Las Fuerzas Armadas en la Transición (1975-1981)
Las Fuerzas Armadas en la Transición (1975-1981), POR Roberto Muñoz Bolaños / José Luis Ibáñez Salas

Las Fuerzas Armadas eran, a la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975, el principal sostén del régimen. De hecho, a diferencia de la Iglesia católica y del Movimiento Nacional, no se había producido en su seno un proceso de fragmentación que abriera la puerta a la aparición de diferentes tendencias, más allá de la muy minoritaria Unión Militar Democrática (UME), conservando a la muerte del dictador una doble característica que les convertía en un poderoso actor en el escenario político. Por un lado, eran una institución autónoma dentro de la Administración del Estado, dependiente directamente del jefe del Estado y dotada de amplias atribuciones en el ámbito del orden público, como afirma Santos Juliá, y por otro, eran parte del gobierno del Estado, con plena conciencia de su misión de vigilancia sobre el proceso político, de acuerdo con las tesis de Juan José Linz. Esta misión de vigilancia se expresaba en una capacidad única para frenar cualquier proceso de cambio político que se pusiera en marcha sino era de su agrado, estando legalmente legitimadas para ello por el artículo 37 de la Ley Orgánica del Estado, que establecía: “Las Fuerzas Armadas de la Nación, constituidas por los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire y las Fuerzas de Orden Público, garantizan la unidad e independencia de la Patria, la integridad de sus territorios, la seguridad nacional y la defensa del orden institucional”. 
 
Durante el segundo Gobierno de Carlos Arias Navarro (noviembre de 1975-junio de 1976), la intervención de las Fuerzas Armadas en el proceso político se iba a desarrollar bajo la forma de influencia, siguiendo la terminología de Finer. Si bien es cierto que, durante este periodo, el Ejecutivo careció de un proyecto articulado para iniciar la transición a la democracia, la jerarquía militar ejerció una función vigilante sobre el mismo, actuando por dos cauces. El primero fue la presencia de cuatro militares en el Gobierno, el teniente general Fernando de Santiago y Díaz de Mendivil, vicepresidente del Gobierno para Asuntos de la Defensa y “cadete de Franco”; el almirante Gabriel Pita da Veiga, ministro de Marina y perteneciente a las promociones de la monarquía alfonsina; el teniente general Félix Álvarez-Arenas y Pacheco, ministro del Ejército y “cadete de Franco”, y el teniente general Carlos Franco Iribarnegaray, ministro del Aire, también “cadete de Franco”; que no dudaron, especialmente Pita da Veiga, en hacer declaraciones, insistiendo en el papel político de las Fuerzas Armadas. Así, en la Pascua Militar de 1976, el almirante y ministro afirmó: 
 
“Los Ejércitos al orientar las virtudes heroicas del pueblo hacia el logro de los fines sustantivos y trascendentales del Estado, cumpliendo su misión hacen política en su más alta acepción. Más si confundidos fines y medios, se desviasen de lo sustantivo a lo adjetivo del quehacer político cotidiano, degradarían en ideologías sus ideales.”

