Aquellos muchachos, estos políticos: el arraigo de una cultura tardofranquista
Aquellos muchachos, estos políticos: el arraigo de una cultura tardofranquista 
Manuel Rico Rego

 

Hace algunos años, en un artículo sobre el inconsciente colectivo de cierta derecha, conté mi experiencia como universitario procedente de una familia humilde cada vez que visitaba a algunos compañeros de facultad en su casa para que me prestaran libros, apuntes, o acompañándolos por alguna razón que no recuerdo. Eran, por lo general, de familias acomodadas. Recuerdo, sobre todo, a uno de ellos: el vestíbulo del amplísimo piso en que vivía, situado en una zona privilegiada de Madrid, estaba ocupado por una enorme bandera con el escudo del águila y solo la cocina, visible a un lado del vestíbulo, era tan grande como mi casa, situada en una de las llamadas UVA de la periferia. Era en 1971, o en 1972, y su padre ocupaba un alto cargo en una de las empresas estatales del INI. Mi compañero tenía muchos hermanos y su vida cotidiana, fuera de la universidad, se desarrollaba en ambientes que frecuentaban chicos y chicas de lo que muchos años después un narrador como Manuel Longares denominaría “el cogollito”. Varias generaciones de jóvenes habían crecido en esos ambientes. En familias, en gran parte de los casos, que jamás cuestionaron la dictadura, que consideraban a Franco el salvador del “caos republicano”, que habían mejorado económicamente a la sombra de las empresas estatales o de la administración franquista. Vivían una realidad ajena a la que vivían los trabajadores, a la de los barrios que quedaban fuera del cogollito, y se alimentaban de una mitología no discutida: el desarrollismo del plan de estabilización, la inexistencia de conflictos sociales, el fin de la lucha de clases que trajo el Régimen, la conciliación social de los sindicatos verticales (creados siguiendo el modelo corporativo de fascismo y nazismo), la preminencia de la Iglesia católica, el rito de la misa dominical, el seguro sanitario privado, los colegios religiosos con pedigrí, los veranos de Cercedilla con paréntesis en Santander o San Sebastián, y un largo etcétera.

Aquellos muchachos, coetáneos de quienes nos empeñábamos en los barrios o en la universidad en una incierta lucha por abrir paso a la democracia, crecieron como crecimos nosotros, pero solo una pequeña parte renunció a aquella mitología, salió del ecosistema ideológico y cultural apuntado. Esas “señas de identidad” fueron heredadas por la siguiente generación, la que hoy tiene la edad de quienes ahora dirigen el Partido Popular, que son votantes conservadores y propietarios, en el consciente y en el subconsciente, de una justificación del franquismo basada en la eficacia desarrollista, en los pantanos y en la paz. Nadie en sus familias les habló del silencio de los derrotados, de las cárceles abarrotadas durante décadas, de la relegación de la mujer en todos los planos de la vida, del golpe de Estado del 36, de la condición de delito de la huelga, de la manifestación (salvo las organizadas por el Régimen), de la reunión, algo entonces inconcebible al norte de los Pirineos. La Guerra Civil había sido un desagradable enfrentamiento entre hermanos (“la pelea de nuestros abuelos”, en palabras de Feijoó), nunca la consecuencia de un levantamiento contra las instituciones democráticas, pero los vencedores habían salvado a España de la antiespaña, representada por partidos políticos forzados a la clandestinidad o al exilio.

Los en teoría homólogos españoles de los conservadores europeos en sus distintas formas se comportan de un modo difícil de entender, inconcebible en la Europa que ha dedicado el último medio siglo a desterrar toda “comprensión” hacia el fascismo

Vivieron, generación tras generación, en la inmensa burbuja de una normalidad alejada de los valores democráticos europeos, España era la isla donde se había derrotado al comunismo y donde se oficializaba aquella “cualidad” mediante el “España es diferente” de las campañas de Fraga en los 60-70. Y aquellos muchachos, hoy hombres y mujeres en la madurez, han heredado de padres y abuelos la nostalgia por un tiempo de tranquilidad bajo el paraguas del Movimiento y al calor de un desarrollismo levantado sobre una población trabajadora sin libertades, sin los más elementales derechos (esto último se suele silenciar) sindicales.

