Fraga y nosotros
Fraga y nosotros
Xosé Manuel Pereiro

Un repaso a los momentos estelares del monarca de Galicia en el centenario de su nacimiento

Hace unos días habría cumplido 100 años, como muchos llegamos –políticamente– a desesperar y él posiblemente incluso sospechó. Yo, y solidariamente el resto de los gallegos, estuvimos 16 años gobernados por él. Así, a ojo, de 1989 a 2005. Más o menos la duración media de un matrimonio en España. Y pasados otros tantos años y después de haber venido lo que vino, el recuerdo de aquello es igual de ambivalente que si hubiésemos pasado por la vicaría o por el juzgado.

El de Manuel Fraga Iribarne fue un caso claro de haber nacido y crecido en el sitio y en la época equivocados. Con su capacidad intelectual y su ambición habría podido ser, por ejemplo, un senador republicano por Idaho, la tierra de promisión en los EUA de sus antecesores vascos. O un prestigiado catedrático en alguna universidad centroeuropea. Sin embargo, habiendo llegado al mundo en la Vilalba (Lugo) de 1922, tenía casi todas las papeletas para obtener el premio de alto funcionario del franquismo. Una vez metido en la harina de la dictadura, su carácter fuerte –o su tendencia a embestir– hicieron lo demás: ascender y a la vez pisar todos los charcos posibles.

Su padre, Manuel Fraga Bello, fue alcalde durante la dictadura de Primo de Rivera, pero la figura familiar autoritaria era su madre, María Iribarne Dubois

Fue posiblemente en esa etapa en la que se mezclaban en la misma cabeza el catedrático (de Derecho Público en la Universidad de Valencia y después de Constitucional en la Complutense) y el acérrimo franquista que posaba con el uniforme blanco de consejero del Movimiento Nacional y saludaba a la romana cuando se forjaron las personalidades del doctor Fraga y de Míster Iribarne. Su padre, Manuel Fraga Bello, fue alcalde durante la dictadura de Primo de Rivera, pero la figura familiar autoritaria era su madre, María Iribarne Dubois. Esa dualidad le permitió por una parte ser el ministro del sector “aperturista” (cambiar algo para que nada cambiase) del régimen y, por otra, el manipulador de la información en casos tan indecentes como la ejecución de Julián Grimau o el asesinato de Enrique Ruano. Míster Iribarne, en el papel de ministro de la Gobernación [Interior] fue también uno de los malos de esa película de la Transición, que como todas las malas películas, quienes la dirigían no sabían cómo darle un final adecuado.

También Fraga estaba en el lugar y en el momento equivocado durante la Restauración. Primero, enfrente de Adolfo Suárez. Este tenía tan poco pasado democrático como él, pero, por despecho o por ideología, Fraga se situó al lado de los dinosaurios negacionistas del meteorito. Después se encontró con Felipe González y con una sociedad que mayoritariamente no quería saber nada del franquismo. Lo que en su día no había conseguido a dedo, la presidencia del Gobierno, también se lo negaron los votos durante diez años de intentos. Mientras, en Galicia, al partido le iba francamente bien con personalidades de la derecha galleguista al frente y un discurso más moderado. Hasta que una escisión le entregó la Xunta a una coalición del PSdeG con un par de partidos nacionalistas de centro. Eso abrió las puertas a que se dejase caer por aquí, como desterrado al Ponto Euxino por el César González Márquez.

Felipe González, presidente del Gobierno, conversa con Manuel Fraga, presidente de AP en 1983. | Fototeca Moncloa

Todos los años, al acabar la temporada estival, en la villa turística de Miño, entre Ferrol y A Coruña, tradicional lugar de veraneo de los lucenses, una comisión de notables le organizaba una cena de despedida al “Veraneante ilustre”. El veraneante ilustre era siempre Manuel Fraga, que tenía un chalé a pie de playa en la vecina localidad de Perbes (y que en aquellos años le había semivolado el Exército Guerrilleiro do Povo Galego Ceibe, el intento armado de la época). Se rumoreaba que aquella cena de 1988 iba a ser la última. Y allí nos fuimos los plumillas, a ver qué caía. Su amable responsable de prensa –curiosamente, quizá por contraste, Fraga siempre tuvo unos responsables de prensa extremadamente amables– no nos animó ni desanimó. “Quizás, al salir…”. Para asegurar las declaraciones, este entonces joven, pero sagaz reportero ideó una maniobra envolvente que consistía en entrarle, micrófono en mano, por el flanco izquierdo, mientras el cámara lo enfocaba desde su derecha. El micro no era inalámbrico, pero como si lo hubiese sido. El veraneante ilustre no se paró en barras, y yo me quedé con el micro en la mano, y el cámara con el cable suelto en medio.

