‘Esa tempestad le empuja (al ángel de la historia) irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve la espalda, mientras el montón de ruinas, ante él, va creciendo hacia el cielo. Esa tempestad es lo que nosotros llamamos progreso’. W. Benjamin, ‘Sobre el concepto de historia’, 1940.
Vuelvo a Madrid tras una breve visita a Berlín. Son muchos los contrastes, sin duda, pero para alguien interesado por la historia y sobre todo por la forma en que esta es metabolizada por la sociedad, es decir, la memoria colectiva, es sencillamente pasar del fuego al hielo. De la civilización a la barbarie. ¿Envidia? Sí.
En unos pocos días recorriendo algunos de los hitos urbanos y culturales berlineses los estímulos provocan una sucesión de orgasmos estéticos en quien ame la arquitectura y el urbanismo en una ciudad que en un cuarto de siglo fue arrasada, seccionada y reconstruida. Una ciudad que fue escenario, y cuartel general del horror, luego epicentro de la confrontación mundial entre dos bloques, y que hoy no sólo no oculta su pasado, sino que lo exhibe a los cuatro vientos, convenientemente documentado y desentrañado. Una enorme escuela-museo de historia… y de ética.
Es prácticamente imposible al visitar Berlín, aun intentando rehuir el relato de su historia, no toparte con la narración de esta en cualquiera de sus monumentos o espacios emblemáticos; es un mensaje ubicuo que se adivina responde a una intención deliberada: no olvidéis, no miréis para otro lado, no ignoréis de dónde venimos. No seáis indiferentes al pasado, porque este está aquí hoy dormido, latente, en estas calles, edificios, parques…
Entre los muchos déficits de cultura democrática que aquejan, en contraste, a este país está el de la mala digestión –habría que hablar casi de indigestión- del pasado en su manifestación física y espacial, esto es, en sus monumentos y símbolos públicos, calles y plazas, paisajes y territorios, en tanto que portadores de carga y mensaje histórico. Es decir, de lo que algunos han llamado ‘escenarios de la memoria’, en particular, en este caso, de la memoria colectiva.
Hablamos de un país que ha tardado 42 años de democracia formal en sacar de su faraónico mausoleo al dictador responsable de centenares de miles de muertos y de un retroceso de cien años de este país; que aún hoy ha sido incapaz de exhumar y entregar a sus familiares a uno solo de los decenas de miles de restos humanos trasladados allí ilegalmente por el franquismo; que a regañadientes empieza ahora a financiar las exhumaciones de fosas comunes de hace más de 80 años –en lugar, por cierto, de hacerlo por iniciativa oficial y con tutela judicial–; que ha mantenido durante ese tiempo nombres de criminales franquistas en calles y plazas; cuya política de archivos y documentación histórica se mueve entre un siniestro secretismo y la dejación e irresponsabilidad; que prefiere esconder su historia antes que conocerla y aprender de ella…
Pero no es necesario compararnos con Berlín para calibrar el grado de subdesarrollo que padecemos en la lectura democrática de nuestro entorno físico, sólo hay que darse una vuelta por cualquier país europeo o del cono sur latinoamericano, por citar sólo algunas regiones con las que España mantiene vínculos culturales tan claros que de alguna manera podemos considerar referentes en muchos aspectos, tanto en lo político como en lo cultural.
Un fenómeno tan grave y en buena medida insólito como esta incapacidad de asimilar democráticamente nuestra historia y geografía no es sin embargo inexplicable. En primer lugar, las decisiones en materia de memoria colectiva dependen casi exclusivamente de la voluntad política de los poderes públicos; a diferencia de otras políticas públicas, tienen pocos condicionantes –o impactos– económicos, presupuestarios, sociales, medioambientales, etc. En otras palabras, son decisiones fruto casi exclusivamente de las convicciones y principios políticos de cada grupo o partido, por un lado, y por otro de sus cálculos y estrategias electorales o partidistas; siendo estas, por cierto, las que habitualmente pesan de forma decisiva.
En nuestro caso no es necesario recordar que esta tara democrática, esa indigencia cultural, se enraíza en la Transición y concretamente en la mezcla de débil convicción democrática y fuerte cálculo político de los entonces partidos de la izquierda parlamentaria, que los llevaron a promover pactos parlamentarios en los que los derechos humanos de los cientos de miles de víctimas del franquismo ni constaban ni se les echaba de menos. ¿Serían conscientes de que estaban no únicamente abandonado a esas víctimas, sino instalando los cimientos del negacionismo histórico y el blanqueo del franquismo?