La actual resistencia de la derecha a asumir normas como la Ley de Memoria Histórica o la actual de Memoria Democrática, la permeabilidad ante las propuestas de Vox y la falta de escrúpulos para gobernar conjuntamente con ese partido en una comunidad como Castilla y León tienen en su origen ese “estado de conciencia”. Lo mismo cabe decir de la reacción en contra casi automática ante la desaparición de símbolos totalitarios, de nombres de conocidos fascistas de ciertas calles, o ante la exhumación de los restos de fusilados enterrados en las cunetas, o ante la salida de Franco del Valle de los Caídos: esas reacciones muestran lo profundo que ha excavado el ecosistema de valores en que la sociedad española vivió durante cuatro décadas. Si no fuera así, ¿qué les costaba respaldar tales actuaciones, profundamente democráticas y reparadoras?

Quienes no asistieron, el pasado 31 de octubre, al acto de desagravio a las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura, recibido entre el silencio y el desdén por el Partido Popular, padecen una “enfermedad” que parece incurable a 45 años de la aprobación de la Constitución: no situarse sin condicionantes en el lado de la democracia. Semejantes ausencias habrían sido inconcebibles en Europa. Por ello, las declaraciones de constitucionalismo de sus líderes suenan huecas, carecen de encarnadura en el sistema democrático, muestran una incapacidad casi genética para soltar amarras con el franquismo, cualquier excusa le sirve para deslegitimar partidos y gobiernos, aunque los sustenten millones de votos y formen parte del llamado bloque constitucional. Es cada vez más frecuente escuchar en sus discursos una visión de la historia que recuerda mucho a la que quienes nacimos en los años 50 del pasado siglo, aprendimos en la escuela franquista de la infancia y de la adolescencia.

En definitiva, los en teoría homólogos españoles de los conservadores europeos en sus distintas formas (liberales, centristas, democristianos) se comportan de un modo difícil de entender, inconcebible en la Europa que ha dedicado el último medio siglo a desterrar toda “comprensión” hacia el fascismo y el nazismo. A este respecto, no debemos olvidar que el más relevante homenaje que han recibido los republicanos españoles en Europa lo dieron el pueblo francés y sus más altas instituciones en París, en junio de 2015, con presencia de Felipe VI, con un público reconocimiento a La Nueve, la compañía que en 1944 —en España, en ese año, las cárceles, los destacamentos penales, el trabajo esclavo y el silencio eran la norma— entró en la capital francesa simbolizando la liberación de ese país del nazismo. De las declaraciones de sus dirigentes respecto a la memoria histórica, que oscilan entre la ambigüedad y el silencio cómplice cuando no se centran en una radical negación de los valores regeneradores y democráticos de la II República, se deduce una suerte de complejo filial no declarado respecto al franquismo que no encuentra correspondencia en ningún otro país que haya superado una dictadura.

A veces da la impresión de que la alargada sombra de esa trastienda cultural, de ese subconsciente alimentado por lo vivido y heredado, entendidos una y otro en sentido amplio y emparentados con lo que se ha venido en llamar franquismo sociológico, actúa como una suerte de pócima, de marca de la casa, que aparece en los momentos menos esperados, teñida con ingentes brochazos de catastrofismo.

Mucho me temo que la derecha civilizada, con sentido de Estado, con vocación europeísta y encarnadura democrática, que no considere enemigo al adversario político, desapareció con la Unión del Centro Democrático y con el frustrado intento de recomposición que, fundando el CDS, abanderó Adolfo Suárez. Desde entonces sigue siendo una asignatura pendiente. O una aspiración que forma parte de la reflexión intelectual de ciertos pensadores de corte liberal. O en una fuerza nacionalista y moderada como el Partido Nacionalista Vasco. Por ejemplo.



Fuente → infolibre.es

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