El segundo cauce fueron las reuniones que los sectores más involucionistas de la élite política y militar franquista mantuvieron con esos ministros militares −especialmente De Santiago y en menor medida, Álvarez-Arenas−, para que evitasen cualquier cambio institucional que fuera el comienzo del fin del Estado del 18 de julio. De estos encuentros, destacaron dos. El primero fue el que De Santiago y Álvarez-Arenas sostuvieron con José Antonio Girón de Velasco, líder del sector falangista y no monárquico del franquismo, y el teniente general en la reserva activa Carlos Iniesta Cano –promociones de la monarquía–, su correligionario militar y amigo íntimo, el 12 de enero de 1975, en el restaurante Casa Gerardo, en Las Rozas (Madrid). En ella, tanto Iniesta Cano como Girón advirtieron a los dos representantes del Gobierno de la responsabilidad en la que incurrirían si permitían que se iniciara un proceso de cambio político. El segundo fue el que De Santiago tuvo con el teniente general Alfonso Pérez Viñeta, otro azul pertenecientes a las promociones de la monarquía alfonsina; el teniente general Iniesta Cano; el general de división Tomás Liniers y Pidal, comandante general de Melilla y “cadete de Franco”, y el general de brigada de Infantería Juan Cano Portal, “alférez provisional”, el 8 de marzo de 1976. En la misma se discutió el deterioro de la situación política de España que se había producido desde la muerte de Franco, y la necesidad de rectificar la línea política del Gobierno. Para lograrlo, acordaron enviar un escrito al rey donde se plasmasen las inquietudes del Ejército y se pidiese ese cambio político. El escrito, redactado bajo la supervisión de Pérez Viñeta, y con la aprobación del teniente general De Santiago, fue presentado al jefe del Estado, quien recomendó al militar que se atuviera a sus competencias y no se entrometiese en las del presidente del Gobierno. Precisamente, Arias Navarro, al enterarse de lo que había ocurrido, no dudó en dirigirse a los militares de su Gobierno durante una reunión del Consejo de Ministros para indicarles que tomasen el poder de una vez. Según José María de Areilza, entonces ministro de Asuntos Exteriores: “El general De Santiago se pone nervioso y musita unas excusas diciendo que jamás las Fuerzas Armadas aceptarían hacerse cargo del poder”. Y el militar tenía razón. Ellos no querían gobernar directamente, sólo tutelar la acción del Gobierno, como afirma Santos Juliá.

Esta situación de impasse existente durante el Gobierno de Arias Navarro cambiaría tras la llegada de Adolfo Suárez a la jefatura del ejecutivo el 3 de julio de 1976, cuando se inicia una fase de intervencionismo militar en el proceso político, bajo la forma de extorsión, que se prolongaría hasta la legalización del Partido Comunista de España (PCE), el 9 de abril de 1977. El nuevo presidente del Gobierno y la élite política franquista reformista que le apoyó iban a iniciar una transición hacía un sistema democrático que, como indican Álvaro Soto Carmona y Ferrán Gallego Margalef, se articuló sobre la improvisación y complejos procesos de presión y negociación entre los partidarios de distintos proyectos políticos en los que resultó determinante el papel de la sociedad civil, ya que si bien las negociaciones entre las elites políticas fueron importantes, no debe olvidarse que estas fueron siempre por detrás de las demandas de los ciudadanos, lo que les obligó a cambiar y a adaptar su acción política. En todo caso, los reformistas franquistas liderados por el nuevo presidente del Gobierno, fueron los triunfadores del proceso, ya que recibieron el apoyo de los ciudadanos, al comprender que estos lo que querían era un “cambio sin ruptura”.

No obstante, si bien Suárez carecía de un proyecto de cambio político definido, sí había asumido la idea de que las Fuerzas Armadas eran la única institución del Estado con capacidad para bloquear cualquier proceso de cambio que se pusiera en marcha; siendo, por tanto, necesario neutralizar esa capacidad para intervenir corporativamente en el proceso político, a semejanza de lo que ocurrió con la clase política franquista, que se disolvió en múltiples facciones. De hecho, pese a que no logró el objetivo último que perseguía, la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil, si consiguió disolver la unidad corporativa de los militares, y su capacidad para intervenir institucionalmente en el ámbito político. En ese proceso jugó un papel fundamental el teniente general Manuel Gutiérrez Mellado –“cadete de Franco” –, quien sustituiría a De Santiago el 23 de septiembre de 1976 como vicepresidente del Gobierno para Asuntos de la Defensa, y que desarrolló una política militar articulada en dos frentes. El primero fue la creación de un nuevo organigrama institucional, estructurado en torno a un nuevo Ministerio de Defensa –creado el 15 de junio de 1977 y que sustituiría a los tres ministerios militares existentes–, y cuyo objetivo era acabar con la autonomía de las Fuerzas Armadas. Y el segundo, una nueva política de ascensos, donde los criterios objetivos utilizados hasta entonces –antigüedad y hoja de servicios- serían sustituidos por otros subjetivos –lealtad a la política reformista del gobierno–, lo que trajo como consecuencia que el alto mando de las Fuerzas Armadas, especialmente el del Ejército, perdiera su unidad corporativa. El punto culminante de esta política se produciría el 18 de mayo de 1979, con la elección del recién ascendido teniente general José Gabeiras Montero –“promociones de la República”– para el cargo más importante de la fuerza militar de Tierra, el de jefe del Estado Mayor del Ejército, lo que provocó una auténtica fractura en el Consejo Superior del Ejército.