Se presentó a las siguientes elecciones contra un candidato socialista al que Ferraz había repudiado –Felipe no participó en la campaña– y ganó. Por los pelos, y por unas sacas de votos que llegaron de Venezuela fuera de plazo, pero fueron admitidas igualmente. También se denunció, sin resultado, el anormal porcentaje de voto exterior al PP en Ourense, el 63,4%, 30 puntos por encima de su media en las otras provincias (saco el dato de una tesis del politólogo Anxo Lugilde, porque ese resultado es el único que no aparece en todos los recogidos por el Instituto Galego de Estatística). El caso es que aquí lo teníamos. De vez en cuando me encuentro con la foto (con la fotocopia) de la rueda de prensa en la que se presentó como ganador. Tomó posesión rodeado por los mil gaiteiros que había prometido (una considerable cacofonía, porque las gaitas tienen distintas afinaciones) y aplastado por el gentío. “Ya verás como le da por crear una policía autonómica, aunque solo sea para evitar estos líos”, le dije, igual de aplastado, a un compañero. Lo hizo, aunque luego el invento no fuese a mucho más.

Se dice que sus asesores le pusieron como arquetipo a imitar el de Spencer Tracy, un abuelo desastrado y un poco cascarrabias, pero enternecedor

Se dice que sus asesores le pusieron como arquetipo a imitar el de Spencer Tracy, un abuelo desastrado y un poco cascarrabias, pero enternecedor. Yo creo que él se veía más como el Sean Thornton que encarnaba John Wayne en El hombre tranquilo. Como Thornton-Wayne, Fraga no dudó en usar todas las mañas, salvo los puños, que había aprendido a lo largo de su trayectoria vital, pero también supo adaptarse a las costumbres locales, empezando por el idioma. Al igual que con Maureen O'Hara en la película de John Ford, la química entre la sociedad gallega (al menos la mayoría del electorado) y el veterano emigrante retornado funcionó.

El doctor Fraga se convirtió en Don Manuel I de Galicia, y dotó a la autonomía de un contenido del que había carecido, y que Alberto Núñez Feijóo dejó después decaer. Hizo propuestas de razonable índole política, como la “administración única” para evitar la multiplicación de trámites y la superposición de competencias, o la conversión del Senado en una auténtica cámara territorial. Impulsó una ley de Normalización, consensuada, que establecía la impartición en gallego de la mitad de las materias (¡él, que en 1967 había abroncado, y multado con 50.000 pesetas, al presidente de La Voz de Galicia por “difundir propaganda separatista” al premiar un artículo titulado “La Iglesia no habla la misma lengua que los gallegos”!). En la práctica, se arrogó él mismo competencias de política exterior, visitando Cuba y haciéndose visitar por Fidel Castro. Ya puestos, realizó una visita oficial a Libia (vale, el padre de Fraga y el de Castro habían sido gallegos emigrados a Cuba, y Fidel, ideologías aparte, era uno de los nuestros, pero ¿Gadafi?, ¿qué se nos había perdido a los gallegos con Gadafi?). Su mano derecha, el secretario general, Xosé Cuíña, que una vez había dicho que se sentía “al borde de la autodeterminación”, organizó durante varios años una especie de Aberri Eguna en un monte próximo al centro geográfico de Galicia. En una de esas ocasiones, entre decenas de miles de militantes, Cuíña había hecho entrega oficial a Aznar y Rajoy de un carnet del Partido Popular de Galicia que se había sacado de la manga.

Realizó obras públicas de dudosa eficacia. Y se preocupó de regar con dinero, en este caso público, a los medios de comunicación para evitarles cualquier tipo de tentación crítica

Bien es cierto que, como un viejo político de la Restauración (de la anterior) realizó obras públicas de dudosa eficacia: pabellones polideportivos locales con capacidad para el censo de población entero, polígonos industriales en el medio de la nada, y cientos de rotondas, desperdiciando en ellas ingentes fondos europeos. Y también como los políticos de la época de su padre en la alcaldía, se preocupó de regar con dinero, en este caso público, a los medios de comunicación para evitarles cualquier tipo de tentación crítica (en esto Feijóo sí mantuvo la gestión de su predecesor).

Estatua dedicada a Manuel Fraga por su apoyo al sector vitivinícola, colocada originalmente en Cambados y retirada en 2017, para ser guardada en una finca de Redondelo, en San Salvador de Meis (Pontevedra).

Y desde luego, tenía momentos Míster Iribarne. La mayoría, surgidos de su nunca disimulada soberbia intelectual. Yo le vi leer un discurso de recepción a emigrantes retornados con una notable cara de desprecio por el pobre contenido del papel que no auguraba nada bueno para su redactor cuando acabase el acto. Y se le atribuye la frase “deberíamos pedir la opinión a algunos periodistas, pero no a los idiotas que tenemos en plantilla”. Nadie, por cercano que fuese, estaba a salvo de sus exabruptos cuando entraba en ignición. “Mira que llevo tiempo en esto, y me siguen temblando las piernas cuando le tengo que hacer una pregunta”, me confesó una vez un compañero. En una campaña, un líder de la oposición lo acusó de haber firmado penas de muerte (la oposición solía incidir en su pasado franquista, como si este fuese desconocido para el electorado). Tuve que pasar el trago de acercarme a un restaurante donde celebraba una comida con militantes para pedirle su reacción. Apareció, prácticamente arrancándose la servilleta y me encaró:

– Dígame.

