Fascismo y memoria democrática en el espacio público

Fascismo y memoria democrática en el espacio público
Carlos Bitrián Varea
 
Que un ciudadano vote a un partido que no reniega del fascismo parece más explicable cuando habita el espacio público de un Estado que tampoco lo hace, y que lo presenta, además, como algo normal

Cien años después de la Marcha sobre Roma, Fratelli d'Italia ha ganado las elecciones legislativas celebradas el 25 de septiembre en el país transalpino. Se trata de un partido resultante de la trayectoria histórica del fascismo y, al margen de los debates sobre los nombres y las esencias que puedan tenerse en el ámbito académico, me parece que a efectos políticos la cuestión sobre su genealogía fascista resulta relativamente más sencilla. Siendo el fascismo un movimiento antidemocrático, y la democracia italiana un régimen construido sobre el antifascismo, la victoria democrática de los herederos del fascismo plantea una paradoja de la naturaleza de la que se presentaría si una democracia optara, en una votación libre, por constituirse en dictadura. Este caso extremo no es el presente, todavía, y esperemos que no lo sea nunca. Pero, sin dejar de asumir la complejidad y el interés de las paradojas, puede decirse que el auge electoral de las fuerzas herederas del fascismo es un fracaso de los regímenes democráticos, que solo resisten si sus ciudadanos comparten muy mayoritariamente sus principios.

El espacio público italiano es un espacio que emite con considerable frecuencia mensajes fascistas

Son muchísimos los factores que deberían abordarse para poder comprender lo sucedido en Italia este fin de semana. Se trata de una tarea inmensa para la que se requieren instrumentos que no están en mis manos. Sin embargo, sí creo poder afirmar, por lo evidente de la premisa, que uno de los elementos que se encuentra tras el auge de la ultraderecha es la normalización de la herencia fascista. Esta normalización, a su vez, es debida a múltiples causas, que se encuadran en órbitas como la educativa, la institucional o la de los medios de comunicación de masas. Aquí propongo, sin embargo, abordar otro de los factores que, en mi opinión, contribuye a normalizar la herencia fascista, y que radica en la esfera del paisaje urbano y el espacio público.

El espacio público italiano es un espacio que emite con considerable frecuencia mensajes fascistas. Y lo hace cuando uno va a comprar el pan, se dirige a trabajar, sigue el camino de la escuela o sale de fiesta. Consciente de la importancia del espacio público en la consolidación de los regímenes políticos, el fascista fue un Gobierno activo en el ámbito edilicio, y su herencia construida en Italia es muy amplia. Además, y a diferencia de lo que ocurre en el caso español, una parte importante de esa obra es de calidad arquitectónica, excepcional algunas veces. No es factible a corto plazo, e incluso puede no ser deseable, sustituir esa presencia arquitectónica por otra. Sin embargo, y sin llegar a soluciones tan radicales y problemáticas, sí que es fácil en muchos casos desactivar su carga ideológica, en todo o en gran parte. Porque esa carga reside en la combinación que se da entre el cuerpo construido que se impone en el espacio público (que por su sólida existencia física el ciudadano interpreta por defecto como legítima) y sus atributos parlantes y simbólicos.

Estatua de bronce de un joven realizando el saludo romano, es decir, el saludo fascista. | Fotografía de Carlos Bitrián Varea.

Pues bien. Al senador que se dirige al palacio Madama, o al ciudadano que va a misa a Sant'Andrea della Valle o que simplemente ha tomado el corso Vittorio Emmanuelle II para moverse por Roma, la ciudad le transmite con una gran inscripción desde el edificio del INA (Instituto Nacional de Seguros) lo virtuoso del expansionismo imperialista a través de las armas fascistas. Al ciudadano que pasa por el barrio del EUR, Mussolini le grita, por ejemplo desde el “coliseo cuadrado” y otros edificios del entorno, fragmentos de famosos discursos en los que defendió sus políticas expansionistas. Cerca, un joven en bronce realiza el saludo romano, es decir, el saludo fascista. En la otra punta de la ciudad, al norte, quien vaya al estadio olímpico o al complejo anexo a presenciar una competición deportiva, o quien asista a las clases de la Universidad Foro Itálico, o el funcionario que vaya a trabajar al Ministerio de Asuntos Exteriores, pasará por un gran obelisco situado en el centro del eje que ordena aquel espacio en el que leerá todavía en 2022 “MUSSOLINI DUX”. Y leerá también lo que no está escrito: que la ciudad y el Estado no le han retirado al dictador el homenaje que se le dedicó mediante un gran monumento público. El ciudadano que se dirija al estadio deberá pasar por una avenida flanqueada por grandes estelas monolíticas que le irá desgranando, desde el espacio público de la ciudad, los grandes hitos del fascismo, como si de hechos laudatorios se tratase: la fundación de los Fasci Italiani di Combattimento en 1919, la Marcha sobre Roma en 1922, la fundación de la milicia de “los camisas negras” (MVSN) en 1923, la fundación de Pontinia en 1935, “el asedio económico contra Italia por 52 naciones” o el inicio de la guerra contra Etiopía en ese mismo año. Desde el suelo, una inscripción le repite “duce duce duce duce”. Si después ha quedado en el centro de Roma y pasa cerca del Ara Pacis y el Mausoleo de Augusto, verá grandes inscripciones que le recordarán el homenaje de Mussolini al primer emperador. La plaza en la que esos edificios de época fascista se encuentran está presidida por una de las frases de un discurso del dictador sobre la expansión de Italia. Estos ejemplos, muy llamativos, no son los únicos. Hay muchísimos más, algunos aparentemente más inocuos y que, sin embargo, ayudan a presentar la Roma contemporánea como obra del fascismo. Quien acuda a una representación en la ópera verá que el escenario está presidido por una placa en la que se recuerda la intervención de Mussolini en la restauración del edificio, fechándola en el año 6 de la “era fascista”. Y quien pase junto al Coliseo, encontrará un monolito que recuerda también al rey cómplice y al dictador. Son apenas unos casos concretos de los muchos que pueden hallarse en Roma y en el conjunto de Italia que muestran la gran presencia discursiva que todavía tiene hoy aquel régimen criminal. Y no se trata de elementos que en la ciudad aparezcan como recuerdos de algo que hay que evitar, sino que se muestran como un episodio más de la historia de la ciudad y del país.