El proyecto político de Suárez sería respondido por los sectores más involucionistas de las Fuerzas Armadas con tres intentos de extorsión cuya finalidad era tutelar la acción del Gobierno, deteniendo el proceso de cambio político iniciado.

El primero de esos intentos extorsionadores tuvo lugar durante la reunión entre el jefe del ejecutivo y los consejos superiores de los tres ejércitos, el 8 de septiembre de 1976. El objetivo de este encuentro, organizado por Suárez, era explicar a las Fuerzas Armadas su proyecto de cambio político y conseguir su apoyo o al menos su neutralidad para el mismo. Se trataba de una jugada política muy hábil, ya que el presidente del Gobierno trataba de demostrar a las Fuerzas Armadas la importancia que supuestamente tenían en el organigrama político español, con objeto de conseguir su confianza. Sin embargo, dos tenientes generales, Francisco Coloma Gallegos, capitán general de la IV Región Militar, y Mateo Prada Canillas, capitán general de Canarias –ambos “cadetes de Franco” –, entendieron el objetivo que perseguía Suárez, y amenazaron con una intervención militar si se producía un cambio institucional. Pero, este intento de extorsión terminó en fracaso, ya que no fueron apoyados por el resto de los militares presentes, demostrándose con este hecho la carencia de una unidad corporativa de las Fuerzas Armadas, especialmente del Ejército, para intervenir en el proceso político.

El segundo fue la dimisión/cese del teniente De Santiago, el 21 de septiembre de 1976. El entonces vicepresidente del Gobierno para Asuntos de la Defensa renunció o fue obligado a dimitir cuando tuvo noticias de que el ministro de Relaciones Sindicales, Enrique de la Mata, había mantenido conversaciones con diversos líderes de las centrales sindicales ilegales –Unión General de los Trabajadores (UGT) y Comisiones Obreras (CCOO)–, encaminadas a su posible legalización, y filtró la noticia. Pero el teniente general no se limitó a abandonar el cargo –en el que fue sustituido por Gutiérrez Mellado–, sino que envío a sus compañeros una carta donde explicaba las razones de su renuncia, con objeto de provocar un movimiento en su favor que detuviera el proceso de cambio político. Sin embargo, fracasó completamente, ya que el único apoyo que recibió fue el de Iniesta Cano.

El tercero de los intentos de extorsión vino a raíz de la legalización del PCE, el 9 de abril de 1977. Las Fuerzas Armadas se sintieron engañadas porque Suárez, en la reunión del 8 de septiembre de 1976, les había prometido no legalizar esta fuerza política, e intentaron responder con contundencia ante la decisión del Gobierno. La Armada, el más corporativo y conservador de los Ejércitos, pero el que, por su propia naturaleza, menos capacidad tenía para proyectar su poder en el ámbito interno del Estado, optó por provocar la dimisión de su jefe, el ministro de Marina, almirante Pita da Veiga, el 11 de abril, y por la negativa del resto de los almirantes a ocupar ese cargo. Con esta acción, los marinos de guerra pretendían provocar una crisis irresoluble al Gobierno que le obligara a modificar su política. Sin embargo, Suárez y Gutiérrez Mellado pudieron superarla gracias al almirante en la reserva Pascual Pery Junquera –promociones de la República–, que aceptó ocupar el ministerio de Marina.

