La Guerra civil española, la «hora cero» para George Orwell

La Guerra civil española, la «hora cero» para George Orwel
Dorian Lynskey

Autor de 'El Ministerio de la Verdad: una biografía del 1984 de George Orwell'

Público avanza El Ministerio de la Verdad (Capitán Swing), una biografía del clásico 1984 de George Orwell.
 
 
En 1936, unos días antes de Navidad, George Orwell, vestido de explorador y con una pesada maleta, irrumpió en la oficina de The New English Weekly en Londres y anunció:

—Me voy a España.

—¿Por qué? —preguntó el francés Philip Mairet, director de la revista, un hombre de lo más urbanita.

—El fascismo —respondió Orwell—, alguien debe detenerlo.

¿Quién era este hombre de treinta y tres años que estaba en la oficina de Mairet? ¿Qué impresión daba? Medía casi dos metros, calzaba un cuarenta y seis y tenía unas manos grandes y expresivas. Daba la impresión de no saber dónde colocar sus largos brazos. El rostro pálido, demacrado, cansado antes de tiempo, y las profundas arrugas alrededor de la boca le daban un aire de noble sufrimiento que a sus amigos les recordaba a Don Quijote o a un santo del Greco. Sus ojos azul celeste dejaban entrever una inteligencia triste y compasiva. La boca tendía a torcerse con ironía o, si tenías suerte, dejaba escapar una especie de gruñido que pretendía ser risa. Tenía el pelo de punta, como las cerdas de una escoba. Llevaba una ropa andrajosa, que no se amoldaba a su cuerpo, sino que colgaba de él, y lo único que cuidaba con esmero era el bigote. Olía a tabaco quemado y, según algunos, a enfermo. Hablaba en un tono monótono y ronco que pretendía disimular su clase social, pero siempre se acababa colando un rastro de su educación en el elitista colegio de Eton. A primera vista podía parecer algo reservado o distante. Aquellos que le conocían enseguida descubrían su generosidad y buen humor, pero seguían chocando con una barrera emocional. Creía firmemente en el trabajo duro y los placeres modestos. Se acababa de casar con una inteligente y audaz graduada de Oxford llamada Eileen O’Shaughnessy. Tenía compromiso político, pero no ideología. Había viajado mucho y hablaba varios idiomas. Tenía futuro.

Igual de relevante es todo aquello que no era. Aún no era una figura destacada, ni un socialista comprometido experto en totalitarismos, ni un escritor cuya prosa destacaba por su transparencia. Aún no era George Orwell. España supondría la gran ruptura de su vida, su hora cero. Años más tarde le diría a su amigo Arthur Koestler: «La historia se detuvo en seco en 1936». Se estaba refiriendo al totalitarismo. Y en particular a España. La historia se detuvo y 1984 echó a andar.

«Hasta que tuve treinta años —escribió un Orwell de mediana edad—, planifiqué siempre mi vida sobre la suposición no solo de que cualquier empresa de altos vuelos estaba para mí condenada al fracaso, sino también de que a lo sumo podía contar con que me quedaran muy pocos años por delante».

Nació en la India el 25 de junio de 1903 y le pusieron el nombre de Eric Arthur Blair. Su madre, Ida, que le llevó a Inglaterra un año más tarde, era una mujer inteligente y aguda, medio francesa, que se juntaba con sufragistas y miembros de la socialista Sociedad Fabiana. Su padre, Richard Blair, era un funcionario que trabajaba en el Departamento de Opio del Gobierno Imperial británico. No volvería a formar parte de la vida de su hijo hasta 1912, cuando para Eric sería «tan solo un hombre de edad avanzada y voz carrasposa que solo decía "no"». En 1984, a Winston Smith le obsesiona haber traicionado a su madre y su hermana en la infancia, pero apenas recuerda a su padre.

