¿En qué piensan los fascistas?

¿En qué piensan los fascistas?
Aníbal Malvar

No son machistas, pero tampoco feministas; no son de izquierdas ni de derechas; son animalistas taurinos; negacionistas climáticos defensores de la naturaleza; ecologistas de la energía nuclear; demócratas prohibicionistas de siglas ajenas

El falangista Ernesto Giménez Caballero (1899-1988) fue un verso más que suelto de la Generación del 27. En 1941, viajó a la Alemania nazi para trasladar al ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, su meditada propuesta de casar a Adolf Hitler con Pilar Primo de Rivera, hermana de José Antonio El Ausente, con la idea de fundar una nueva “dinastía hispano-austriaca”. Una dinastía sucesora de la que inauguró Carlos I de España y V de Alemania en 1516, y que concluyó con la Guerra de Sucesión apenas dos siglos más tarde. Estaba bien pensado, o sea.

Hay que apuntar que Giménez Caballero no era ningún botarate, a pesar de lo excéntrica que suene hoy su ocurrencia. Cultivador de un vanguardismo literario de incuestionable vigor, y director de La Gaceta Literaria, frecuentó y publicó a Rafael Alberti, Hinojosa, Valle-Inclán, Ortega y muchos otros autores. Luis Buñuel, comunista y poco amigo de compartir tertulia con mentecatos, escribe en sus memorias (Mi último suspiro, 1982): “Yo le debo mucho a Giménez Caballero, que aún vive en Madrid. Pero muchas veces la amistad se lleva mal con la política”.

Es improbable que la ya muy poderosa e influyente Pilar Primo no conociera, y seguramente aceptara, el celestinaje para su desposorio con Hitler. Giménez Caballero se hubiera jugado al menos la vida en caso de actuar solo: en sus memorias apunta que el cuñado de Franco, Ramón Serrano Súñer, era un fervoroso defensor de ese casorio. Adolf (52 años) y Pilar (33), además, se conocían bien. Durante la Guerra Civil española, la delegada nacional de la Sección Femenina había mantenido varios encuentros con el genocida alemán a instancias de su homólogo Francisco Franco.

No se sabe quién dio calabazas a quién, pero nunca se pronunció el sanguinolento ‘sí quiero / Ja, ich will’ que quizá hubiera cambiado el curso de la Historia, aunque algún estudioso (Wayne Bowen) asegura que fue ella, de por sí tan puritana, la que frustró el himeneo.

Sospecho que Umberto Eco desconocía esta anécdota cuando escribió en 1995 su muy celebrada conferencia Il fascismo eterno. Sin duda, le habría fascinado especular sobre qué caminos ideológicos hubiera transitado ese maridaje entre el cristofascismo franquista y el paganismo germánico de Hitler.

“No podemos llamar nazismo al falangismo católico de la España de Franco, puesto que el nazismo es fundamentalmente pagano, politeísta y anticristiano, o no es nazismo”, medita el semiólogo, historiador y novelista italiano. Nunca sabremos si los esponsales Hitler/Primo se habrían celebrado bajo la cruz de Cristo o a la sombra de Ostara, diosa germánica de la fertilidad que quizás hubiera obrado algún milagro en la entrepierna del supuestamente castrado líder nazi.

Umberto Eco sostiene que el fascismo nunca poseyó una ideología ni un verdadero sustento racional, sino un variopinto conjunto de rasgos a veces coincidentes y otras excluyentes, pero fácilmente detectables: “El término fascismo se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos y siempre podremos reconocerlo como fascista. Quítenle al fascismo el imperialismo y obtendrán a Franco y a Salazar; quítenle el colonialismo y obtendrán el fascismo balcánico. Añádanle al fascismo italiano un anticapitalismo radical (que nunca fascinó a Mussolini) y obtendrán a Ezra Pound”. Y concluye el historiador: “Tales características no pueden quedar encuadradas en un sistema; muchas se contradicen mutuamente, y son típicas de otras formas de despotismo o fanatismo, pero basta con que una de ellas esté presente para hacer coagular una nebulosa fascista”.

Umberto Eco sostiene que el fascismo nunca poseyó una ideología ni un verdadero sustento racional, sino un variopinto conjunto de rasgos

Del fascista sabemos lo que piensa pero no por qué lo piensa. Sabemos que es racista, pero el soporte intelectual de su antisemitismo, por ejemplo, viene de la fantasía delirante de unos inventados Protocolos de los Ancianos de Sión, que sirvieron de excusa a los zares rusos para aplicar pogromos a los judíos. Ahí se crea (1902) la “conspiración judeomasónica” en la que tanto insistió hasta su muerte Francisco Franco, que por otra parte nos obligó a acatar, a punta de pistola, la adoración al pacifista Rey de los Judíos, Jesús de Nazaret. En los fascismos contemporáneos, observamos incluso racistas negros (Vox), judíos racistas gobernando Israel y otras rarezas.