Obelisco con la inscripción “MUSSOLINI DUX”, en las cercanías del Ministerio de Asuntos Exteriores. | Fotografía de Carlos Bitrián Varea.

Entre otras voces, también incluye las que desde numerosos elementos memoriales recuerdan la lucha partisana u otros episodios del pasado democrático de Italia

En las ciudades, es cierto, y tal vez particularmente en la de los emperadores y los papas, abundan las inscripciones y los símbolos de tiempos diversos, formando ya parte de un paisaje urbano muy asentado. Pero, a diferencia de los mensajes fascistas, se trata de palabras que parecen ya faltas de toda virtualidad práctica y que se refieren a un pasado muy remoto que no parece posible que vuelva. Por tanto, transmitiendo ya muy débilmente mensajes de los que no parece que la democracia esté obligada a defenderse. Es obvio también que no todo el espacio público italiano habla en clave fascista. Entre otras muchísimas voces, también incluye las que desde numerosos elementos memoriales recuerdan la lucha partisana u otros episodios del pasado democrático de Italia. Aunque generalmente son menos monumentales y céntricos, y aunque están asociados a una guerra relacionada con una ocupación extranjera y con el horror nazi, más que con el periodo inicial del fascismo, son elementos que promueven la memoria democrática y el reconocimiento de los valores constitucionales de la República. Pero su relevancia en parte se desactiva si los mensajes de los verdugos y de las víctimas, de la democracia y del fascismo, se presentan en el espacio público como pasajes históricos de valor parangonable.

La ciudad y el Estado hablan desde los edificios oficiales, desde los monumentos y desde el resto de construcciones que promueve o ha promovido. En ese sentido, lo que me parece más peligroso para la democracia no es propiamente el mensaje que desde esas antiguas inscripciones, desde esos antiguos símbolos, el fascismo sigue lanzando a la población. Lo letal es el mensaje que la democracia manda al mantener esos signos, que no es exactamente aquello que las palabras dicen, sino que es el mensaje de que lo que dicen esas palabras es lo suficientemente aceptable como para no ser retirado inmediatamente por la democracia de su espacio público. Que un ciudadano vote a un partido que no reniega del fascismo parece más explicable cuando habita el espacio público de un Estado que tampoco lo hace, y que lo presenta, además, como algo normal.

Pocas lecciones de memoria histórica puede dar España a Italia en muchos ámbitos

Quien se interese por la opinión del ciudadano respecto de estos símbolos encontrará no poco frecuentemente una apelación a la “historia” (muchas veces basada, me temo, en algo que emana de determinadas instancias), como si la historia dependiese de lo que el espacio público defiende. Borrar una inscripción, quitar una estatua, desactivar un símbolo, no significa borrar el pasado, sino construir el presente, que mañana será también historia. Como apuntaba al inicio, esta cuestión puede presentar aristas que limitan con complejos debates políticos y filosóficos sobre la tolerancia de la intolerancia, y que puede dar lugar a objeciones basadas en el necesario respeto a la libertad de expresión y a la pluralidad y polifonía que caracteriza a la democracia. Me parece, sin embargo, que tanto lo que aquí se presenta como un hecho objetivo (a saber, que la manera en que el espacio público se relaciona con la memoria tiene efectos políticos) como lo que se defiende (la necesidad de toda democracia que quiera sobrevivir de desactivar los mensajes fascistas del espacio público) no plantea demasiados problemas, porque no se trata ni siquiera de lo que pueda decirse en el espacio público, sino de lo que dice el propio Estado democrático a través del espacio público.

Mosaico en las inmediaciones del estadio olímpico con el emblema “duce duce duce duce”. | Fotografía de Carlos Bitrián Varea.

Pocas lecciones de memoria histórica puede dar España a Italia en muchos ámbitos. Pero, por lo menos, en los últimos años, las leyes de memoria democrática han permitido actuar sobre el espacio urbano, donde queda todavía mucho por hacer en la eliminación de elementos memoriales que emiten mensajes contra la democracia. Se trata de un objetivo que debería ser compartido por el conjunto de demócratas. Para ello, es importante un compromiso con la democracia, y también evitar el uso de la memoria como arma arrojadiza e instrumento partidista. En definitiva, el razonamiento es sencillo: la normalización de los movimientos antidemocráticos amenaza a la democracia. La pervivencia de la emisión de mensajes netamente antidemocráticos propios del pasado reciente ayuda a la normalización de esos movimientos. En consecuencia, quien esté interesado en la protección de la democracia debe estarlo también en la desactivación de esos mensajes. El futuro depende también de lo que recordamos y de cómo lo hacemos. Hoy es buen momento para repetirlo.

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Fuente → ctxt.es

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