– Señor Fraga, el señor Tal le ha acusado de haber firmado penas de…

– ¡Yo no he firmado ninguna, pero no tenga duda de que en determinados casos no tendría reparo alguno en hacerlo! Muchas gracias.

Y se volvió a la mesa. En ningún momento me atreví a advertirle que, en el encuadre en el que se había situado, su cabeza quedaba entre las tetas de una ninfa de un fresco pintado en la pared.

Con los dos Fragas acabó el Prestige. En realidad, Génova. O Moncloa. Aznar y los suyos decidieron desde el primer momento que aquel “incidente” lejano era cuestión del Estado, y no de aquel PPdeG que, por mucho que gobernase en Galicia, oficialmente no existía. Los gallegos que estaban acostumbrados a un Fraga omnipresente en las escaletas de la televisión y en las primeras páginas vieron de pronto que, en medio de una crisis, había desaparecido. Como un amoroso padre de familia que había ido a por tabaco antes de la cena de Nochebuena y no hubiese vuelto.

Cuando reapareció en público, 12 días después de la catástrofe, lo hizo a última hora de la tarde de un día de perros en Caión, posiblemente el puerto pesquero más pequeño de Galicia. Apelotonados en la cofradía, sin los aplausos ni las muestras de cariño habituales, anunció que venía con dinero, como si acabase de pasar por el cajero. Y se calló. Cerró los ojos. Ocho segundos que después conté en la grabación, que me parecieron un mundo y en los que me pasó toda la vida –sobre todo la suya– por delante, si nos hacía la faena de morirse allí. Entonces, despertó. “¡Más preguntas!”.

La enorme respuesta ciudadana transversal de Nunca Máis no se debió tanto a un vertido contaminante (total, venían sucediendo con una cadencia de diez años) como ante la despreocupación, el ninguneo y el engaño de los gobiernos que tenían que gestionar la catástrofe. Cuando el PP gallego más pegado –en todos los aspectos– al territorio exigió hacerse cargo de la crisis, y crear por primera vez un vicepresidente encargado de ello, Xosé Cuíña, un Fraga que para entonces solo pedía a su entorno “poder retirarse dignamente”, aceptó. Aceptó hasta que, en una cena en el restaurante compostelano donde todo pasaba –hoy cerrado, un símbolo más del poder autonómico jibarizado– dos pesos pesados del partido y enemigos declarados de Cuíña, Mariano Rajoy y José Manuel Romay, le transmitieron que eso sería como dar un golpe de Estado. Fraga, que pese a todo el Míster Iribarne que llevase dentro tenía un instinto de conservación considerable (“y preñaba por las orejas”, en expresión popular de un colaborador), se desdijo de lo prometido cuando Cuíña ya tenía hasta nombrada su nueva área. La vicepresidencia la ocupó un funcionario de medio rango que Romay había colocado en Correos, Alberto Núñez Feijóo.

Mariano Rajoy, Alberto Núñez Feijóo y Manuel Fraga en la tradicional investidura de damas y caballeros del vino Albariño en 2010. | El Correo de Galicia en Youtube

En las siguientes elecciones, locales, la máquina mediática del PP maquilló de victoria, con algunos resultados en la Costa da Morte, el fracaso general en toda Galicia. La imagen del monarca de Galicia se convirtió en la de un anciano que se desmayó en el Parlamento, se emocionaba un par de veces por discurso y únicamente tenía esporádicos arranques de su antiguo carácter. Tres años después, la campaña para su reelección fue penosa. Mencionaba continuamente a Carod Rovira, sus pompas y sus obras, reivindicaba sus logros proclamando que “antes en Galicia solo se comía caldo”, “hay electricidad en todas las aldeas” y “tres universidades” (no las había creado él, sino su antecesor, el gobierno tripartito que había derrotado). Perdió.

La imagen del monarca de Galicia se convirtió en la de un anciano que se desmayó en el Parlamento, se emocionaba un par de veces por discurso y únicamente tenía esporádicos arranques de su antiguo carácter

El partido lo alojó primero en un piso del casco viejo, en medio de la marabunta nocturna de estudiantes, y después en el Senado. “Soy una bicicleta, si paro, me caigo”, había dicho de sí mismo. Se había parado. La última vez que lo vi, antes de que decenas de gaiteiros lo despidiesen en el cementerio de Perbes cuando faltaba poco para cumplirse el décimo aniversario del Prestige, fue en la cena de un premio periodístico en el decimonónico Círculo de las Artes de Lugo. Estaba en una silla de ruedas, que conducía un asistente extracomunitario. No pude menos que acordarme de uno de los exabruptos con los que había denunciado, mucho antes de que se hablase del despoblamiento rural, la crisis demográfica en Galicia: “Tenemos que hacer algo, o esto lo habitarán los bereberes”.


Fuente → ctxt.es

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