Seres en el exilio
Seres en el exilio
Liliana David
 

Mercedes Díaz Roig y Francisco Sala conformaron junto a Emilio Prados una pequeña comunidad de exiliados, buscando rehacer sus propias vidas, marcadas por el dolor de la tierra perdida

 

En un mundo sin héroes ni grandes individualidades, la vida concreta es la que puede convertirse en una necesidad a la hora de recuperar historias que nos inspiren, aunque para ello debamos despojarlas del olvido, porque la banalidad del mal nos impele a creer que nos contamos verdaderas historias en las redes sociales, cuando lo cierto es que ahí sólo sepultamos fotos, una detrás de otra, todos los días, a todas horas, supliendo el contacto humano por un frenesí virtual. Pero compartir historias de verdad implica un esfuerzo por escudriñar en el misterio de la imagen, la frase, el rostro o el recuerdo que, por ejemplo, pudo haber tenido aquella persona que, en la primera página de un libro, escribió un día: “Para Paco, Marisol y Lina”.

Me detengo por un momento en esta dedicatoria, intentando evocar el rostro de aquella mujer cuya vida me llama la atención: Mercedes Díaz Roig es su nombre. Y son sus hijas, Marisol y Lina, quienes me cuentan detalles de su madre, la cual, en 1939, cuando apenas era una niña, había salido de España, cruzando a pie los Pirineos junto a sus padres. Desafortunadamente, su padre murió de tuberculosis en el exilio francés, en Toulouse, donde prácticamente no encontró ayuda, como tampoco la tuvieron otros refugiados españoles. Tras la pérdida de su padre, José Díaz Fernández, un personaje hoy injustamente olvidado, que había sido un importante periodista, diputado de Izquierda Republicana y autor de la premiada novela El blocao, la niña Mercedes, en compañía de su madre, pudo zarpar hacia México en 1942 a bordo del Nyassa, que sería el último de esos barcos con ruta trasatlántica contratados por el Gobierno de la Segunda República, y que llegaría a costas veracruzanas con un contingente de refugiados.

Paco Sala y Mercedes Díaz Roig (1951).

Fue precisamente en México donde se cruzaron los caminos de Mercedes Díaz Roig y Francisco Sala (en aquel entonces, un infante de los que se conocieron como los niños españoles de Morelia). Ellos, dos seres anónimos para la mayoría de quienes leen hoy estas líneas, compartieron una vida familiar de cercanía e intimidad con el gran poeta Emilio Prados, escritor al que, por cierto, dediqué mi entrega pasada. Juntos conformaron una pequeña comunidad de exiliados en el país americano, y unidos por un designio común, buscaron rehacer sus propias vidas, sus historias marcadas tanto por el dolor de la tierra perdida como por las dificultades de una emigración forzada y, desde luego, por un olvido que quiere imponerse a su recuerdo, como la Historia, con mayúsculas, se impuso a sus respectivos destinos. “Yo empecé a cobrar consciencia de la historia de mi familia, cuando muere mi padre”, me dice Lina en entrevista. “Mi madre, Mercedes Díaz, murió de golpe y porrazo. Su deseo era morir sin enterarse. Y dicho y hecho. Ella murió de un infarto cerebral y luego al corazón. Y mi padre, Francisco Sala, murió de amor, ya que falleció un año después de la muerte de mi madre. Había quedado destrozado con la muerte de mi madre, y antes con la de Emilio, así que mi padre ya no se interesó por nada en este mundo. No hubo manera, ni sus nietos, ni sus hijas… Murieron jóvenes: mi madre murió con cincuenta y nueve años y mi padre le llevaba seis años de edad”.

Más allá del dolor de la nostalgia por el país que se abandona, lo peor es el dolor de la alienación, pues todo se convierte en algo completamente ajeno

