Muerta la reina, que muera la monarquía
Los conservadores de todo el mundo lloran a Isabel II porque su figura simboliza de manera potente la desigualdad extrema y el poder hereditario. No hay ninguna razón para que una institución horriblemente antidemocrática como la realeza siga existiendo.
 
Muerta la reina, que muera la monarquía
Ben Burgis 
 
Cualquiera podría sentirse confundido por el espectáculo de los conservadores profesando su amor por la monarquía británica. Dos días antes de que Donald Trump dejara su cargo, su «Comisión 1776» elogió la Declaración de Independencia como un documento históricamente importante que hizo de Estados Unidos una nación «única». Durante el gobierno de Obama, la iconografía de la lucha revolucionaria de Estados Unidos contra la Corona británica fue tan omnipresente que el ala derecha del Partido Republicano se autodenominó «Tea Party».

Sin embargo, cuando Meghan Markle y el príncipe Harry criticaron a la familia real en una entrevista con Oprah Winfrey, la respuesta de algunas figuras de las instituciones conservadoras fue aclamar a la misma institución contra la que se rebelaron los fundadores de Estados Unidos en 1776. Diversas defensas de la monarquía aparecieron en publicaciones como Federalist y la National Review, y la Heritage Foundation organizó un evento virtual titulado «La Corona bajo fuego: por qué fracasará la campaña de la izquierda para cancelar la monarquía y socavar una piedra angular de la democracia occidental»… Difícil leer esto sin pensar en los eslóganes de la propaganda oficial del partido gobernante en la novela 1984, de George Orwell: ¡La guerra es la paz! ¡La libertad es la esclavitud! La monarquía es la piedra angular de la democracia. 

Christopher Hitchens contra la National Review

La declaración clásica contra la monarquía es el panfleto de Christopher Hitchens de 1990, «The Monarchy: A Critique of Britain’s Favourite Fetish». Aunque Hitchens se desviaría hacia la derecha una década más tarde como reacción a los atentados terroristas del 11-S, en 1990 todavía era un socialista convencido y uno de los mejores escritores de la izquierda.

A lo largo del panfleto, «Hitch» desmonta alegremente las defensas habituales de la monarquía, señalando, por ejemplo, que los mismos apologistas de la realeza que insisten en que no se está haciendo ningún daño a la democracia británica por tener las funciones ceremoniales de los jefes de Estado desempeñadas por monarcas hereditarios impotentes, dirán que la realeza utiliza «el poder que tiene» para buenas causas.

Si no se entiende lo que quiere decir, imagínese que mañana alguien le dijera «A partir de ahora, tendrá una audiencia privada semanal con el primer ministro, el presidente o el canciller de su país, y si insinúa que está disgustado con ese funcionario, se considerará una noticia importante. Ah, y cuando quisiera, podría provocar una crisis constitucional negando su consentimiento a una ley, aunque se arriesgarías a perder su estatus al hacerlo». ¿Consideraría esto una disminución o un aumento del poder político que ejerce como ciudadano particular?

Los que sostienen que la monarquía constitucional no es una forma de gobierno particularmente objetable suelen decir que una sociedad con «realeza» no es peor que una que tiene celebridades adineradas de cualquier tipo, pero lo que Hitchens señala es una clara desanalogía. Se puede argumentar que el nivel de inversión emocional que algunas personas corrientes pueden tener en las vidas de actores y estrellas del pop que nunca conocerán no es saludable, y ciertamente se puede argumentar que gran parte de la riqueza de esos actores y estrellas del pop debería ser redistribuida. Pero Beyoncé y la Reina Isabel definitivamente no ejercen cantidades comparables de poder.

En un artículo de la National Review titulado «An American Defense of Britain’s Constitutional Monarchy» [Una defensa americana de la monarquía constitucional británica], Joseph Loconte, de la Heritage Foundation, arremete contra «la izquierda» y «la izquierda radical» por su hostilidad hacia la monarquía. No cita a Hitchens, ni a ningún escritor de izquierdas más reciente. El único antimonárquico que menciona por su nombre es… Maximilien Robespierre. Contrasta las aspiraciones del revolucionario francés a un «amanecer de felicidad universal» con la supuesta historia gloriosa del «constitucionalismo» de la monarquía.