Orwell nació en lo que él mismo denominaba la «baja alta clase media», un atormentado estrato del sistema de clases británico que mantiene las pretensiones y modales de los ricos sin contar con su capital y, por consiguiente, invierte prácticamente todos sus limitados ingresos en «mantener las apariencias». Más tarde, sentiría vergüenza, pena y cierto desdén al recordarse a sí mismo de joven como el típico «repelente pequeño esnob», el resultado esperable de su educación y clase social. «El esnobismo, si uno no lo combate incesantemente como una mala hierba que se reproduce, le acompaña a uno hasta la tumba». Entre los ocho y los trece años fue alumno de St. Cyprian, una pequeña escuela privada de Sussex que detestó con fervorosa pasión durante el resto de su vida. «El fracaso, el fracaso, el fracaso... el fracaso a mis espaldas, el fracaso ante mí. Esa fue, de lejos, la más honda de las convicciones que me llevé conmigo».

En la breve nota autobiográfica que Orwell envió en 1940 para el libro Twentieth Century Authors (Escritores del siglo xx), decía: «Estudié en Eton, 1917-1921, porque tuve la suerte de obtener una beca, pero no me esforcé y aprendí muy poco, y no tengo la sensación de que Eton haya sido una gran influencia formativa en mi vida». Aunque seguramente exageró el desprecio que sentían hacia los becados los alumnos de pago, es verdad que era un estudiante mediocre con un fuerte sentimiento de no pertenencia. Aunque le llamaban Bolshie, de «bolchevique», su supuesto socialismo era más una pose que una convicción profunda. Uno de sus compañeros lo recuerda como «un chico siempre enfadado, que siempre pensaba que todo a su alrededor estaba mal y daba la impresión de estar ahí para arreglarlo». Otro lo recuerda como «más sarcástico que rebelde; se apartaba un poco de las cosas para observarlas, siempre observando».

Tras su paso por Eton, Orwell rechazó la oportunidad de ir a la universidad e ingresó en la Policía Imperial de la India en Birmania, donde había crecido su madre: una decisión sorprendente que nunca intentó explicar ni a sus lectores, ni a sus amigos. Orwell dejó de lado sus ambiciones literarias, pero los cinco años que pasó en Birmania le proporcionaron material para una novela decente (Los días de Birmania), dos ensayos muy buenos («Un ahorcamiento» y «Matar a un elefante») y la convicción, que ya no le abandonaría hasta su muerte, del valor de lo vivido. A Orwell no le gustaban los intelectuales (una palabra que solía entrecomillar) que se basaban en teorías y especulaciones; nunca se creía algo hasta que, de alguna forma, lo había vivido. «Para odiar el imperialismo es necesario formar parte de él», decía y, aunque es una generalización falaz, para él era verdad. En la obra de Orwell, «tú» muchas veces quiere decir «yo».

Birmania fue como una terapia de aversión. Observar cómo el abuso de poder (y la hipocresía con la que se encubría) corrompía y limitaba a los miembros de la clase dirigente hizo que Orwell se volviese hostil hacia cualquier tipo de opresión y se convirtiese en una especie de anarquista. No le duró mucho, porque no tardó en concluir que era «absurdo y sentimental». Volvió a Inglaterra en 1927 (de permiso, pero ya nunca regresó a Birmania) y «sentía pesar sobre mí una inmensa culpa que necesitaba expiar», que se manifestó en un deseo masoquista de meterse en situaciones desagradables e incluso peligrosas para su vida. «¿Cómo vas a escribir sobre los pobres a menos que te vuelvas pobre tú también, aunque sea temporalmente?», le preguntó a un amigo. Una bibliotecaria que le conoció en este periodo se dio cuenta de que era «como si estuviera reorganizando su vida».

Él mismo admitía no sentir ningún tipo de «interés por el socialismo ni por ninguna otra teoría económica»; lo que buscaba era sumergirse en el inframundo de los oprimidos, aquellos que al no tener trabajo, propiedades ni estatus están por encima, o, más bien, por debajo del sistema de clases. Por eso mismo, a finales de la década de 1920 se convirtió en vagabundo en Inglaterra y lavaplatos en París. «Este es como un mundo dentro del otro, en el que todos son iguales; una especie de pequeña democracia de la miseria, tal vez lo más aproximado a la democracia que existe en Inglaterra», escribió. Richard Rees, editor de la revista The Adelphi, pensaba que Orwell había elegido ese camino «como una especie de penitencia o ablución, para limpiarse la mácula del imperialismo». Esta nostalgie de la boue, que anticipa las incursiones de Winston Smith en el distrito de los proles en 1984, le llevó a escribir su primer libro: las memorias Sin blanca en París y Londres.

