La muerte de José. Memorias del miliciano

La muerte de José. Memorias del miliciano Isidoro Andreu IX

Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I). En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.

Regresé a las trincheras y con el pasar de los días se fue borrando di mi ánimo la decepción sufrida. Al fin y al cabo sólo tenía 18 años, aún faltaban dos para mi alistamiento en la Marina y para entonces ya habríamos ganado la guerra y mis posibilidades de hacer la mili en ella se verían reforzadas al haber luchado en el ejército republicano. Sólo era cuestión de tener paciencia.

Días después de mi regreso al frente ocurrió algo que me impresionó fuertemente. El cocinero de nuestra compañía tenía como ayudante a un veterano socialista de la zona minera, un hombrachón de 52 años, quien a pesar de sus canas no hacía dudado en alistarse como voluntario en el batallón. Era un hombre silencioso, serio, quizás por sentirse algo descentrado entre tanta gente joven y a quien todos apreciábamos, pues a nadie negaba un “cancarro” de vino extra o un chusco de pan para una merienda improvisada. Por su fortaleza física era el perfecto ayudante de cocina y muchas veces habíamos admirado su destreza con el hacha, cuando cortaba leña para calentar las perolas. No cabía duda de que el capitán había acertado al darle aquel “enchufe”, teniendo en cuenta, sobre todo, que era un hombre casado y con tres hijos, que dependían exclusivamente de las diez pesetas que cobraba como miliciano.

Aquella mañana como todas, allí estaba José sacando astillas con su azuela de un pequeño tronco que acababa de traer del bosque. Con aquellas astillas, colocadas debajo de la gran perola, trataba de reanimar las llamas que iban a cocer nuestras alubias. Estaba en cuclillas y el sol daba de lleno en su bronceado rostro. Yo, tumbado sobre la hierba a unos pasos de él, gozaba de la tranquilidad y de la paz de aquel momento. De pronto, veo aparecer en su semblante una expresión como de sorpresa y a continuación su cuerpo de fornido minero se desploma hacia atrás y queda inmóvil, mirando el azul del cielo. Tiene los ojos abiertos, pero aquellas pupilas ya no volverán a reflejar las figuras de sus hijos ni la de su mujer. Nos acercamos a él convencidos de que ha sufrido un infarto, pero pronto vemos un hilillo de sangre sobre el bolsillo de pecho de su camisa.

Aquel hombre, rebosante de vida hace unos instantes, yace muerto ante nosotros porque su destino le apuesto frente a la trayectoria de una bala perdida que, silenciosamente, sin fuerza ya para atravesarle, se le ha quedado clavada en el corazón.

Fue la primera vez que vi morir a un hombre, el primer cadáver que tuve ante mis ojos; el trauma me duró varios días durante los cuales mis pensamientos eran confusos y contradictorios. Empezaba a calar en mi cerebro la idea, que yo trataba de desechar, de que aquella guerra a la que me había incorporado voluntariamente no era tan necesaria como yo tan ciegamente había creído hasta entonces. Empecé a pensar que para la familia de José y de todos los Josés de ambos bandos, la guerra ya estaba perdida antes de haber acabado.

Pasaron los días, estábamos ya metidos de lleno en el mes de Noviembre y los días tibios y soleados habían dejado paso a las húmedas nieblas del cercano Cantábrico, que cubrían con su grisáceo manto las cimas, las lomas y las vaguadas. Aquellas tupidas celosías, que transformaban en formas fantasmales todo lo que nos rodeaba, habían convertido mis antiguas y solitarias guardias en el parapeto, tan gratas y ensoñadoras, en horas eternas, tensas y angustiosas, en las que la mirada de mis miopes ojos, con gafas o sin ellas, no conseguía ver nada cinco pasos delante de mi fusil.

A esta intranquilizadora sensación, en las guardias de parapeto y de pozo de tirador, hechas a la intemperie, había que agregar la lluvia que caía inclemente y para la que no estábamos equipados. Seguíamos con el buzo con el que salimos en Septiembre desde Bilbao, con alguna cazadora que nos mandaron desde nuestra casa y nuestra única defensa contra el agua consistía en echarnos sobre los hombros la manta que teníamos para dormir y que a los pocos minutos estaba totalmente empapada, lo mismo que nuestro buzo y nuestra ropa interior. En cuanto al calzado yo era de los privilegiados, pues mi madre, en su visita al frente, había sido más inteligente que yo y una de las cosas que me llevó fueron mis “mendigoxales”, mis queridas botas de montañero, fabricadas con un cuero de vaca a prueba de agua y de barro y tan fuertes y recias que me duraron toda la campaña del Norte. Pero había camaradas que calzaban aún los zapatos con que habían salido de sus casas y que a veces se les quedaban clavados en el barrizal de las trincheras.

A pesar de los días transcurridos desde su muerte, a mi no se me quitaba de la cabeza la mala suerte del pobre José, hasta que ocurrió otro caso en el que el Destino nos enseño como podía repartir su crueldad o su benevolencia, con la justicia o injusticia de una ciega Lotería.

Había en nuestra Compañía un miliciano que era el único que lucía sobre su cabeza un flamante casco de acero reglamentario, el único quizás en todo el batallón y que nadie sabía como lo había conseguido. Dicho casco era motivo de cachondeo, no exento de envidia y como consecuencia a su dueño se le conocía como el “Comandante”. Pues bien, estando el “Comandante” un día de guardia en la trinchera, con el fusil apoyado en el parapeto y enseñando solamente la cabeza, una bala le atravesó el casco a la altura de la frente; con el impacto sobre el acero cogió un extraño efecto y recorriendo todo el interior del casco le salió por su parte trasera, clavándose en el suelo junto a sus talones. Cuando se recuperó del susto y fue atendido pudo comprobarse que la bala, en su ciego recorrido, había abierto un surco en su cabellera desde el comienzo de la frente hasta su nuca, haciéndole un peinado con raya al medio. La raya era la quemadura del roce de la bala sobre el cuero cabelludo y le duró varios meses.

Unos días después, “Radio Macuto” comenzó a emitir un bulo que puso en ebullición a toda la 4ª Compañía. La noticia era tan excitante que nos pareció que sólo algún sádico la podía haber inventado. Decía nada menos que en breve seríamos relevados de aquel sector del frente y que nuestro traslado inmediato ¡iba a ser a Bilbao!. Aquel rumor era tan increíblemente hermoso que nos negábamos a tragarlo por miedo al cabreo posterior, si el bulo resultaba falso. Así, que al día siguiente, después de comer, hubo una explosión de alegría general cuando se nos ordenó que preparásemos nuestras mochilas por que el relevo de nuestro Batallón estaba ya a la vista. En pocos minutos ocupábamos los autobuses que habían dejado libres el batallón de relevo.

Antes de arrancar yo me despedí silenciosamente con la mirada de aquellos montes, valles y lomas donde había vivido durante varias semanas emocionantes e inéditas sensaciones, unas gratas y otras amargas, que habían calado profundamente en mi ilusionada adolescencia.


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