La historia de los padres de Lina y Marisol se engarza con la de Emilio Prados cuando el poeta malagueño adoptó a Paco, por puro cariño y sin trámites, y este pasó a ser como un hijo para él, pues Francisco Sala había perdido a su padre consanguíneo cuando era muy niño –como me cuenta su hija Lina–. Por su parte, Mercedes, al casarse con Paco, se volvió una persona muy importante y vital para ese pequeño círculo familiar. Gracias a esa proximidad, ella escribió una tesis dedicada a la vida y obra del poeta con la que se graduó en la carrera de Letras en la UNAM, aunque sus estudios los pudo comenzar cuando rondaba los cuarenta años, ya que antes le había sido imposible, dados los escasos recursos con que contaba, además de que estaba centrada en el cuidado de su familia. Pero una vez iniciados sus estudios de grado, se dedicó a ellos en cuerpo y alma hasta convertirse en una investigadora reconocida del Colegio de México (Colmex), donde se doctoró. Así lo cuenta Beatriz Garza Cuarón, académica mexicana y profesora del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios del Colmex, quien dedicó varios escritos póstumos para hablar no sólo de las aportaciones que hizo Mercedes al estudio del romancero, sino también para describir su personalidad y algunos pasajes de su vida, conformando parte del relato de una mujer a la que Garza Cuarón admiraba por su gran sentido del humor, su rectitud y su incorruptible moral: “La vida de Mercedes fue admirable desde varios puntos de vista. El primero que me viene a la mente es su rectitud absoluta”, escribe la académica. “Mercedes nunca hizo concesiones en ninguno de los aspectos importantes de su vida. En el político, siempre permaneció fiel a su España republicana. En el terreno de los afectos personales, Mercedes Roig anteponía la verdad como punto de partida para establecer todo diálogo y para fundamentar toda amistad; era cariñosa, fiel y de una generosidad extrema con sus amigos; sin embargo, seguía al pie de la letra la sentencia latina de ser amiga de Platón, pero más amiga de la verdad” [sic].

Emilio Prados, con su máquina de escribir (1959).

Mercedes había sido víctima de la guerra civil española y de la consiguiente persecución franquista. Las heridas, en ese sentido, habían quedado en sus entrañas, ya que de pequeña vivió la terrible experiencia de los bombardeos, como me cuenta su otra hija, Marisol: “Esto le había dejado un trauma, pues si en algún lugar del mundo se hablaba de guerra, mi madre hacía una despensa y la guardaba en el clóset, por si acaso”. Ya en su exilio mexicano, Mercedes creía que Franco iba a morir; eso pensaba todos los años –confiesa Marisol–. De manera que la vida entre un continente y otro, entre un sueño que se rompe y otro que comienza, abría lapsos de silencio y tristeza, aunque a estos la propia Mercedes se sobreponía con cierta fortaleza. Ese carácter la convirtió en un pilar para los suyos y quienes la conocieron. Incluso, fue ella quien consiguió recuperar el contacto con la hermana de Paco Sala, como expresa Lina: “Mi padre no volvió a mencionar a su familia. De hecho, mi mamá fue quien contactó a nuestra tía; en navidades, le escribía. Pero en la época en que la conocí, la opinión de los que estaban en España, creo que mayoritaria, era bajo la idea de ‘vosotros os fuisteis y os librasteis de lo que fue esto, de la guerra y de la posguerra, que en España se sufrió muchísimo’ –y añade– ‘vosotros tuvisteis suerte y estuvisteis bien y lo pasasteis bien, y en cambio nosotros sufrimos’, lo cual tampoco es cierto –expresa Lina– aunque el sentimiento de la gente que se quedó en España era ese: ‘¿De que os quejáis?’ Es un conflicto emocional tremendo, tanto para unos como para otros”.