Publicado en 1933, el libro marca el nacimiento de «George Orwell». Usó un seudónimo porque no quería avergonzar a su familia si el contenido del libro les impactaba o si su carrera de escritor quedaba en nada, pero en verdad nunca le gustó el nombre de Eric y estaba deseando reinventarse. Este nombre, inglés por excelencia, inspirado en el río Orwell en Suffolk, ganó frente a las otras alternativas que se le ocurrieron: Kenneth Miles, P. S. Burton y H. Lewis Allways. Y menos mal, porque «allwaysiano» no habría sido un adjetivo muy elegante.

En 1936 Orwell ya había escrito tres novelas, un libro de no ficción, algunos poemas no muy buenos y una cantidad cada vez mayor de artículos periodísticos, pero todo ello no constituía aún una carrera viable. Se mantenía a flote trabajando como profesor y librero. Ese mismo año, en su tercera novela, Que no muera la aspidistra, dibujó un retrato cruel y exagerado de sí mismo. Gordon Comstock es un pobre fugitivo de esa clase media de «buena familia que mantiene las apariencias», no ha conseguido satisfacer sus ambiciones literarias y trabaja en una librería para llegar a fin de mes. «Aún no había cumplido los treinta, pero su deterioro era evidente: muy demacrado y con amargos surcos irreversibles». Su autocompasión, su pesimismo y su misantropía resultan tan claustrofóbicos que sentimos como una liberación que al final capitule ante el conformismo burgués, simbolizado por la planta de la aspidistra. Comstock es un reflejo distorsionado de Orwell: es el hombre en el que podría haberse convertido si hubiera sucumbido al rencor y a la melancolía.

En enero de 1936, Orwell aceptó un encargo de su editor, Victor Gollancz, un judío socialista, optimista y enérgico, para explorar las duras condiciones que vivía la clase industrial del norte de Inglaterra. Publicada un año más tarde, la primera parte de El camino de Wigan Pier es un excelente ejemplo de periodismo de denuncia, que despierta la empatía del lector al intercalar datos concretos en una descripción vívida de los lugares, los sonidos, los sabores y los olores de la vida de la clase trabajadora. La imagen de una mujer arrodillada para desatascar la tubería de desagüe de un fregadero le pareció a Orwell una representación tan indeleble de lo que supone el trabajo arduo, que volvió a utilizarla años más tarde en 1984. Le impresionó la expresión de su cara: «Ella sabía muy bien lo que le pasaba». Orwell escribió a menudo que un rostro tiene el poder de revelar la personalidad en un sentido profundo, ya se trate de Dickens, Hitler, un miliciano español o el Hermano Mayor. En la Franja Aérea Uno, el equivalente a Gran Bretaña en 1984, se denomina «crimenfacial» al peligro de adoptar físicamente una expresión inapropiada, que revele tus verdaderos sentimientos, y la metáfora del torturador O’Brien para la tiranía es: «una bota aplastando una cara humana... eternamente».

Aunque es evidente que minimiza los placeres de la vida de clase trabajadora para hacer hincapié en sus dificultades, en la primera parte de El camino de Wigan Pier Orwell presenta a los personajes como seres humanos y no como meras unidades estadísticas o símbolos de la masa trabajadora. Por tanto, cuando le dijo a Jack Common, un escritor de clase trabajadora, «me temo que algunas partes son una bazofia», probablemente se estaba refiriendo a la segunda parte del libro, más ensayística. De hecho, más tarde llegó a decir que no merecía la pena ni reimprimirla.

