
Xabier Makazaga
Así escondió Sáenz de Santa María la infamia de la tortura, empleando la pluma de un periodista de prestigio como Diego Carcedo. Y así han seguido haciéndolo todos los torturadores
José Antonio Sáenz de Santa María, el general de bien poblado bigote y
cara de muy mala leche que fue director general de la Guardia Civil se
alistó voluntario con 16 años en el ejército franquista, y sabía
perfectamente, debido a su larga experiencia, que el nervio de la guerra
ha sido y será siempre la información.
También conocía el método
más expeditivo para conseguir dicha información. Sobre todo, porque
desde 1949 coordinó la represión contra la guerrilla antifranquista, el
«maquis». Una represión implacable, cuyo éxito siempre adjudicó a la
información que al final de su vida pretendió lograba gracias al uso con
las personas detenidas del pentotal, más conocido como «suero de la
verdad».
Así lo recogió el periodista Diego Carcedo en la
biografía autorizada que escribió sobre Sáenz de Santa María, en la que
dedicó varias páginas al tema. En esa biografía se cuenta la milonga de
lo eficaz que era esa droga, poniendo en boca de un médico de aquella
época la siguiente frase: «Está revolucionando las técnicas de
investigación criminal. Se lo inyectas a un detenido y canta ópera, vaya
si canta».
Sin embargo, la realidad es que la CIA y otros
servicios estadounidenses experimentaron con el uso del pentotal y otras
drogas en los interrogatorios, pero la conclusión que sacaron fue muy,
pero que muy, diferente de la que nos quisieron hacer creer Sáenz de
Santa María y su biógrafo Diego Carcedo.
Los estadounidenses
sospecharon que los soviéticos estaban utilizando drogas o extraños
métodos de tortura para conseguir confesiones, y encargaron un riguroso
estudio al respecto que fue concluyente. Según dicho estudio, los
soviéticos forzaban las confesiones por medio de técnicas como el
aislamiento, la privación de sueño y el sufrimiento autoinfligido,
obligando a las personas detenidas a mantener «posturas estresantes»,
que combinadas con un buen interrogatorio conseguía romper a casi todas
ellas.
A partir de entonces, además de los eficaces métodos de
tortura de costumbre, como la asfixia mediante la «bañera», la «bolsa» y
similares, adoptaron esos nuevos que tan buenos resultados estaban
dando a los soviéticos. Métodos que los estadounidenses transmitieron a
sus aliados torturadores, como los españoles, que desde entonces han
sacado excelente provecho de ellos.
Eso sí, los estadounidenses
siguieron experimentando con todo tipo de drogas, entre ellas el LSD,
pero los resultados que obtuvieron fueron en verdad decepcionantes y se
tuvieron que rendir a la evidencia de que era pura quimera que pudiese
existir un «suero de la verdad» que hiciera hablar sin más a los
detenidos.
Por lo tanto, lo que contó el general Sáenz de Santa
María, en la pluma de Diego Carcedo, era una mera justificación de por
qué sus detenidos cantaban ópera. Es más que evidente el tratamiento que
recibían no solo los guerrilleros sino todos quienes pudiesen saber
algo sobre ellos: enlaces, gente que les suministraba alimentos,
familiares…
Véase, en cambio, lo que se cuenta en esa infame
biografía: «Detenían a enlaces, los llevaban al hospital con la disculpa
de hacerles un reconocimiento reglamentario, les inyectaban el pentotal
bajo la vigilancia del médico, y un policía la mar de afable
aprovechaba el efecto de la droga para ir sacando las informaciones más
comprometidas. La conversación, muy cordial y relajada, se grababa en un
viejo magnetófono sin que el detenido se diese cuenta, y algunos
fragmentos se mostraban luego a otros detenidos a quienes se les hacía
creer que la persona en quien confiaban era un chivato y les había
delatado. Luego se le practicaba el interrogatorio normal, en el que no
solían contar nada comprometedor».
«La ola de delaciones y de
declaraciones inculpatorias que se desató gracias al pentotal enseguida
trasladó a la guerrilla un ambiente de desconfianza, intranquilidad y
deseos de venganza que contribuyó, y mucho, a precipitar su final».
Así
escondió Sáenz de Santa María la infamia de la tortura, empleando la
pluma de un periodista de prestigio como Diego Carcedo. Y así han
seguido haciéndolo todos los torturadores con la preciosa ayuda, entre
otras muchas, de esos periodistas que ha preferido siempre creer lo
increíble y no hacerse preguntas embarazosas.
Por eso han evitado
a toda costa preguntarse por qué las personas a las que las fuerzas de
seguridad vinculaban con ETA eran tan propensas a «cantar ópera» en
manos de la Guardia Civil, pero no abrían la boca al ser detenidas por
la Policía francesa. Esos periodistas han remarcado una y otra vez, por
un lado, las detalladas cantadas en el Estado español de esas personas, y
por otro, su «mutismo habitual» en el francés, pero muy
significativamente eso nunca les ha dado nada que pensar.
Ahora
bien, no hace falta ser un adivino para deducir cómo se las han
arreglado siempre las fuerzas de seguridad españolas deteniendo gente a
la que han torturado para obtener informaciones que permitiesen detener a
más gente a la que aplicar la tortura y así sucesivamente. Un
procedimiento aún más viejo que la existencia misma de la Guardia Civil.
Es
lo que denunció en varias ocasiones el añorado periodista Javier Ortiz,
quien conoció en sus carnes la tortura franquista. Según él, la gran
mayoría, no solo de sus colegas sino de toda la sociedad española, «no
quiere saber nada de la tortura. Porque le viene muy bien no saber nada
de la tortura».
¡¿Hasta cuándo?!
Fuente → naiz.eus
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