
Ahora que acaba de ganar las elecciones en
Italia una admiradora confesa de Mussolini, y espero que una vez más no
le echen la culpa a la abstención, conviene lanzar unas reflexiones sobre las huellas del fascismo en este inefable país. No, no voy a resucitar el estéril debate sobre si Vox es o no abiertamente fascista, me basta con tildarlos de peligrosos bodoques ultrarreaccionarios;
claro que no reivindican abiertamente a Franco, cuyo condición fascista
ya es muy cuestionable, ya que saben que eso resulta inconveniente y
necesitan un discurso adaptado a los nuevos tiempos, pero en esa línea
política inicua podemos situarles. Es un lugar común decir que el verdadero fascismo en España lo constituyó la fusión en 1934 de Falange, partido admirador de Mussolini, y las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, que podríamos emparentar más con los nazis alemanes. Como también es (o debería ser sabido), el genocida Franco tuvo la habilidad de aunar en su bando el fascismo con el carlismo junto a otras corrientes tradicionalistas;
los fascistas más puros, que se pretendían revolucionarios, tuvieron
que tragar en aquel engendro llamado Movimiento Nacional con la Iglesia y
con los monárquicos. De ahí que la cruel dictadura franquista fuera
definida como un régimen nacional-católico; Franco solo extendió el
brazo hasta que el eje fascista fue derrotado y en el franquismo se nutrió algo de los rasgos fascistas más genuinos a través del llamado sindicato vertical.
Sí, este inefable país todavía huele a franquismo sociológico, concepto más apropiado que el de fascismo, con sus loas a las gestas imperiales de antaño, a la unidad de España, al militarismo, a los toros, a la caza y a la estética del señorito a caballo,
como hizo el propio Abascal en un vídeo; efectivamente, Vox es más
identificable con toda esta basura, que con un fascismo puro y duro. No
obstante, por buscar hilos conductores, recordemos que acaba de
erigirse un enorme estatua en Madrid, en homenaje al centenario de un
cuerpo militar expedicionario de pasado sangriento, la Legión española.
Para ilustrar el monumento se ha elegido, claro, un atuendo del año de
su fundación para recordarnos quiénes vencieron en la guerra civil e hilvanamos aquí con el fascismo propiamente dicho,
ya que el propio ideador del cuerpo, Millán-Astray, era un admirador
confeso de Hitler y Mussolini. El artista de semejante engendro,
ultrarreaccionario de manual, ha tenido la poca vergüenza de decir que
nada tiene que ver su creación con ideología alguna y se trata en
realidad de un homenaje a todos aquellos que han dado su vida por
España; sin precisar, por supuesto, el grado de asesinatos cometidos en
su nombre. La ubicación de la estatua no está lejos de otra dedicada a Largo Caballero,
lo cual sirve a nuestro franquismo sociológico para resucitar esa
indignante patraña de que el conflicto entre «las dos Españas», en
realidad, comenzó en 1934 con la Revolución de Asturias.
Efectivamente, este indescriptible país es diferente hasta en la vía que adoptó el fascismo, donde se fusionaron las peores esencias reaccionarias, cuyo pestilente aroma llega hasta nuestros días. Son muchos los intentos que ha habido para definir el fenómeno fascista y tengo la impresión de que ninguno ha sido del todo satisfactorio; por supuesto, de un modo muy general, los fascismos supusieron un retorno a la tiranía en el primer tercio del siglo XX,
aunque sus rasgos son ambivalentes y hay que recordar que también se
nutrieron del socialismo y el movimiento obrero. Por otra parte, y aquí
es donde en este inenarrable país cobra total sentido en su historia
reciente, el fascismo también puede ser visto como una herramienta de la derecha y las clases privilegiadas,
precisamente, para anular todo movimiento verdaderamente transformador;
recordaremos el reciente comentario de la muy peculiar presidenta de la
Comunidad de Madrid, según el cuál si te llaman «fascista» es que estás
haciendo las cosas bien, dicho sea esto mientras ha inundado la capital
de enseñas rojigualdas de gran tamaño. Precisamente, otro de los puntos en común con la reacción hispana es el fuerte componente nacionalista del fascismo
y su apelación a la grandeza de la patria; el italiano hundía sus
raíces en la supuesta grandeza de Roma, mientras que por estos lares hay un resurgir de la tradición imperial más repulsiva
en forma de ofensiva cultural ultrarreaccionaria. Ya he afirmado en
otras ocasiones que soy muy crítico con la tendencia simplista a llamar
fascista a cualquier cosa, máxime en tiempos de extrema confusión
ideológica; no obstante, conviene recordar nuestra dramática historia
reciente, en la que venció manu militari una forma de fascismo fusionada con la reacción.
Fuente → exabruptospoliticos.wordpress.com
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