La segunda parte comienza con una especie de memorias, en las que, con una honestidad brutal, rastrea la evolución de su conciencia política. Al afirmar que, desde su nacimiento, «le enseñaron a odiar, temer y despreciar a la clase obrera», convierte implícitamente el libro en un medio tanto de educación como de penitencia. El resto, en cambio, no es más que una polémica confusa. Según Orwell, era evidente que el socialismo era necesario, por lo que su falta de popularidad tenía que deberse a su imagen, que «aleja a la propia gente que debería apoyarlo masivamente» al ocultar sus ideales fundamentales de justicia, libertad y honestidad. Él identifica dos obstáculos significativos. Por un lado, el culto socialista a la máquina, que genera una visión poco apetecible de «aviones, tractores y grandes y relucientes fábricas construidas de vidrio y cemento». Por otro, la excentricidad de la clase media. Orwell pasa por alto la existencia de socialistas de clase trabajadora y de un movimiento sindicalista, para rescatar sus propios prejuicios excéntricos. Lo que hace es imaginar los pensamientos de un hombre común y criticar todas las obsesiones y fobias que supuestamente hacen que el socialismo no le resulte atractivo a dicho hombre (o no le resulte atractivo a él): los vegetarianos, los abstemios, los nudistas, los cuáqueros, las sandalias, el zumo de frutas, la jerga marxista, la palabra camarada, las camisas de color pistacho, los métodos anticonceptivos, el yoga, las barbas y Welwyn Garden City, la ciudad en el condado de Hertfordshire construida de acuerdo con los principios utópicos. Aunque Orwell sostiene que solo está haciendo de abogado del diablo, da la sensación de que se lo pasa mejor insultando a una minoría chiflada de socialistas que defendiendo otras formas de socialismo. Después de eso, concluir el libro con un llamamiento a que «las izquierdas de todos los matices olviden sus diferencias y se unan» resulta excesivo.

Orwell le complicó la vida a Victor Gollancz, que había fundado hacía poco la editorial Left Book Club junto al parlamentario del Partido Laborista John Strachey y el politólogo Harold Laski con el objetivo de promover el socialismo. Laski, el intelectual socialista más influente de Inglaterra, dijo que la primera parte de El camino de Wigan Pier era «una loable propaganda de nuestras ideas», pero Gollancz se sintió obligado a escribir un prefacio a la edición del Left Book Club, en el que distanciaba a la editorial de los duros juicios expresados en la segunda parte. En dicho prefacio, Gollancz señala la naturaleza contradictoria de Orwell: «Lo cierto es que es al mismo tiempo un intelectual extremo y un violento antiintelectual. Del mismo modo que sigue siendo (y que me perdone por decir esto) un esnob desagradable que odia cualquier forma de esnobismo». Hasta el final de sus días, Orwell admitió que los microbios de todo aquello que criticaba estaban también en su propio ser. De hecho, era esa conciencia de sus propias imperfecciones la que le protegía de las ilusiones utópicas de la perfectibilidad humana.

Gollancz también acusó a Orwell de no definir en ningún momento su versión preferida del socialismo y de no explicar cómo se llegaría a ella. Según Jon Kimche, compañero de Orwell en la librería y luego editor suyo, Orwell era «socialista por instinto»: «muy respetable pero, en mi opinión, sin consonancia con situaciones políticas o militares complejas». No obstante, por dispersa u obstinada que fuera su crítica del socialismo, sus intenciones eran sinceras. Estaba convencido de que «ninguna otra cosa puede salvarnos de la miseria del presente y de la pesadilla del futuro» y, si no conseguía persuadir a los británicos de a pie, sin duda alguien como Hitler se aprovecharía de su descontento. El socialismo en Inglaterra «huele a extravagancia, a veneración de la máquina y a estúpido culto a Rusia. Si no se elimina este olor, y deprisa, el fascismo puede vencer».

Mientras escribía esas palabras, Orwell ya estaba haciendo planes para luchar contra el fascismo de forma más directa. Richard Rees, editor de The Adelphi, conocía a Orwell desde 1930, pero solo cuando su amigo se fue a España «se dio cuenta de que era alguien fuera de lo común».

