Pío Baroja, el ácrata ilustrado

Pío Baroja, el ácrata ilustrado
Kepa Arbizu

Siglo y medio después de su nacimiento, el autor donostiarra sigue alimentando en torno a su persona diferentes y contradictorias valoraciones que se convierten en casi unánimes a la hora de ensalzar su capacidad para erigirse como sobresaliente relator de su época.

En uno de sus poemas, Gabriel Aresti suplicaba no poseer jamás calle alguna a su nombre en Bilbo, una satírica forma de significar la naturaleza artística del oficio de escritor. Un deseo que sin embargo el paso del tiempo se vio obligado a denegarle dada la alta implantación acumulada por su obra dentro del tejido cultural vasco. Una situación similar, aunque desde perspectivas diferentes, a la que está sujeta la figura de Pío Baroja, a quien, sin olvidar por supuesto sus innumerables talentos, el hecho de servirse de la lengua castellana en su aportación literaria y aparecer integrado, pese al cuestionamiento que siempre planteó sobre tal término, en la Generación del 98, le sirvió para expandir su radio de influencia más allá de las fronteras de Euskal Herria.

Pese a transcurrir sus primeros años en la capital guipuzcoana, pronto, el tercero de cuatro hermanos, participaría del asentamiento itinerante al que obligaba el trabajo de ingeniero de minas desempeñado por su padre, José Mauricio Serafín, siendo Madrid uno de los destinos habituales de residencia y por lo tanto localización en la que se labró una parte considerable de su trayectoria. Un nomadismo obligado que sin embargo en el futuro ejercería por devoción voluntaria, extendiendo sus huellas no solo por casi toda la Península Ibérica sino por buena parte de Europa. Un extenso libro de ruta plasmado a lo largo del contenido de su obra, y es que pocos autores han logrado transformar los capítulos de su propia biografía en un caudal tan copioso de inspiración.

El hecho de haber pertenecido a un árbol genealógico en el que todas sus ramas, de una manera u otra, estuvieron ligadas al ámbito creativo, supuso un fértil campo de cultivo del que supo extraer todo el provecho posible para adquirir una basta cultura que sirviera de simiente para su natural genialidad. Desde el trabajo relacionado con la imprenta y el periodismo llevado a cabo por sus directos ancestros, hasta las diferentes disciplinas realizadas por sus hermanos, repartidas entre la pintura y la literatura, su entorno engendró una riqueza intelectual que heredaría desde su más tierna juventud, cuando presenciaba las tertulias organizadas en su propio hogar, hábito que mantendría a lo largo de su trayectoria.

Dibujar el tiempo y el alma

Fue suficiente su primera obra, ‘Vidas sombrías’, una serie de cuentos publicados en 1900, para descubrir, más allá de un planteamiento narrativo de ágil discurrir y con tendencia a la certera, y nada inflamada, descripción, a un autor que sobresalía por la capacidad para proclamarse como retratista de una época, de un lugar y por su puesto de sus gentes y de su ánimo interno. Un dibujante de paisajes humanos capaz de poner al alcance del lector desde su estrato más externo hasta el más escondido recodo de su alma. Características que le otorgaron una mirada cualificada para abarcar en toda su extensión el latido de un tiempo, agudeza reflejada en la apabullante representación coral que compendian las 22 novelas, articuladas en torno a la figura de su lejano antepasado Eugenio de Aviraneta, de ‘Memorias de un hombre de acción’. Ejemplo a su vez de la fuerte implantación que siempre tuvo su filiación terruña, espolvoreada en multitud de sus libros y explícitamente concentrada en la tetralogía ‘Tierra vasca’.

