
Las gestas realizadas por los españoles deben permanecer vivas en nuestra memoria. Uno de los acontecimientos más brillantes de la historia española sucedió hace 154 años, pero debemos considerarlo un ejemplo intemporal que nos afecta a nosotros, del que podemos extraer una lección perenne. Comenzó el 16 de setiembre de 1868, cuando el multicondecorado general Juan Prim i Prats redactó una proclama dirigida “A los españoles”.
Se hallaba en Gibraltar recién llegado de su exilio en el Reino Unido de la Gran Bretaña, y se disponía a liderar el acontecimiento más trascendental del siglo XIX español: la conocida como Revolución Gloriosa.
En la historia de ese siglo se suceden los pronunciamientos militares
fracasados contra los sucesivos jerarcas, Carlos IV, Fernando VII, la
regenta María Cristina, el regente Baldomero Espartero, y la entonces
monarca Isabel II de Borbón y Borbón: la repetición de sus apellidos es
debida a la endogamia tradicional en esa familia, una de las principales
causas de la degeneración advertible en sus miembros, además de la
locura heredada del iniciador de la dinastía, Felipe V.
La
proclama lanzada por Prim iba a ser escuchada aquel 18 de setiembre, y a
liberar al reino de la odiosa dinastía borbónica, se creyó entonces que
para siempre. La revuelta estaba bien organizada, y además del
estamento militar se hallaban implicados políticos de gran prestigio,
porque la degeneración de la dinastía se había hecho intolerable para
todas las personas decentes: palacio era un lupanar, en el que la gorda
soberana regalaba títulos nobiliarios a sus amantes más complacientes.
El pueblo se unió de inmediato a los revolucionarios, pero en un
principio la acción conocida en la historia con el nombre de Gloriosa
Revolución fue uno de tantos pronunciamientos militares iniciados
durante el brutal reinado de Fernando VII y continuados en el de su
corrupta hija.
Se debía la impopularidad de la reina, apodada Isabelona debido a su excesiva gordura, a causa en primer lugar a su incontinencia sexual, ya que todos los vasallos sabían que ninguno de sus hijos había sido engendrado por su marido y doble primo Francisco de Asís de Borbón y Borbón, apodado Doña Paquita, sino por una larga lista de amantes. No se ha calculado el número de sus amantes ocasionales, aunque se conocen los nombres de los engendradores de sus hijos adulterinos, porque ocuparon durante algún tiempo el tálamo real y fueron ennoblecidos por la agradecida soberana muy satisfecha. Sus escándalos eran criticados en las cortes europeas.
El otro motivo que enfrentó a la obesa reina con sus vasallos fue su desmedida afición a las riquezas y las joyas. Al empezar su reinado en 1843 su asignación por parte del Estado era de 28 millones de reales anuales, aunque disfrutaba de todos los gastos pagados, y a partir de 1861 la asignación se elevó a 12.837.500 pesetas anuales. A la vez los campesinos comían hierbas hervidas, y los obreros sólo hacían una frugal comida al día, generalmente en el mismo lugar de trabajo. La diferencia entre la suntuosa vida en palacio y la paupérrima de los campesinos, obreros y pescadores propició el descrédito final de la monarquía, y las revueltas habituales durante el reinado, culminadas con la Gloriosa Revolución.
Bien aconsejada en esa materia, colocó sus ahorros en empresas y
bancos extranjeros, lo que le permitió vivir un cómodo exilio en el
palacio adquirido en París. Logró sacar del Palacio Real las joyas
heredadas y las compradas por ella, con permiso de los revolucionarios.
Llamada a las armas
En su proclama el general Prim
expuso los motivos que obligaban al Ejército y la Armada a sublevarse
contra la corrupción isabelina. Los medios de comunicación de masas en
1868 se limitaban a los periódicos, por lo que cuando aparecían
publicadas las noticias ya se habían quedado anticuadas. Debido a ello,
al difundirse la proclama del general Prim ya estaba sublevada la
guarnición de Cádiz contra la mayor golfa de la historia de España, y el
pueblo ocupaba los muelles expectante.
Conocemos el texto porque fue insertado en el diario oficial, Gaceta
de Madrid, el 3 de octubre, cuando la Gloriosa Revolución había
triunfado. Se publicó por constituir un documento histórico, ya que
explica la situación insostenible de la patria bajo el cetro corrompido
de Isabelona, que hacía obligada una actuación urgente para ponerle fin:
es lo que antiguamente se conocía como un memorial de agravios,
presentad ante el pueblo que tanto los sufría. Por ello empieza con una
llamada al pueblo para que se armase por su liberación:
¡A las armas, ciudadanos, a las armas!
¡Basta ya de sufrimientos!
La paciencia de los pueblos tiene su límite en la degradación, y la Nación Española que, si a veces ha sido infortunada, no ha dejado nunca de ser grande, no puede continuar llorando resignadamente sus prolongados males sin caer en el envilecimiento.
Ha sonado, pues, la
hora de la revolución, remedio heroico, en verdad, pero inevitable y
urgente cuando la salud de la patria lo reclama.
Es verdad que no
puede tolerarse llegar al envilecimiento de la patria. Los amantes de
Isabelona eran conocidos, e incluso recibían apodos del pueblo sus
hijos: así, el hijo varón y por ello príncipe de Asturias, Alfonso, era
llamado burlonamente El Puigmoltejo, dado que su padre biológico se
apellidaba Puig Moltó, y el mote hacía referencia a la princesa Juana,
presunta hija de Enrique IV de Castila, apodada la Beltraneja por
suponérsela hija de un noble llamado Beltrán de la Cueva.