«La guerra civil española es uno de los pocos conflictos modernos cuya historia la han escrito con mayor eficacia los perdedores que los vencedores», escribió el historiador Antony Beevor. De hecho, Orwell, el hombre que escribió la memoria más leída sobre ese conflicto (Homenaje a Cataluña), luchó con los perdedores de los perdedores: el Partido Obrero de Unificación Marxista, conocido como POUM. Estamos ante una perspectiva muy concreta. El POUM era muy pequeño y tenía poca influencia, era débil en términos militares y estaba mal visto en términos políticos. Los coetáneos de Orwell y más tarde los historiadores aseguraron que el libro ofrecía una imagen distorsionada del conflicto, lo cual era cierto, pero sí que decía la verdad sobre la guerra que vivió su autor.

En febrero de 1936, mientras Orwell estaba en Wigan, en la turbulenta República española, que existía hacía solo cinco años, salió elegido por poco el Frente Popular, una coalición de anarquistas, socialistas, comunistas y republicanos liberales, lo que horrorizó a la Iglesia y al Ejército, pilares del espíritu monárquico reaccionario. El 17 de julio, después de cinco meses de inestabilidad, el general Francisco Franco promovió un golpe de Estado en el Marruecos español y en las islas Canarias, que supuso el inicio de una guerra civil brutal que dividió al país en dos; una guerra que encarnaría la lucha entre el fascismo y el comunismo, tan característica de toda esa década. De inmediato, Alemania e Italia suministraron armas y hombres a los rebeldes de Franco y Rusia, gracias a un mal planteado embargo de armas impuesto por Francia y el Reino Unido, se convirtió en el principal aliado de la República, con fatídicas consecuencias.

Orwell seguía muy de cerca los acontecimientos en España: las páginas finales de El camino de Wigan Pier incluyen una referencia a la batalla de Madrid en noviembre de ese año. Fue a España con la expectativa de luchar contra el fascismo y defender «la honradez más elemental», pero se encontró sumergido en una asfixiante sopa de letras de acrónimos políticos que, para algunas personas, suponía la diferencia entre la vida y la muerte. Es necesario que explique lo que Orwell denominó «una plaga de siglas», pero seré breve. El PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña) era la rama catalana del Partido Comunista de España y, con diferencia, la facción mejor armada, gracias al apoyo ruso. Los anarquistas estaban representados por la FAI (Federación Anarquista Ibérica) y la CNT (Confederación Nacional de Trabajadores). El último primer ministro, Francisco Largo Caballero, provenía de la socialista UGT (Unión General de Trabajadores). Además, estaba el POUM, dirigido por Andrés Nin, de cuarenta y cuatro años: un partido marxista revolucionario del proletariado, en una situación aislada y vulnerable por oponerse a Stalin y haberse distanciado de Trotski. Estas facciones de izquierdas provocaron una guerra civil dentro de la guerra civil. Los comunistas, siguiendo la nueva estrategia del Frente Popular acordada en Moscú (que consistía en una alianza antifascista con los capitalistas), insistían en que ganar la guerra tenía que ser más prioritario que la revolución. Los anarquistas y el POUM sentían que una victoria sin revolución era inaceptable, además de imposible. Eran posturas irreconciliables.

La lealtad de Orwell al POUM resulta, en retrospectiva, típicamente quijotesca. De hecho, más tarde admitió que «no solo no me interesé por la situación política, sino que ni siquiera fui consciente de ella». De haberlo sabido, le dijo a Jack Common, se habría unido a los anarquistas, o incluso a las Brigadas Internacionales, de base comunista, pero otros tomaron la decisión por él. Necesitaba una carta de recomendación para facilitar su entrada en España y se dirigió primero a Harry Pollitt, estalinista hasta la médula y secretario general del Partido Comunista de Gran Bretaña. Pollitt consideraba que Orwell era poco fiable en términos políticos (algo que sin duda era cierto y de lo que se sentía orgulloso) y no se la escribió. Tuvo más suerte con Fenner Brockway, del Partido Laborista Independiente (ILP, por sus siglas en inglés), un partido socialista pequeño e inconformista que seguía la misma línea que el POUM. La suerte estaba echada. Para Orwell, tanto el POUM como el ILP habían demostrado su honestidad y coraje al denunciar los juicios falsos de Moscú.