La estrategia de Loconte consiste en atribuir a los monarcas británicos el mérito de todas las concesiones ganadas con esfuerzo por los nobles rebeldes (la Carta Magna) o por las fuerzas populares (el sufragio universal). Refiriéndose a lo primero, Loconte dice que «la monarquía estaba de acuerdo en que ningún dirigente político estaba por encima del imperio de la ley». El equivalente aproximado sería decir que «la General Motors convino reconocer a la United Auto Workers» o que «la Confederación aceptó en Appomattox unirse a los Estados Unidos».

Del mismo modo, en sus elogios a la «democracia parlamentaria», Loconte no considera oportuno mencionar a todos los cartistas que murieron o fueron a la cárcel o al exilio luchando por el derecho de los hombres de la clase trabajadora británica a votar en las elecciones parlamentarias, o a las sufragistas que lucharon a principios del siglo XX para extender ese derecho a las mujeres. En el mundo real, estas luchas se libraron contra el establishment británico encabezado por la familia real. Este bizarro lavado de cara alcanza su cenit cuando Loconte habla de la Guerra Civil inglesa:

Cuando el rey Carlos I intentó gobernar sin el Parlamento, desencadenó una crisis constitucional. Aunque había otras cuestiones en juego, la Guerra Civil inglesa (1642-1651) fue una lucha existencial entre el absolutismo político y el constitucionalismo. Al final, Thomas Hobbes y su Leviatán perdieron la discusión. En las décadas siguientes, Inglaterra se convirtió en el epicentro de los debates más importantes que se producen en cualquier lugar sobre los derechos inalienables de la humanidad: la libertad de expresión, de prensa, el derecho de reunión y el derecho a rendir culto a Dios según los dictados de la conciencia.

Aunque me siento en la obligación profesional de señalar que las opiniones reales de Hobbes sobre la monarquía eran más complicadas de lo que sugiere este pasaje, el verdadero crimen de Loconte contra la historia es mucho más sencillo. Omite el hecho de que la victoria del constitucionalismo en este caso significó que las fuerzas parlamentarias decapitaron a Carlos y abolieron temporalmente la monarquía.

Al hablar de la Revolución Americana, Loconte afirma que la guerra fue librada por los estadounidenses para reclamar sus «“derechos constitucionales” como ingleses». Evita citar la Declaración de Independencia, que está enteramente enmarcada como una acusación contra «el actual rey de Gran Bretaña». Tampoco menciona los argumentos de principio contra la idea misma de la monarquía hereditaria en uno de los textos más importantes de esa lucha, «El sentido común» de Thomas Paine. En cambio, dice que, al diseñar la Constitución, los fundadores se vieron influidos por Montesquieu, un «teórico francés que apreciaba el ejemplo inglés» de constitucionalismo.

Así que, en realidad, si se piensa lo suficiente, una revolución exitosa para derrocar el gobierno de la monarquía británica redundó en el crédito de… la monarquía británica. Esto ciertamente habría sido una sorpresa para todos en los primeros Estados Unidos, donde el insulto más tóxico que los jeffersonianos podían lanzar contra Alexander Hamilton era que era un criptomonárquico.

Loconte encuentra incluso una forma tortuosa de atribuir a la monarquía la abolición de la esclavitud. ¿Supervisaron los monarcas británicos un vasto comercio de esclavos? Claro, pero «la monarquía, como guardiana de la Iglesia de Inglaterra, acabó enfrentándose a la conciencia cristiana del Parlamento», que se deshizo del comercio de esclavos. Incluso dejando de lado el papel extirpado a las rebeliones de esclavos del Caribe en este relato, la gimnasia verbal desplegada es notable. Sería algo así como que el Parlamento acabó con la esclavitud en el Imperio Británico gracias a la familia real porque los polemistas antiesclavistas utilizaban un lenguaje religioso y el rey era el jefe de la Iglesia.