La diferencia está en que los castellanos del siglo XV no permitieron reinar a la Beltraneja, por creerla hija adulterina, mientras que los españoles del XIX sí se lo consintieron al Puigmoltejo, pese a no existir ninguna duda acerca de su paternidad, imposible en Doña Paquita. Así salió él, un putañero incansable, que vivió poco tiempo, pero apuntó lo que hubiera podido ser.
Se supone que los hijos de los reyes debieran poseer todas las
cualidades de probidad exigibles en una familia que vive a costa de los
impuestos pagados por sus vasallos. Por ejemplo, resultaría intolerable
que la hija de un rey se dedicase a robar, sola o en compañía de su
marido. Sería suficiente para organizar una revolución, si la raza no
degenerase.
El común grito de guerra
También se dirigió
Prim a los partidos políticos, habitualmente perdidos en luchas internas
que beneficiaban a la oronda reina. Sabía Prim que el triunfo de la
Revolución sólo sería posible con la unión del estamento militar y el
pueblo. Parte del generalato era presumible que permaneciese fiel a la
indigna reina, por esa condición ovejuna típica en el Ejército, lo que
propiciaría inevitablemente un enfrentamiento armado y su derivación
consecuente, la guerra civil. Pero tenía consciencia del rechazo popular
a la rolliza reina, por lo que podía confiar en que los reclutas se
negasen a combatir por ella. Era imprescindible aunar las opiniones de
los partidos no dinásticos, a los que hizo un llamamiento:
¡A las armas, ciudadanos, a las armas!
¡Que el grito de guerra sea hoy el solo grito de todos los buenos españoles!
¡Que los liberales todos borren durante la batalla sus antiguas
diferencias, haciendo en aras de la patria el sacrificio de dolorosos
recuerdos!
¡Que no haya, en fin, dentro de la comunión liberal más
que un solo propósito, la lucha; un solo objeto, la victoria; una sola
bandera, la regeneración de la patria!
Para alcanzar una victoria militar siempre es ineludible la unión de
las fuerzas, y eso fue lo que reclamó Prim. Así triunfó la Gloriosa,
porque el Ejército mayoritariamente y el pueblo en su conjunto enlazaron
sus fuerzas para expulsar a la despreciable soberana. Es lo que ha
sucedido siempre en la historia: si en 1931 la República llegó a España
fue gracias a la conjunción republicano—socialista. Es que entonces el
Partido Socialista Obrero era marxista, republicano y ateo, antes de su
domesticación por Felipe González y su degradación por Pedro Sánchez; lo
único que le falta es la desintegración cada vez más próxima. En cuanto
al Ejército, los 36 años de sumisión a la dictadura fascista lo castró
irremediablemente, y su dependencia de la Organización Terrorista del
Atlántico Norte lo anula con sumisión a las fuerzas imperialistas
agresivas.
Por la patria deshonrada
Debido a ello el ejemplo de los patriotas de 1868 no ejerce hoy autoridad sobre los militares y los principales partidos políticos. El bipartidismo pactado a la muerte de El Puigmoltejo se mantiene todavía, con otros nombres, pero las mismas intenciones: sostener la dinastía a pesar de todo lo que haga la familia irreal por desmerecerla. Les conviene y beneficia. Si el reinado de Isabelona alcanzó un grado de corrupción intolerable, por la lujuria desenfrenada y el ánimo de riquezas dominantes en la rechoncha soberana, contemplamos los mismos vicios en la actualidad, como un mal inevitable porque la monarquía es incuestionable.
La proclama del general Prim no obtiene audiencia, y sin embargo los males que denuncia continúan vigentes, puesto que la dinastía no cambia sus costumbres, aunque varíen los nombres. El diagnóstico del general Prim queda fijo en la historia, ya que las causas que lo motivaron permanecen constantes:
¡Españoles, militares y paisanos! ¡La patria necesita de nuestros esfuerzos! No desoigamos el grito de la patria, voz doliente del sufrimiento de nuestros padres, de nuestras esposas, de nuestros hijos y de nuestros hermanos. Corramos presurosos al combate, sin reparar en las armas de que podamos disponer, que todas son buenas cuando la honra de la patria las impulsa, y conquistemos de nuevo nuestras escarnecidas libertades; recuperemos la proverbial altivez de nuestro antiguo carácter; alcancemos otra vez la estimación y el respeto de las naciones extranjeras, y volvamos, en fin, a ser dignos hijos de la noble España.
Españoles: ¡Viva la libertad! ¡Viva la Soberanía Nacional!
Esa honra de la patria aludida en esta proclama iba a hacerse enseguida el lema de la Gloriosa Revolución: ¡Viva España con honra! Por defenderla se aprestaron los patriotas a poner fin a las corrupciones borbónicas, con una acción revolucionaria que se creyó para siempre. Nadie podía suponer que un general traidor terminase con la experiencia revolucionaria el 29 de diciembre de 1874, restaurando la dinastía en la persona del despreciable Puigmoltejo, objeto de tantas burlas por la liviandad de su madre, la desvergüenza de su padre biológico, y la inmoralidad del padre putativo.
Pese el final trágico, la experiencia de la Gloriosa Revolución será siempre un modelo, y la proclama del general Prim un ejemplo de precisión a la hora de exponer los males del reino, y acertar a señalarles el único remedio posible. Si no lo hubieran asesinado, otra sería la historia de España, porque él jamás habría tolerado que los borbones recuperasen el trono tantas veces mancillado. Los revolucionarios eran monárquicos, ni se entendía entonces en España otra forma de Estado. Por eso se pusieron a buscar un monarca para llenar el vacío dejado por Isabel II, aunque sería sin duda menos grueso.
No hay comentarios
Publicar un comentario