Esa mezcla de idealismo, ignorancia y determinación que encontramos en Orwell era habitual entre los extranjeros que acudieron a España en 1936. La gran causa de la izquierda en ese momento atrajo a personas de todo tipo: aventureros y soñadores, poetas y fontaneros, marxistas doctrinarios y frustrados inadaptados. Un voluntario dijo que era «un mundo en el que los solitarios y los desamparados se sintieron importantes». Treinta y cinco mil personas de cincuenta y tres países sirvieron en las Brigadas Internacionales y cinco mil más, en milicias asociadas con los anarquistas y el POUM. También fueron a España más de mil periodistas y escritores, como Ernest Hemingway, Martha Gellhorn, Antoine de Saint-Exupéry o el poeta Stephen Spender, que más tarde escribió: «Fue en parte una guerra de anarquistas y en parte una guerra de poetas». Antes de su llegada, pocos extranjeros conocían la complejidad de la situación política, pero aun así, según el periodista Malcolm Muggeridge, «lo que estaba claro era que en España el Bien y el Mal se habían enzarzado en un violento combate».

Orwell salió de Londres el 22 de diciembre y viajó hacia España vía París. Allí visitó al novelista estadounidense Henry Miller, que pensaba que arriesgar la vida por una causa política era una insensatez e intentó hacerle cambiar de opinión. «Aunque, a su manera, era un tipo estupendo, acabé pensando que era idiota —dijo Miller décadas más tarde—. Era como muchos ingleses, un idealista, pero encima (o eso me parecía a mí) un idealista ingenuo». Orwell cruzó la frontera y llegó a Barcelona el día después de Navidad.

Cataluña era una región casi independiente y orgullosa de serlo, con una larga tradición anarquista. El golpe de Estado de Franco en julio había desatado allí una revolución anticlerical: se habían incendiado muchas iglesias y muchos clérigos habían sido ejecutados. Los burgueses se habían salvado en su mayoría, pero los partidos proletarios habían ocupado bancos, fábricas, hoteles, restaurantes y cines; se habían apropiado de los taxis y los habían marcado con las iniciales de la CNT y la FAI. Franz Borkenau, un escritor austriaco que Orwell conoció y admiró, visitó España en el mes de agosto, justo al final del fervor revolucionario: «Era algo abrumador. Como si hubiésemos desembarcado en un continente diferente a cualquiera de los que nos hubiese sido dado ver con anterioridad». Cyril Connolly, compañero de colegio de Orwell, también lo vivió y la experiencia acabó con su esnobismo, aunque fuese de forma temporal: «Es como si las masas, esa muchedumbre a la que normalmente solo se le atribuye estupidez u opresión, estuviesen viviendo el verdadero florecimiento de la humanidad».

No está claro si Orwell fue a España a luchar y acabó escribiendo, o viceversa. John McNair, el representante del ILP en Barcelona, recuerda que Orwell entró en su oficina y dijo: «He venido a España para unirme a las milicias en la lucha contra el fascismo», pero en Homenaje a Cataluña Orwell sugiere que el periodismo fue primero. Sea como fuere, en pocos días ya había decidido hacer las dos cosas.

Se encontró con «una copia mala de la guerra de 1914-1918, una guerra de posiciones, de trincheras, artillería, incursiones, francotiradores, barro, alambre de púas, piojos y estancamiento». Pasó la mayor parte de los cuatro meses siguientes con la División 29 del POUM en las trincheras del frente de Aragón, que separaban el pueblo de Alcubierre, en manos de los republicanos, de los bastiones fascistas de Zaragoza y Huesca. Las principales preocupaciones de Orwell eran, en orden decreciente, «la leña, la comida, el tabaco, las velas y el enemigo» (este último se situaba bastante más abajo en la lista). Apenas tenían armas y equipamiento rusos, por lo que las milicias del POUM no podían organizar un ataque contra los fascistas. Les faltaban, entre otras cosas, uniformes, cascos, bayonetas, prismáticos, mapas, linternas y armas modernas. El rifle de Orwell era un Mauser de 1896. Le enfurecía esa sensación de parálisis e inutilidad y maldecía el frente porque «allí tampoco ocurría nada», lo mismo que diría más tarde de la deprimente apatía de la familia Comstock en Que no muera la aspidistra. Georges Kopp, el robusto comandante belga de su batallón, les dijo a sus hombres: «Esto no es una guerra, es solo una opereta en la que de vez en cuando hay algún muerto». No obstante, en las trincheras Orwell encontró una versión mejorada del igualitarismo liberador que ya había visto entre los vagabundos y que le convirtió en socialista de una vez por todas. «Había respirado la igualdad». Esta experiencia tan concreta le permitió decir más tarde que, a pesar de todo, sus vivencias en España no habían «disminuido sino aumentado mi fe en la decencia del ser humano».