Por su parte, el Ejército, el vector militar más importante y el único con capacidad real para detener o al menos tutelar el proceso político, también intentó responder a la decisión del Gobierno. Sin embargo, en la reunión del Consejo Superior del Ejército que tuvo lugar el 12 de abril, sus miembros fueron incapaces de consensuar una postura común, ya que no forzaron la dimisión de su ministro, Álvarez-Arenas, ni decidieron intervenir contra el Gobierno, toda vez que se dividieron en diferentes facciones; división que no puede desvincularse de la política de ascensos de Gutiérrez Mellado. Al final optaron por enviar un comunicado a las unidades, donde implícitamente se amenazaba al gobierno con el empleo de la fuerza, si se ponía en peligro “la Unidad dela Patria, el honor y respeto a su Bandera, la solidez y permanencia dela Coronay el prestigio y dignidad de las Fuerzas Armadas”; pero esta amenaza quedaba empañada con otro párrafo donde se afirmaba que “el Consejo Superior consideró que la legalización del Partido Comunista de España es un hecho consumado que admite disciplinalmente, pero consciente de su responsabilidad y sujeto al mandato de las Leyes expresa la profunda y unánime repulsa del Ejército ante dicha legalización y acto administrativo llevado a efectos unilateralmente, dada la gran trascendencia política de tal decisión”. Es decir, el Consejo Superior del Ejército se limitaba a advertir al gobierno de que no pusiera en peligro un conjunto de conceptos claves para los militares; pero dejaba al tiempo claro que no iba a tomar ninguna decisión inmediata para oponerse a la legalización del PCE. Con esta toma de postura, los altos mandos del Ejército, y a pesar del supuesto contenido amenazador del comunicado, renunciaban a tutelar y mucho menos a detener el proceso de cambio político, al carecer de una postura consensuada frente a la política del gobierno.


No obstante, y a pesar de que el comunicado constituía realmente el comienzo del fin del “poder militar como gobierno”, su contenido podía ser considerado una auténtica ofensa para el gabinete, y así lo entendió su presidente. Suárez telefoneó, el 13 de abril, a Álvarez-Arenas y al jefe del Estado Mayor del Ejército, el teniente general José Miguel Vega Rodríguez –“promociones de la República”–, y, en palabras textuales de Gutiérrez Mellado, les “peinó” por lo ocurrido en la reunión. Esta actitud del presidente del Gobierno demostraba lo mucho que había cambiado su relación con las Fuerzas Armadas, ya que si siete meses antes había pedido su apoyo para poner en marcha el proceso de cambio político, ahora, tras el apoyo popular conseguido con la aprobación mayoritaria por referéndum de la Ley para la Reforma Política el 15 de diciembre de 1976, era capaz de enfrentarse con los dos principales mandos del Ejército y afearles su conducta. De hecho, los dos militares debieron comprender este cambio, ya que decidieron repudiar el primer comunicado, que se calificó de no oficial, elaborando otro más moderado, que fue emitido el 14 de abril.
 
 
La legalización del PCE demostró dos cosas en relación con la posición de las Fuerzas Armadas en el proceso político. La primera, que éstas carecían de unidad corporativa para actuar institucionalmente y tutelar la acción del Gobierno. La segunda, que las formas “legales” de intervención –influencia y extorsión– se habían demostrado ineficaces en la labor de vigilancia del proceso político que las Fuerzas Armadas habían asumido tras la muerte del general Franco. De ahí que, a partir de abril de 1977, se iniciaría un nuevo periodo en el intervencionismo militar, marcado por dos hechos. El primero fue la división de las Fuerzas Armadas, incluidos sus sectores más involucionistas, en diversas facciones, y el segundo fue que esos sectores golpistas optaron por poner en marcha operaciones involucionistas de desplazamiento, o de suplantación. Estas operaciones fueron cuatro: la operación Galaxia (1978), la intentona Torres Rojas (1979), el golpe de Estado del 23-F (1981) y la operación Cervantes (1982). De las cuatro, la más importante fue la tercera.
 

[Extraído del libro de Roberto Muñoz Bolaños Operación Turia. La III Región Militar durante el 23‑F, publicado en 2014 por Punto de Vista editores]
 

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