Las defensas más serias de la monarquía suelen girar en torno a la idea de que la institución ha proporcionado «estabilidad y continuidad» al tiempo que ha permitido la evolución de las instituciones democráticas. Sin embargo, incluso en este caso, Christopher Hitchens nos recuerda de forma devastadora lo poco que se parecen estas ideas a la historia real de la monarquía, desde la Guerra Civil inglesa hasta el reinado de Eduardo VIII, que se vio obligado a dimitir no por sus simpatías pronazis, sino porque quería casarse con una actriz divorciada.

[El número de veces que una «sucesión» real ha sido pacífica o ha dado lugar a la «estabilidad» es relativamente escaso. Entre la ejecución del rey Carlos I fuera del Banqueting House en enero de 1649, por ejemplo, y la extinción de la causa jacobita en Culloden en 1746, ni siquiera el propio Thomas Hobbes pudo dar un sentido completo al principio monárquico. Siguió teniendo que reinventarse a la fuerza y, de hecho, necesitó repetidos aportes de los ya debilitados principados europeos continentales… No se considera en absoluto educado insistir en este hecho, pero solo un ejercicio de risible absolutismo moral impidió en 1936 (por accidente, ciertamente, pero entonces todo lo que se basa en el principio hereditario es por accidente) el acceso de un joven con pronunciada simpatía por el nacionalsocialismo. El antiguo Eduardo VIII, como duque de Windsor, fue una preocupación y una vergüenza permanente para el gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial, y parece que nunca abandonó su convicción de que Hitler tenía razón. Si las cosas hubieran ido por otro lado, era un candidato para proporcionar estabilidad y continuidad a un régimen impuesto por el extranjero de un tipo muy diferente. 

Por qué es importante abolir la monarquía

Todo esto, se podría replicar, es historia antigua. La monarquía puede tener una historia extraordinariamente fea, pero ahora —incluso si nos detenemos a afirmar que la realeza no tiene «ningún» poder político— el papel que desempeña es sobre todo simbólico. Hitchens vuelve a ofrecer aquí una perspectiva útil. «Aquella que no incluya lo consuetudinario, lo tribal, lo ritual y lo conmemorativo», escribe, «es una definición sin sentido de la vida “política” de una nación».

Para entender su punto de vista, pensemos en las controversias de hace un par de años en Estados Unidos sobre la retirada de las estatuas confederadas. Centrarse demasiado en cuestiones meramente simbólicas puede ser una distracción inútil, pero es realmente obsceno obligar a los descendientes de personas esclavizadas a enfrentarse a estatuas gigantes que honran a monstruos proesclavistas como Robert E. Lee. En la medida en que el papel de la familia real es meramente simbólico, deberíamos preguntarnos qué simboliza y si es un símbolo que una sociedad democrática del siglo XXI debería defender.

Una de las cosas que simboliza es toda la historia que Loconte trata torpemente de encubrir (algunos de cuyos episodios son bastante recientes). La recientemente fallecida reina Isabel II, por ejemplo, concedió la Orden del Imperio Británico a los soldados que llevaron a cabo la masacre del Domingo Sangriento en Irlanda. Y si la historia fuera todo lo que simboliza la monarquía, esto ya los convertiría en versiones vivas muy caras de las estatuas confederadas que merecerían ser derribadas.

Pero también simbolizan la jerarquía brutal y desnuda. Son los herederos del privilegio hereditario y, justamente por eso, los conservadores de todo el mundo se sienten instintivamente protectores de la institución. La idea de que cualquier ser humano merezca desempeñar un papel dentro de una institución estatal únicamente por su linaje es ofensiva por la misma razón que es ofensivo que vivamos en un mundo en el que algunas personas nacen en la riqueza y otras en la pobreza. Si el Estado británico dejara de celebrar esa odiosa idea, el resultado podría no ser un «amanecer de felicidad universal». Pero sería un comienzo más que decente.


Fuente → jacobinlat.com

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