Otro consuelo, menos espiritual, era el chocolate, los cigarros y el té Fortnum & Mason que le enviaba su esposa, Eileen, desde que, siguiendo sus pasos, se trasladó también a España en el mes de febrero para trabajar como secretaria de McNair en Barcelona. Se habían casado ocho meses antes, tras haberse conocido en una fiesta en 1935, y eran, en muchos sentidos, tal para cual. Los dos eran reservados con sus emociones y tenían cierta tendencia a la melancolía, sazonada con un irónico sentido del humor y un espíritu generoso. Compartían la pasión por la naturaleza y la literatura, unos gustos frugales y una clara despreocupación por su salud y su apariencia; era raro verlos sin un cigarrillo en los labios. Ambos tenían fuertes principios y el valor para actuar acorde a ellos. Lo que los diferenciaba era la ambición: Eileen era una graduada de Oxford muy inteligente que caía bien a todo el mundo y que subordinó sus aspiraciones a las de Orwell, lo que le llevó a abandonar un programa superior en psicología educativa para irse a vivir con él a una casa de campo en el pueblo de Wallington, en el condado de Hertfordshire. Una amiga dijo: «Se contagió de los sueños de Orwell como si fueran sarampión».

En el mes de abril, cuando las milicias avanzaron hacia las trincheras fascistas, Orwell por fin vio algo de acción. Demostró tener mucha entereza, al enfrentarse al fuego enemigo gritando: «¡Venga, cabrones!», a lo que un compañero respondió: «Por Dios, Eric, ¡agáchate!». Pero durante las largas semanas de estancamiento salía a relucir su lado más excéntrico. Estamos hablando de alguien que se negó a disparar a un fascista en retirada porque el hombre acababa de ir al baño y se le estaban cayendo los pantalones y era, por tanto, «evidentemente un congénere, un semejante. No apetece disparar contra él». El mismo que una vez se sobresaltó tanto al ver una rata que disparó contra ella, lo que alertó al enemigo y provocó un feroz tiroteo que destruyó la cocina y dos autobuses de la milicia. «Si hay algo que odio es que una rata me pase por encima en la oscuridad», escribió, una decena de años antes de que los roedores vencieran la resistencia de Winston Smith. En ocho de los nueve libros de Orwell aparecen ratas.

A pesar de toda la camaradería, a Orwell no le apasionaba el POUM, entre otras cosas por su deseo de llevar siempre la contraria: «En parte porque el aspecto político de la guerra me aburría, arremetí, como es natural, contra la opinión que tenía más próxima». Pero también pensaba que los comunistas tenían un impacto mayor. El cariño idealista que sentía hacia los desamparados se vio superado por su deseo pragmático de que las cosas se hiciesen. Años más tarde seguiría pensando que el POUM se equivocaba al insistir en que el éxito de la revolución conduciría a la victoria.

A finales de abril, durante unos días de permiso que pasó con Eileen en Barcelona, pensó en dejar la milicia y unirse a las Brigadas Internacionales en Madrid, donde estaba la acción. Sus compañeros milicianos le dijeron que estaba loco y que los comunistas le matarían, pero no había quien le hiciera cambiar de opinión. Más tarde se dio cuenta de la suerte que tuvo al cambiar de línea política sin que nadie le denunciara o amenazara. No tenía ni idea de lo peligrosa que se había vuelto Barcelona para la gente como él. Estaba a punto de descubrirlo.


Fuente → blogs.publico.es

banner distribuidora