Desde el punto de vista puramente personal, la emigración es en sí misma difícil, y más aún envuelta en trágicas circunstancias. Más allá del dolor de la nostalgia por el país que se abandona, lo peor es el dolor de la alienación, pues todo aquello que les fue alguna vez cercano se convierte en algo completamente nuevo y ajeno. “Te voy a contar una anécdota –se entusiasma Lina mientras charlamos–; mi padre, llegando a México, se pasea por el puerto de Veracruz y ve un elote (mazorca de maíz), y entonces le dice a la señora: ‘¡Ay, quiero una panocha!’ (porque en Valencia así se le dice), pero la señora lo persiguió por todo el mercado diciéndole grosero, mocoso, no sé cuánto. Entonces, mi padre preguntándose, ‘pero ¿qué pasa?, ¿qué he hecho?, ¿a dónde he venido?” [nos reímos con Lina]. Y como estas anécdotas hay muchas. Por ejemplo, contaba Emilio, precisamente, que cuando él llega a Ciudad de México, le dicen: ‘¡Oiga, joven!, no deje las petacas sobre la banqueta porque se las van a volar’. Esto un mexicano lo entiende perfectamente, pero para un español sería: ‘¡Señor!, no deje usted las maletas en la acera porque se las van a robar’. Entonces, imagínate el cambio de lenguaje, de comida, de todo”. En efecto, el cambio fue sustancial, y por ello el padre de Lina y Marisol nunca se recuperó del todo por haber sido separado de su familia y enviado al otro lado del mundo: “Debes imaginarte el impacto que debió de causarles. Mi padre en realidad nunca hablaba de lo que había sido todo eso, porque estaba con el corazón roto. De hecho, mis padres se conocieron en el colegio, aunque no sé cómo, porque mi padre era callado, vivía metido en sí mismo, porque todo fue demasiado para él”. Al final, la muerte de Mercedes, a la que se sumaba la de Emilio, había acelerado la despedida de Paco del mundo. Un mundo a la vez ajeno y extraño, ante el cual, para reponerse del desarraigo de su tierra natal, tuvieron que sacar la fortaleza desde el fondo de sus almas. Mercedes, por ejemplo, a su modo retornaba al sitio de nacimiento, de la infancia, a través de la lírica y la poesía. Como escribe la propia Beatriz Garza Cuarón: “Mercedes decidió concentrarse en un tema que fue la pasión de su vida, el romancero, y no permitió que la distrajeran otros asuntos ni ocupaciones en apariencia más brillantes o mejor remunerados que la específica investigación sobre el romancero y la lírica hispánicas, a las que se dedicó por completo”. Incluso, durante su vida como investigadora y trabajadora del Colmex llegó a elaborar informes en forma de verso, al estilo del romancero viejo. Tal vez la afición y el placer por la literatura se hayan acentuado en Mercedes gracias al estrecho contacto que mantuvo en su vida con Emilio Prados, y probablemente por la influencia y el recuerdo de su padre, José Díaz Fernández, uno de los autores del libro Tres periodistas en la revolución de Asturias, junto con Manuel Chaves Nogales y Josep Pla.

La trayectoria académica de Mercedes empezó tarde, pero despegó con prontitud, aunque pronta fue también su inesperada muerte

La vida de Mercedes Díaz Roig está llena de curiosos episodios. Antes de formarse como una valiosa folclorista en México, narra Garza Cuarón, había trabajado en una fábrica de vestidos como secretaria bilingüe de francés y español para aumentar el precario ingreso que atesoraban ella y su madre. Dada su agudeza mental, terminó siendo el brazo derecho del jefe. Esa misma necesidad de elevar el presupuesto familiar, ya casada con Paco, llevó a Mercedes a realizar acciones insólitas. En su libro Estudios de folklore y literatura dedicados a Mercedes Díaz Roig, Garza Cuarón cuenta lo siguiente: “En los años cincuenta, Mercedes concursó en un programa muy popular de la televisión llamado ‘El gran premio de los 64 000 pesos’, en el que, a medida que se contestaban acertadamente las preguntas sobre un tema, los premios aumentaban en una progresión geométrica hasta llegar a lo que en aquella época eran, aproximadamente, seis mil dólares. La idea de Mercedes era, cuando menos, obtener el refrigerador que los patrocinadores daban como premio de consolación a quienes perdían. El tema que eligió fue todo lo que tuviera que ver con las novelas de Agatha Christie, de las que era una gran aficionada. Avanzó con una seguridad y un conocimiento que tuvieron admirados a miles de televidentes, de tal manera que cuando iba al mercado –contaba la propia Mercedes– la detenían en la calle, como a una actriz de cine o a un gran personaje. Sorpresivamente para los televidentes, Mercedes se detuvo cautamente al contestar la penúltima pregunta y obtuvo 32.000 pesos. Con el premio, compró el indispensable refrigerador, un coche usado para su esposo, los muebles para la sala y el comedor (con todo y espejo, nos dice su amiga Marisol Alonso de Lorenzo)”, y otros regalos que pudo adquirir para sus hijas. Es precisamente a ellas y a su esposo a quienes escribió Mercedes la dedicatoria que cité al comienzo, plasmada en la edición especial de El romancero viejo y publicada en Madrid por la editorial Cátedra en 1976. La trayectoria académica de Mercedes empezó tarde, pero despegó con prontitud, aunque pronta fue también su inesperada muerte, acaecida el 31 de julio de 1988 en México, veinticinco años después de Emilio Prados, quien había fallecido en 1962. El gran poeta fue alguien sumamente relevante en su vida: un cariñoso abuelo para Lina y Marisol, a quienes dejaba jugar con su máquina Mercedes-Underwood; fue un padre entrañable para Paco; y para Mercedes, una verdadera inspiración. A estos tres seres exiliados y a su memoria, dedico esta publicación, la única forma que encuentro para salvarnos de la impersonalidad con que se ha escrito nuestra Historia compartida.


Fuente → ctxt.es

banner distribuidora