Cuevas del Valle, tras el rastro del exterminio franquista
Gorka Castillo
En Cuevas del Valle, un pequeño pueblo de la comarca abulense del Tiétar, las tropas franquistas aniquilaron a gran parte de la población en 1936. Algunos de los que sobrevivieron huyeron a Gasteiz y Arrasate.
Entre la niebla, que en la Sierra de Gredos avanza como el aliento del lobo, surge una figura con un bastón. Santos Jiménez, el poeta del Tiétar que entonces escribía una joya literaria sobre las matanzas perpetradas por los fascistas en el 36, parpadea conmocionado y comienza a disparar con su cámara instantáneas que reverberan el dolor silenciado. La figura con bastón se acerca a paso lento. Es Francisco Fernández Blázquez, jornalero solitario de Cuevas del Valle que camina apesadumbrado. Le dice que no había regresado a aquel lugar, conocido por los lugareños como la Cruz del Cerro, desde que era niño. «¿Por qué no?», pregunta Santos. «Porque aquí enterraron a mi padre», le responde con los ojos velados por la avanzada edad. De repente, se detiene, baja la mirada y traza una circunferencia en el suelo con una precisión insólita. «Aquí está». Silencio ante un reencuentro íntimo que disipa el musgo de la melancolía y hace que, al fin, Francisco respire hondo.
Fue un instante breve y una imagen que Santos conserva como la talla de un héroe anónimo: «Ocurrió en 2012. Francisco murió poco después pero aquella historia es también la de decenas de vecinos de este pueblo aniquilado. Sirvió para romper un silencio que duraba 80 años. Los que sobrevivieron, huyeron. Muchos al norte. Ahora han vuelto algunos para ser testigos de la exhumación de las primeras fosas. Pero había algo muy entrañable en aquel hombre, en Francisco, mi amigo. Guardaba en su memoria los nombres de todas y todos los muertos. Y quiso compartirlos, mancomunarlos. Creía, con razón, que no bastaba con que cada familia supiera los suyos, disminuyendo y atenuando las monstruosas dimensiones que tuvo la represión franquista en esta comarca, desde Arenas de San Pedro a Cuevas del Valle».
Diez años después de aquella impactante estampa, la sociedad Aranzadi acometió la primera exhumación. Lo hizo el pasado mes de abril en el mismo lugar que Francisco señaló con su bastón como el rosario de un espanto. La zona se conoce como la Cruz del Cerro y, a tenor de las investigaciones realizadas, está sembrado de fosas. Son cientos de hectáreas de arbolado y maleza que cubren un cementerio oculto. Sin nombres. Siguiendo indicaciones de los antropólogos-forenses, Paco Etxeberria y Fernando Serrulla, y también de la historiadora Lourdes Herrasti, cavaron en el punto marcado por Francisco y localizaron dos tumbas. La pequeña excavadora hizo un trabajo eficaz para limpiar el sendero y destapar un depósito de almas inertes.
En la primera aparecieron los restos de dos varones entrelazados, arrojados uno sobre otro, como basura industrial. En la otra, el cuerpo de una mujer de no más de 27 años, con el cráneo reventado, las manos atadas a la espalda y una pierna flexionada, como si hubiera intentado la huida cuando era enterrada bajo esta tierra polvorienta. Tristísimo y brutal. Los testigos presentes en la recuperación de los restos, los herederos de aquella infamia manifiesta, trataban de disimular el pavor en medio del silencio, a veces roto por el llanto estrangulado de algún familiar lejano. Hay más. Un detallado estudio realizado por el catedrático de Historia, Enrique Guerra, con la ayuda inestimable de la investigadora local Aurora Fernández contabiliza al menos 47 fusilamientos extrajudiciales de republicanos, o sospechosos de serlos, entre septiembre y octubre de 1936. Y aunque el historiador se resiste a emplear el término ‘genocidio’ para explicar la magnitud de las matanzas que aquí se practicaron, considera que hubo “un exterminio” planificado. Uno de los ejemplos más descarnados es el que sufrió la familia Castelo Blázquez.