Del fascista también sabemos que es machista, pero tampoco conocemos el porqué. Eco infiere que por su carácter belicista, pues las armas son su “ersatz fálico inspirado en una “invidia penis permanente”. Me parece simplista la fálica y cañonera aseveración del genio piamontés. Cogida con papel de fumar, salvo que solo se inspirara en la, quizá veraz o legendaria, pérdida de numerosos testículos de Hitler y Franco (numerosos entre los dos) en acciones bélicas.

Frivolizando un poco, sorprende que los fascismos español y alemán arrodillaran su virilidad ante caudillos tan amanerados. Franco y Hitler eran la antítesis del ideal de héroe épico en lo tonal, en lo físico, en lo gestual y en lo macho. Al Generalísimo, en su Ferrol natal, aún hoy le apodan Paquita la Culona. Y Leni Riefenstahl, la musa cinematográfica del Führer, nos ha dejado imborrables imágenes de Hitler manoteando dulcemente como una debutante victoriana que desea, pero aún no sabe cómo, agarrar sueños cilíndricos. La virilidad de Franco y Hitler solo se atestigua en la sangre que derramaron.

Este asunto del maridaje indisoluble entre machismo y fascismo tendría muy locas a las derechas españolas si se detuvieran a leer un poco sobre sí mismas, avatar poco probable. Hay que hacer un poco de Historia.

“La primera característica de un ur-fascismo (fascismo eterno) es el culto a la tradición”, escribió Eco. Mussolini, en Italia, tenía muy a mano esa tradición. Le bastó volver la cabeza hacia la Antigua Roma para desenterrar una simbología. El fasces, del que nace el término fascismo, era el haz de 30 varas que portaban los lictores (escoltas de los pretores) atadas con cinta roja a un hacha, y que simbolizaba el poder del Estado sobre la vida y la muerte. La bandera del Partido Nacional Fascista del Duce era aquel haz con hacha sobre fondo negro. Su inspiración, los dictadores romanos Silas y Julio César, que habían desnaturalizado la democracia nombrando senadores a dedo para garantizarse un poder absoluto, protofascista.

Los fascistas españoles lo tuvieron más difícil. La única gran referencia histórica a la que se podían agarrar era más cercana en el tiempo y, además, mujer, Isabel la Católica, lo que en principio conjugaba mal con su machismo y su exaltación de la virilidad. Pero “tanto monta, monta tanto”.

Como interpreta el hispanista Ian Gibson en su obra En busca de José Antonio, “la España inmediatamente anterior a la unión de Fernando e Isabel la ve [el naciente fascismo español] como ‘la España prehacista’, y la nueva España de dichos reyes como fascista. Según este razonamiento, España fue la primera nación fascista de Europa, más de cuatro siglos avant la lettre”. En palabras del ya citado teórico del falangismo y miembro de la Generación del 27, Giménez Caballero, “antes de que el fascismo de hoy surgiese en Italia hubo un hacismo de la España cuatrocentista”.

El fascismo español que encarnarían Falange y las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas (JONS) ya tenía su logo: el yugo y las flechas que en el siglo XV bosquejaron el poder de la unión de la castellana Ysabel (la Y es el yugo) y el aragonés Fernando (F, de flecha). Buscar la iconografía había sido relativamente sencillo, una vez superados prejuicios ginecológicos. Llenarla de contenido político resultó más laborioso, incluso hasta nuestros días.

En una muy gentil y refinada discusión escrita, sostenida en las páginas del ABC de 1933, José Antonio Primo de Rivera le ofrece a Juan Ignacio Luca de Tena, director del diario, una certera síntesis de su caudal teórico: “El fascismo no es una táctica –la violencia–, es una idea –la unidad–. Frente al marxismo, que afirma como dogma la lucha de clases, y frente al liberalismo, que exige como mecánica la lucha de partidos, el fascismo sostiene que hay algo sobre los partidos y sobre las clases; algo de naturaleza permanente, trascendente, suprema: la unidad histórica, llamada Patria”. Darle rango de idea a un pedazo de tierra es lo más hondo a lo que llega el pensamiento político del fundador de la Falange.

Darle rango de idea a un pedazo de tierra es lo más hondo a lo que llega el pensamiento político del fundador de la Falange

Ya muerto José Antonio, tampoco Francisco Franco fue muy capaz de ofrecer un argumentario político a los españoles cuando en abril del 37, en la unamuniana Salamanca “de tedio y plateresco”, pronuncia su famoso Discurso de Unificación: “El movimiento que hoy nosotros conducimos es justamente eso: un movimiento más que un programa. Y como tal está en proceso de elaboración y sujeto a constante revisión. Queremos soldados de la fe y no políticos y discutidores”. El pensamiento franco-fascista y falangista se conforma así, más que como teoría, como un teoricidio. El negacionismo fascista de hoy no deja de ser una forma 4.0, también, de teoricidio, de alergia al saber y a la ciencia en general.

