dalmau
y está pergeñada en un estilo que pasó de moda hará cosa de uno o dos
siglos, engolado y redicho, academicista, historicista y realista (menos
el rostro del soldado, que tira a guapote y está a años luz de los que
inmortalizó la célebre fotografía de la guerra del Rif publicada por
Roger-Mathieu en 1926).
El
alcalde defendía sus tropelías en el cementerio, acusando al memorial
avalado por el gobierno anterior de “sectario” y “revanchista” y de
“reescribir total y completamente la historia”, en radical contraste con
su propuesta de “resignificación” en pos del “encuentro” y en “el
espíritu de la Transición, de la reconciliación”. Pero salta a la vista
que lo que falsifica la historia es la mitificación de la Legión como
“un cuerpo ejemplar por su heroísmo a lo largo de sus ya 102 años de
historia” (palabras de Almeida en la inauguración de la estatua
carpetovetónica), como si el Tercio de la sanguinaria guerra de
Marruecos —el representado en el monumento— fuese idéntico al de las misiones de paz en el extranjero de la etapa democrática. Por
contra, los cerca de 3.000 nombres del memorial provienen de una
pormenorizada investigación llevada a cabo por un equipo de
historiadores profesionales coordinado por el profesor Hernández
Holgado, que ha trabajado codo con codo con colectivos de familiares de
los represaliados y cuya contribución científica al conocimiento de la
represión de la posguerra en Madrid se ha extendido más allá de las
circunstancias concretas que la originaron (testimonio de ello, el libro
de historia, a la par que de memoria, Morir en Madrid. Las ejecuciones masivas del franquismo en la capital,
publicado en 2020). A diferencia de la mirada esencialista del
monumento a la Legión, el memorial focalizaba la atención en un período y
fenómeno perfectamente distinguibles y delimitables desde una
perspectiva científica: la despiadada continuación de las ejecuciones cuando ya había acabado la guerra.
La incapacidad de reconocer esta realidad histórica sulfuró
al gobierno de Almeida hasta el extremo de vengarse del memorial,
desmontando sus letreros y deshaciendo su significado. Ahí sí tenemos una memoria “revanchista”, la misma que promovió la restitución al general esperpéntico de la calle que Carmena le retiró en 2017
para ofrecérsela a Justa Freire, maestra republicana. Memoria
revanchista y, qué duda cabe, “sectaria”, alentada por una
intransigencia que sólo busca el encontronazo, en absoluto el
“encuentro”, en ese mismo espíritu “de ciega y feroz acometividad” que
dicta la primera máxima del Credo Legionario, petrificado ahora en el
pesado pedestal de la calle de Vitruvio. En un cementerio deberían caber
todos los nombres, en particular si designan a quienes nunca han tenido
un lugar para el recuerdo. Aunque los asesinados por el bando
republicano durante la guerra ya han sido largamente honrados, si
también se quiere hacer un memorial en su homenaje en el propio
camposanto, como planteó en algún momento el Comisionado de Memoria
Histórica madrileño, pues que se haga, pero sin cargarse el del vecino
con la pantomima de la “reconciliación”. La reconciliación ya fue. La
buscó la izquierda desde finales de los cuarenta y se hizo realidad con
la Transición. Luego se convertiría en una tapadera para no hablar de
nada. La mayoría de los monumentos a los caídos “por Dios y por España” que siguen en pie han sido resignificados en “honor a todos
los que dieron su vida por España” (por decirlo como la inscripción
grabada en el del Castillo de Montjuic en 1986). La memoria no es
reconciliadora. No pretende unir lo desunido. No busca el consenso. Es
selectiva, fragmentaria, subjetiva, parcial…, pero no necesariamente
fanática, intolerante, vengativa. Un Gobierno democrático adulto debería
dar libre curso a todas las memorias y evitar imponer una memoria de
todos. Garantizar su coexistencia o, en el mejor de los casos, su
convivencia no erradicaría la controversia, más bien al contrario. Pero
es que el debate y la polémica son un componente esencial de la
democracia. Es lo que el día 1 reivindicaban los activistas que colgaron
un efímero busto de Franco de la bayoneta del legionario.
Fuente → elpais.com
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