La felicidad tiene nombre

La felicidad tiene nombre
Arturo del Villar

A los postres de un banquete republicano celebrado en Valencia el 4 de abril de 1932, los comensales pidieron al jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, don Manuel Azaña, que les dijera unas palabras. Accedió y se convirtieron en un importante discurso político. Es conocido con el título de “La República como pensamiento y acción”, y está lleno de sugerencias, como este apotegma: “La República no hace felices a los hombres; lo que les hace es, simplemente, hombres.”

Hasta hace muy poco tiempo, en el castellano culto cuando se mencionaba a los hombres se entendía una referencia a todo el género humano, hombres y mujeres. Ahora se ha desterrado ese concepto, considerado machista, y se requiere citar a lo dos sexos. En el discurso de Azaña, orador y escritor de raigambre clásica, el vocablo abarca a hombres y mujeres.

Sin embargo, su apotegma encierra en realidad una logomaquia. Aceptamos que una República permite a los hombres y mujeres de una nación ser
eso, hombres y mujeres, se entiende que libres de la sumisión a un monarca o a un tirano, lo que vienen a ser lo mismo, porque el gobierno de una sola persona, que es lo que significa etimológicamente monarca, resulta inevitablemente una tiranía sostenida por las armas del Ejército.

En consecuencia, los seres humanos que habitan bajo una monarquía o una dictadura no pueden ser felices, sino tremendamente desdichados, como los españoles de cierta edad sabemos muy bien por propia experiencia. Son esclavos sometidos a la tiranía de un soberano que es el único gobernante del territorio en cuestión. Al ser infelices ansían liberarse de esa situación, lo que generalmente consiguen por medio de una revolución. Eso fue lo que sucedió, por ejemplo, en el reino de España el 18 de setiembre de 1868, cuando el Ejército y la Marina, apoyados por la inmensa mayoría del pueblo, organizaron la conocida en la historia como Gloriosa Revolución. Sirvió para expulsar a la disoluta reina Isabel de Borbón, por haber convertido su palacio en una casa de lenocinio con sus incontables amantes. Un solo grito recorrió felizmente toda la geografía española en aquellos días: “¡Viva España con honra! ¡Abajo los borbones!”

Bajo la monarquía o la dictadura el pueblo padece los caprichos del tirano, sin poder expresar su voluntad en un referéndum, ya que el sistema no lo convoca por saber que sería contrario a sus intereses. El sentimiento común de los pueblos es querer ser libres, algo imposible si solamente detenta el poder una persona, llámese rey o dictador, que viene a ser lo mismo por su orientación contraria a los deseos del pueblo.

Como expuso Azaña, la República hace hombres y mujeres libres a los súbditos de ese sistema político. No son vasallos de un hombre, o una mujer, como en el caso citado de la apodada popular y despectivamente Isabelona, sino ciudadanos libres dueños de su destino.

De modo que la República sí hace felices a los hombres y mujeres que tienen la suerte de vivir bajo ese régimen, porque les facilita la convivencia en libertad, igualdad y fraternidad. El presidente de la República es un ciudadano cualquiera, hombre o mujer, elegido por el voto mayoritario de los ciudadanos. Puede serlo cualquiera que demuestre en su comportamiento cotidiano poseer las dotes necesarias para un feliz desempeño del cargo. Es de libre elección, no está vinculado a una familia, ni se halla protegido por las armas de los militares, sino que es un hombre, o también mujer, del pueblo, manteni-dos por el favor popular.

Azaña quiso explicar a sus correligionarios con ese apotegma que la recién instaurada República Española por decisión democrática de una inmensa mayoría del pueblo, por sí misma no significaba la extensión de la felicidad inmediata a cuantos adquirían la condición de ciudadanos, al dejar de ser súbditos del monarca tiránico despreciado por ellos, dedicado a la doble tarea de incrementar fraudulentamente su fortuna personal y de estuprar a las doncellas de buen ver, única ocupación de Alfonso XIII a lo largo de su trágico reinado.

La condición de los españoles no se modificaba por la implantación del nuevo régimen. Cada uno seguiría desempeñando sus tareas habituales, pero desde entonces lo harían en libertad, sin depender de las tropelías del monarca y sin tener que mantener a su inútil familia. De esa manera la felicidad inundaba al país emancipado de la corrupta dinastía borbónica.
 
Por eso aquella tarde del 14 de abril de 1931 las calles españolas se llenaron de una multitud alegre, sin que se anotara ni un solo incidente. La República es sinónimo de alegría en perfecto orden.