Franco verbaliza en ese mismo discurso su aversión al conocimiento, cuando imbrica en “el perfil del nuevo Estado” la reivindicación de “la Universidad clásica que, continuadora de gloriosas tradiciones, con su espíritu, su doctrina y su moral, vuelva a ser luz y faro de los pueblos hispanos”. Como cualquier investigador confirmará, tradición, espíritu, doctrina y moral siempre han sido las cuatro ruedas más veloces del avance científico.

Giorgia Meloni, la neomussolinista que va a ganar las elecciones de este domingo en Italia, reniega de la Ilustración. Aspira a abolir todo lo que la humanidad ha avanzado en derechos y ciencia desde 1789. Pero, para decirlo, se tiñe de un tinte rubio encantador. Que satisface a las masas.

Como semiólogo, viene a concluir Eco, que el fascismo ensalza la vacuidad del signo/símbolo en detrimento de la complejidad de la idea. Por eso la definición teórica de fascista es una gota inaprensible de mercurio derramado. Y de ahí que, entre ellos, se copien más los logos, mitos y proclamas que los raciocinios.

Un bello ejemplo: en la España franquista, corría el mito de una lucecilla en el Palacio de El Pardo que nunca se apagaba, la del despacho de Franco. Los propagandistas del régimen simbolizaban con aquella bombilla inextinguible el desvelado denuedo y entrega del Caudillo a la grandeza de España. Muchos españoles se lo creían. Muchos otros pensaban amargamente que sería verdad, porque a Franco no le daba el día para firmar tantas sentencias de muerte. El caso es que, incluso, aquel mito era robado.

La leyenda de la lucecita perenne, con toda su simbología, la extrajeron los franquistas más letrados del prólogo que José Antonio escribió a la edición española de El Fascismo, la obra magna de Benito Mussolini. Nos cuenta en esas páginas el fundador de la Falange su encuentro en octubre de 1933 (palacio de Venecia, en Roma) con el Duce (“El jefe. El héroe”, lo llama). “Aquella entrevista me hizo entender mejor el fascismo de Italia que la lectura de muchos libros”, arranca el falangista español. Y, a su salida de palacio, nos explica el porqué. “Se volvió hacia su mesa, despacio, a reanudar la tarea en silencio. Eran las siete de la tarde. Roma, acabadas las faenas del día, se derramaba por las calles bajo la tibia noche. Se dijera que solo el Duce permanecía laborioso, junto a su lámpara, en el rincón de una inmensa sala vacía, velando por su pueblo. ¿Qué aparato de gobernar, qué sistema de pesos y balanzas, consejos y asambleas, puede reemplazar a esa imagen del Héroe hecho Padre, que vigila junto a una lucecita perenne el afán y el descanso de su pueblo?”

A diferencia de otros movimientos ultras europeos, el fascismo y el filonazismo españoles de hoy suelen rechazar, muy furibundos, que se les califique como tales

A diferencia de otros movimientos ultras europeos, el fascismo y el filonazismo españoles de hoy suelen rechazar, muy furibundos, que se les califique como tales. La tradición viene de lejos. Cuando Hitler y Mussolini fueron derrotados en 1945, Franco eliminó la palabra fascismo de su discurso. Los falangistas, los jefes del Movimiento, se apresuraron a sustituir, en las ediciones de las obras de José Antonio, el término fascismo por el de falangismo, traicionando el espíritu de su obra.

El teoricidio fascista contemporáneo lo resume un exiguo diccionario de antónimos: no son machistas, pero tampoco feministas; no son de izquierdas ni de derechas; son animalistas taurinos; negacionistas climáticos defensores de la naturaleza; ecologistas de la energía nuclear; demócratas prohibicionistas de siglas ajenas; adalides del mercado libre que socializan las pérdidas de los trust; oligarcas defensores de la clase obrera; científicos confesionales, y en este plan.

Es una pena que Umberto Eco no haya llegado a conocer a quien, en mi modesto entender, nos ha dejado la mejor síntesis del ideario fascista jamás escuchada: “Cuando te llaman fascista, estás en el lado bueno de la historia. Cuando te llaman fascista, sabes que lo estás haciendo bien”, clamó para la posteridad Isabel Díaz Ayuso, presidenta del Partido Popular y de la Comunidad de Madrid. Sin duda, el de IDA permanecerá como el análisis más certero del pensamiento fascista que nos ofrezcan los siglos (no bromeo).

Por mucho que Umberto Eco pronostique que el ur-fascismo perdurará incluso más allá del tiempo en que los últimos siglos se hayan extinguido, la bombillita de Ayuso permanecerá encendida.


Fuente → ctxt.es

banner distribuidora