Huida a Gasteiz. Una de las contadas supervivientes de aquella orgía cruel fue Baldomera. Tuvo suerte. A ella le perdonaron la vida después de raparla y humillarla sin piedad. Tenía 22 años y una hija de cuatro meses, Juana Antonina. Un capitán se compadeció de ambas y las liberó del escarnio final que les preparaban. Huyeron de inmediato a Gasteiz. Juana Antonina no ha regresado al pueblo pero su hija sí, Elena San Martín, que vivió emocionada la exhumación acometida por Aranzadi en abril. «Ver la primera fosa con los dos hombres me produjo una impresión tan brutal que me dejó aturdida. A la mañana siguiente excavaron la segunda fosa y encontraron a la mujer que puede ser la hermana mayor de mi abuela. Se llamaba Marcela. Para mi resultó impactante. Ver la posición de sus restos, intuir las torturas que sufrió antes de morir… Lloré desconsoladamente y recordé lo importante que hubiera sido para Baldomera estar allí», asegura Elena con un nudo en la garganta.
Sentada ahora en una terraza en la Plaza de la Virgen Blanca a la sombra de un sol que cae a plomo en Gasteiz, Elena reconoce que la exhumación de primavera ha reforzado en ella un compromiso inquebrantable con la memoria extraviada. Perdidos sus lazos familiares con Cuevas del Valle, indagó en los libros hasta contactar con gente como Santos Jiménez, Aurora Fernández y Enrique Guerra. Y pese a haber recobrado un cierto optimismo, sus ojos no ocultan la fatalidad de un recuerdo tremendo. «Para mi han empezado a levantar la memoria de un lugar que vive sobre muertos. Entre ellos, los míos», asegura.
Puede decirse que la historia de Elena San Martín comienza en septiembre del 36, cuando la caballería fascista acantonada en la montaña y una columna de la guardia ‘mora’ de Franco procedente de Talavera pinzaron un pueblo abrumadoramente republicano. Tras consumar la ocupación, una de las primeras decisiones que se tomaron fue apresar al hermano de Baldomera, Patricio Castelo, un joven miliciano al que acusaban de haber participado en el fusilamiento de 10 caciques derechistas un mes antes. Al no encontrarle en su casa fusilaron a su madre, mataron a su hermano Gregorio en una refriega y sometieron a un martirio indescriptible a su hermana Marcela, que “a falta de la confirmación de ADN, puede ser la joven de la fosa exhumada en la Cruz del Cerro”, añade Elena. Sirva al menos la reconstrucción de la ejecución de esta mujer como muestra de la orgía de violencia que se apoderó de aquel pueblo durante meses de barbarie.
Linchamiento público. Marcela Castelo tenía 36 años cuando llegaron las tropas golpistas. Era la mayor de la estirpe. Viuda con cinco hijos. No hay constancia de que participara en ningún acto republicano pero el mero hecho de ‘ser familiar de’ bastó a las fuerzas ocupantes para encender la mecha del odio y ajustar cuentas. Le raparon el pelo y la arrastraron por las calles del pueblo enganchada a la grupa de un burro como el monigote de un carnaval siniestro. Luego, cortaron sus pechos con un cuchillo, empaparon su ropa con queroseno y la prendieron fuego. Cuando estaba todavía viva, fue conducida al bosque, le ataron las manos a la espalda y después de descerrajarle un tiro en la cabeza la enterraron. El linchamiento como espectáculo popular. Marcela no fue la única víctima que padeció semejante calvario. Sin tribunales ni nada que se le pareciera, la masa enfurecida transformó calles, descampados, bosques, muros y desfiladeros en improvisados patíbulos donde aplicar su ‘justicia’ instantánea. Al padre de Baldomera y Marcela, Víctor, le mataron a golpes dentro del viejo ayuntamiento y a su abuela Antonina Blázquez la quemaron viva.