Y, ahora, nos encontramos con la flamante ley de Memoria Democrática que acaba de ser (el 5 de octubre) ratificada por el Senado tras su aprobación por el Congreso el pasado 14 de julio. Ley que contempla la identificación e inventario estatal de Lugares de Memoria, pero no establece ninguna responsabilidad ni obligación para su puesta en valor por parte de las administraciones públicas, que, como hasta la fecha, probablemente seguirán o bien escatimando esfuerzos y recursos en esta materia, o bien sencillamente rechazando de plano esas iniciativas, incluso, si es preciso, saboteando y vandalizando lo ya realizado, como es el caso notorio del memoricida alcalde de Madrid.
Al final, la existencia o no de lugares de memoria como tales investigados, documentados, señalizados y adecuadamente preservados, no depende de ninguna ley, sino tanto de la presión social como de la voluntad de los propietarios de los inmuebles, ya sean edificios o espacios abiertos, públicos o privados. El mismo concepto de lugar de memoria es muy ambiguo: comprende desde una estela conmemorativa hasta un museo; una amplia gama de recursos didácticos, culturales y democráticos, cada uno de los cuales cumple su función. Sin embargo, la nueva ley sólo parece contemplar los primeros, es decir, memoriales o simples elementos conmemorativos e informativos.
La ley redunda o perpetúa así una realidad que, si en materia de memoriales es penosa, en lo que se refiere a centros o museos dedicados al conocimiento e interpretación del pasado bajo la óptica de los derechos humanos, es sencillamente vergonzosa.
Ya de vuelta y caminando por Madrid, veo a los turistas desplazándose en autocares, patinetes y bicis, entre iglesias, palacios, estatuas de monarcas, obispos y oligarcas, asépticas, imperturbables, sin una nota crítica –o simplemente informativa– que explique cómo robaron, cómo sometieron y esclavizaron… e imagino su pensamiento: ¡qué singular país este de dóciles súbditos en el que jamás hubo conflictos! ¡qué raza esta cuya sangre jamás hirvió ni fue derramada!
La dictadura franquista hizo emblema de la paz, pero cuando hablaban de paz quería decir sometimiento; en Madrid el PP ha hecho de la libertad su enseña, concepto que confunden con individualismo, entendido como insolidaridad; porque al igual que aquella paz era la de los cementerios, esta libertad es la del dinero; el dinero es el único que goza de plena libertad en este ecosistema para comprar a las instituciones a costa de los derechos -y la libertad- de quienes no lo tienen. Aquel viejo lema del derecho a la ciudad (Henri Lefebvre, 1968) se encuentra medio siglo después aun más vulnerado: la ciudad no es únicamente escenario de exhibición del poder en sus símbolos, nomenclatura y monumentos, es también la mina a cielo abierto en la que el capital internacional extrae improductivamente sus beneficios a costa del bien común, dibujando un paisaje de insostenibilidad e inequidad.
La ola iconoclasta que recorre el mundo ha puesto de manifiesto que el derecho a la ciudad ha incorporado definitivamente el derecho a la memoria como componente inmaterial pero medular, donde memoria es sinónimo de conciencia y la ciudad es fuente de conciencia e identidad colectiva a través de un legado patrimonial resignificado y apropiado por una ciudadanía empoderada que así, y con la recuperación de las plazas como ágoras, democratiza y se apropia del espacio público.
En contraste, Madrid es hoy un gran mercado donde los ciudadanos son tratados como consumidores, donde el arco de la Victoria del genocida, o la DGS, la que fuera casa de torturas abierta las 24h, siguen ahí erguidos sin rastro de resignificación democrática, donde el alcalde acaba de instalar un monumento al legionario junto al de la Constitución….
En ese contexto, el anuncio por parte del gobierno central de la creación de un Centro de la Memoria de las Víctimas del Terrorismo en Madrid, como sub-sede del nuevo Centro de ámbito estatal (insisto, de ámbito estatal) inaugurado en Vitoria/Gasteiz hace poco más de un año, hace resonar más estruendoso el silencio que sigue rodeando la memoria de la guerra y la dictadura en esta ciudad, en la que se impone por otra parte el lavado vergonzante de los rastros del pasado –en lugar de su posible explicación como testimonios históricos– tal como se ha hecho recientemente con los escudos franquistas en la fachada del Ministerio de Exteriores, confundiendo una vez más la huella del tiempo con la apología.
No dudo que la compleja ecuación que combina la defensa del legado patrimonial con la dignificación democrática de la imaginería y simbología urbana, y con el respeto por los testimonios del pasado es de difícil solución, más aún bajo la presión del mercado depredador y la banalización que arrastra la masificación del turismo; sin embargo esta dificultad no explica ni justifica que en nuestro caso la ecuación se salde sistemáticamente con la degradación patrimonial, la adulteración histórica y la persistencia hegemónica de una escenografía del poder totalitario.
Tres horas de avión: de la verdad a la mentira; de la luz a las tinieblas. De Berlín a Madrid.
Fuente → blogs.publico.es
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