Más allá de las diversas ubicaciones, identidades y momentos que construyeron el marco del imaginario ‘barojiano’, emerge entre todas ellas un tipo de protagonista determinado por ciertos trazos identificativos, situándole casi siempre en un continuo desencuentro con su contexto, una perenne disputa con la vileza imperante que deriva en el alejamiento, elegido o forzado, de ese ambiente hostil. Una condición que no era sino el espejo de la propia identidad de su creador, quien siempre hizo gala de un espíritu anárquico que lejos de materializarse en una adscripción ideológica firme, a pesar de su buena relación con ilustres libertarios o flirteos esporádicos con la política, suponía el reflejo de un carácter radicalmente individualista. Una percepción que puede avistarse, desde perspectivas diferenciadas, en algunas de sus creaciones más emblemáticas, como ‘Zalacaín el aventurero’ o ‘El árbol de la ciencia’, donde trasladó sus frustraciones en el campo de la medicina. Ambas novelas sirven igualmente para evidenciar la perfecta asimilación del heterodoxo repertorio de lecturas que acometió durante su vida, que incluían desde las historias de aventuras hasta la introspección de textos filosóficos, especialmente aquellos de acento existencialista y que devoró durante el tiempo libre del que gozaba despachando en la panadería regentada en Madrid por su hermano Ricardo.

El genio y sus contradicciones

Pretender encorsetar una basta bibliografía como la que acumuló el donostiarra se antoja una empresa casi tan complicada como aspirar a llegar a un consenso respecto a su pensamiento o actividad intelectual. Porque si en su manera de escribir el rebosante zurrón de personajes y situaciones era volcado en sus novelas sin importar desprenderse de rutas preconcebidas con el fin de conformar un esqueleto narrativo maleable, con la misma ductilidad se presentaban sus pensamientos y opiniones. Manteniendo siempre inmutable su actitud anticlerical y el desprecio por la idea de estado y de sus espacios representativos, su amalgama de pareceres pueden ser empleados, con solo recalcar unos y ensombrecer otros, para acercar su figura a la orilla que a cada cual más interese, porque si es cierto que fue pasajero eventual de casi todas ellas, nunca fue morador estable de casi ninguna, haciendo difícil trazar una línea que no esté llena de curvas si lo que se pretende es delinear su configuración moral y ética.

Habiendo sido espectador de primera mano, y embebido de tertulias y comentarios acerca de todo lo acontecido, de hechos históricos trascendentales como la guerra hispano-estadounidense, el golpe de estado de Primo de Rivera, la II República o la Guerra Civil y posterior franquismo, su postura siempre optó por erigirse como la de observador encargado de dar fe de lo que sucedía en las calles más que de buscar un posicionamiento. Un marasmo de contradicciones que acumulaban parlamentos críticos con la deriva del gobierno republicano con episodios como la detención sufrida por los requetés, salvándose de una tragedia mayor que la de ser encarcelado durante días. Un hecho que marcaría parte de su vida posterior, exiliándose a París aunque intercalando sus estancias entre la capital francesa y Madrid, lo que no le impidió seguir acumulando títulos en su haber durante aquellos años de dictadura, incapaz pese a todo de esquivar en ciertos momentos la censura, que llegó a decapitar parte de la trilogía ‘Saturnales’.

Fue el 30 de octubre de 1956, en plena posguerra, cuando Pío Baroja fallecía. Incluso muerto, su espíritu a contracorriente dejó su rúbrica al oficiarse un entierro de naturaleza atea, todo un desafío para la pacata y adoctrinada sociedad de la época. Era el adiós más coherente para alguien que mimó con pertinaz cuidado un talante esquivo que le dirigió en su última época a reivindicar una, siempre latente, búsqueda de lo primitivo como espejo de pureza moral. Una aspiración que paradójicamente, o no tanto, choca con el legado de una obra que se consagró como el sobresaliente retrato de un convulso inicio de siglo XX. Un álbum fotográfico que, más allá de recopilar personajes, hechos o lugares, fue capaz de capturar el universal desvelo humano, aquel que ni el paso de los siglos ni el huracán de la historia es capaz de evitar que nos siga estremeciendo.


Fuente → naiz.eus

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