Al final de la guerra capturaron a Patricio Castelo «y lo arrojaron por un barranco que allí llaman ‘Pozo de la luz’», concluye el historiador Enrique Guerra a modo de epilogo ante el macabro ojo por ojo que aplicó la turba que quedó a cargo del pueblo. «Fue una venganza en caliente», añade el escritor Santos Jiménez. En Cuevas huyeron, o murieron, casi la mitad de sus habitantes. Y los que sobrevivieron a tanta crueldad quedaron paralizados por un instintivo mecanismo de autodefensa. «Pero, escucha, muchos todavía guardan aquellas sensaciones. El espíritu. Los sentimientos. Son valiosos y amargos, como fue el caso de mi propio padre que vivió el resto de sus días marcado por aquellos episodios», recuerda Jiménez. «Rara vez tocaban este tema y, cuando lo hacían siempre era con extrema cautela», añade el historiador Enrique Guerra. El dolor como prueba de la vida pasada. No existía otra manera de hacerlo.
Muchas mujeres de la postguerra fueron unas narradoras excepcionales. Pero tan importante era escuchar sus testimonios como sus silencios. Los de esta comarca agrícola del Tiétar son estremecedores. Lo dice Aurora Fernández, una enciclopedia andante de 56 años, bibliotecaria e investigadora vocacional. Su trabajo estadístico contra el viento del olvido está siendo hoy determinante para localizar fosas y reunir exiliados del pueblo, muchos asentados desde entonces en diferentes localidades vascas como Bergara, Arrasate o, como el caso de Elena, en Gasteiz. Tras decenas de conversaciones con mujeres supervivientes de aquellos años atroces, Aurora asegura que cuentan la historia de otra manera «mucho más rica en detalles, en matices y sentimientos». No les interesan los héroes ni las hazañas bélicas. «La población de pequeñas aldeas como Cuevas del Valle que quedó después de la guerra era mayoritariamente femenina porque a los hombres, o los habían matado o huyeron. En 1939, Cuevas era un municipio de mujeres», revela.
Represión extrema. Santos Jiménez, por ejemplo, recrea en su libro ‘Covalverde’ el testimonio de una mujer a partir de los sufrimientos que describió y sus vivencias. La violencia relatada roza el paroxismo: «Mi madre murió cuando yo era pequeña; mi padre, en los días de la huida, montó en un camión y se largó del pueblo. Me quedé sola en casa. Vino a buscarme Cuasimodo con otro hombre. Me metieron en el sótano de una casa. Allí había más mujeres. El tabuco se había convertido en cárcel. El habitáculo era tan pequeño que el olor de nuestros excrementos lo llenaba por completo. Por la noche venía algún vecino, convertido en verdugo, y violaba a la mujer que le apetecía». Aquello fue peor que el frente de trincheras. Aurora escarba en los recuerdos que ha rescatado más turbios y continúa: «Las autoridades franquistas solo tenían que atravesar la estrecha calle. Estaba en frente de la sede donde se reunían las Juventudes de Acción Popular y los falangistas. Tenía un pequeño ventanuco con rejas que aún se conserva», relata. Otra herida de la guerra, una lección para las mujeres. Debían de aprender a ser sumisas, débiles y delicadas. Muchas pasaron el resto de sus días mirando cariacontecidas el escenario del mundo.
No se sabe con exactitud cuántas fueron sometidas a semejante tortura pero aseguran que fueron muchas y que duró años. Sin embargo, en la negación no murió su valentía. «Recuerdo cuando presenté el libro sobre la memoria histórica ‘Al Sur de Gredos’ con Enrique Guerra. Al terminar fui a casa de mi madre y la encontré sentada en una silla, encogida sobre sí misma, aterrada. Al verme entrar por la puerta, se levantó emocionada y exclamó: ¡Hija! Y me abrazó. Pensaba que no me volvería a ver», rememora Aurora Fernández.
Elena San Martín agrega que su abuela Baldomera no volvió nunca a Cuevas. «Decía que no quería ver a los asesinos de su padre, de su madre, de Marcela, de sus hermanos... Se negó en redondo. Todos la entendimos porque aguantar lo que aguantó sin volverse loca no está al alcance de cualquiera. Yo, desde luego, no habría soportado tantas desgracias. Pero ella era un pedazo de mujer. Vino a Gasteiz y rehízo su vida sin olvidar aquel pasado. De hecho, viviendo aquí intentó liquidar los pocos bienes de la familia para proveer a los hijos de Marcela pero no salió bien. A menudo nos contaba las últimas palabras que le dijo su madre Antonina antes de que la mataran: “Hija, cuida siempre de esa niña”. De mi madre. Falleció en 2001 y siempre la recordaré como una mujer fuerte, con un sentido del humor increíble, que disfrutaba cantando y bailando, y que jamás guardó silencio. A nosotras, por ejemplo, nos ocultó muy pocas cosas de lo que vivió».
Refugio en Arrasate. Y es que cuando cede el silencio, la memoria rompe a hablar. Para los supervivientes y para las familias que huyeron de aquel pozo asfixiante, la postguerra fue siniestra. Que se lo pregunten sino a Justo Martín, nacido hace 71 años en La Parra, un villorrio con un centenar de habitantes a medio camino entre Cuevas del Valle y Arenas de San Pedro. El hambre y la sombra de la delación fueron cadenas demasiado pesadas para sus padres. En los años 50 se marcharon a Bergara y en 1965 se asentaron definitivamente en Arrasate, que es donde Justo rehízo su vida, se casó, tuvo dos hijos y vive en la actualidad. Autodidacta, trabajador infatigable y euskaldun, Justo ha recompuesto con el tiempo los pequeños fragmentos que le dejó una trayectoria familiar de resistencia. «Con 13 años me sacaron de la escuela para trabajar en el campo, a la recogida de la aceituna, a jornal. También pastoreé cabras por el monte. Me daban 12 duros al día, el mismo que a las mujeres. Los hombres cobraban 14».
Un día, sentado alrededor de una fogata invernal con sus compañeros de faena, alguien le reveló la terrible historia de su tío Emilio. A su madre, cocinera del destacamento de las milicias republicanas de Cuevas, la decapitaron pocos días después de llegar el pueblo los fascistas. Jamás encontraron su cabeza. Y todos conocían a su autor pero era intocable, siempre rodeado de guardaespaldas armados. Emilio juró venganza allí mismo aunque nunca la llevó a cabo. «El peor tipo que conocí era un cacique que llamábamos ‘501’ porque había fusilado a 501 personas después de la guerra e iba fanfarroneando por ahí que se quedó con ganas de fusilar a 504. Las tres que le faltaban eran dos hermanos de mi madre y mi padre», confiesa con una carcajada irónica.
Los franquistas se ensañaron con decenas de vecinos. En el pueblo de Justo Martín, en La Parra, acribillaron a tiros a un grupo de desplazados que trataba de regresar a Cuevas. Separaron a los varones de las mujeres, de los niños y los exterminaron. Más de una veintena de hombres. Al lado de la carretera, junto al muro de una finca que hay al borde de la carretera. Las fosas en las cunetas. Ahí siguen enterrados. Sin una triste estela. «Para ellos, el silencio», apunta. «Hablar podía ser peor porque había miedo a la denuncia, a la difamación».
Esa es la parte que hoy sortean quienes relativizan los estragos de la dictadura. La delación. Las hijas de la postguerra aprendieron a vivir con ese temor. Miedo al cacique, al cura, al guardia civil y a sus propias ideas. En la escuela enseñaban eso. A temer. Casi al final de ‘Covalverde’, Santos Jiménez escribe a modo de epitafio: ‘La guerra se metió dentro de nosotros y tardaríamos mucho tiempo en desprendernos de las vísceras de centinelas, de verdugos, de víctimas, de torturados, de prostituidas y de toda la podredumbre que rebosan las contiendas. Fango pringoso que enturbia la memoria’.
Hoy se preparan para rendir un homenaje a todos los que puedan exhumar de las múltiples fosas que hay esparcidas por la comarca. Algunos, como Elena, han vuelto para enaltecer su memoria. Otros, como Justo, acuden una vez al año porque ya no le quedan casi familiares. Hay quien no regresará jamás. Los desaparecidos. Para ellos no habrá forma de cerrar el luto.
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