Zafra, 7 de agosto de 1936

Zafra, 7 de agosto de 1936

Agosto de 1936 fue un mes de violencia atroz en España. La mayoría de los pueblos de Extremadura fueron tomados esos días por las tropas sublevadas del Ejército de África. Zafra, el 7 de agosto. El historiador José María Lama hace público todos los años un texto en el que recuerda, como una ensoñación imposible, la toma de Zafra y hace un homenaje a las víctimas de la represión franquista de ese día y de las semanas, meses y años siguientes. Es un texto, aunque literario, sin ficción. Un relato veraz.

Jose Maria Lama
Historiador

Todos los 7 de agosto, de noche, recuerdo la salida, aún a oscuras, de los hombres del comandante Castejón desde Los Santos de Maimona a Zafra. Eran las 3 de la madrugada. Recuerdo que ese viernes nadie, nadie de quienes no se habían marchado del pueblo, pudo dormir. Desde la batalla de la sierra de Los Santos, dos días antes, nadie dormía. Las sábanas blancas colgaban de los balcones. Recuerdo a mi bisabuela Lola que, en la casa de la calle Santa Catalina, puso el sacudidor de trapos blancos “para que hubiera paz”. El alcalde, Pepe González, había reunido a la gente en la plaza la noche anterior para recomendar que no se resistiera a las tropas. Aún había esperanza de que así se evitara la masacre. Recuerdo el cañoneo a las 5 de la mañana sobre la estación, donde un tren partía. Los proyectiles del artillero Fernando Barón buscaban también la Fábrica de la Luz, cerca del cuartel de la Guardia Civil, y recuerdo el estruendo de alguno al impactar en la esquina de la calle Ancha. Desde entonces, al gitano Maíto, que vivía allí, no se le quitó el miedo del cuerpo. Siempre pensó que había sido un castigo divino. Fue uno de los que había llevado agua el miércoles a los campesinos enfrentados en la sierra con los militares que venían de África. Los combatientes, cuando necesitaban beber, se volvían y gritaban «¡Agua, Maito!», y él se acercaba con el búcaro. Recuerdo, ya años después, las chanzas de algunos («¡Agua, Maito!») cada vez que el hombre se dejaba ver por las calles.

Luego, a las 7 de la mañana, se me viene siempre a la cabeza Cirilo, único resistente, empuñando el arma, embriagado y subido a un cinamomo. Tira un tiro… tira otro…, le jalea uno de los legionarios. Tras fallar los disparos y agotar la munición, ese mismo militar le dispara desde lejos en la frente. Fue el único que murió ese día en Zafra con el arma en las manos. Recuerdo a las tropas al entrar en el Campo de Sevilla al son de la corneta y guiadas por algunos falangistas locales. Una de las camionetas tiene pintada la cara de Azaña, al que le han puesto unos cuernos. Y recuerdo al capitán Fuentes y su blindado en la puerta de Santa Marina. No hizo falta que liberara a nadie, a ninguno de los presos de derecha arrestados hasta entonces allí, porque la guardia la habían levantado a primera hora, antes de marcharse del pueblo las autoridades republicanas, y todos habían salido sanos y salvos.

Vista de Zafra hacia 1936
 

A las 8 de la mañana recuerdo a las tropas en el Ayuntamiento. El nombramiento de la Gestora, con los ricos del pueblo. Y las primeras listas. Y las discusiones para poner y quitar nombres hasta llegar al uno por ciento. Y las primeras 500 pesetas encima de una mesa para evitar una captura. Recuerdo al capitán de la Guardia Civil, Luengo, degradado a teniente allí mismo —¡quítese una estrella!— por haber ascendido durante el Frente Popular. Recuerdo las puertas abiertas de las casas para que los moros no las echaran abajo. Y cuando encontraban cerrada alguna, la rapiña en el interior, los muebles volando por los balcones y la mercadería en la puerta. Una máquina de coser, algún reloj: “¡Paisa, barato, barato!”.

A las 11 recuerdo la misa en La Candelaria. El templo abarrotado y los “detente bala”, hechos con las monedas de El Rosario, en los pechos de los militares. Y a don Daniel en el púlpito. Y al cura Juan Galán concelebrando antes de unirse a las tropas y de pedir su pistola. Recuerdo al medio centenar de personas capturadas, en círculo, con los ojos muy abiertos, en el centro de la plaza Grande, esperando. Y a la gente alrededor, con brazaletes blancos, mirándolas, sin atreverse a hablarles. Y a los soldados que deambulan con las armas en la mano, que preguntan, que buscan los nombres apuntados a lápiz en pequeños papeles. Y a Castejón sentado en un sillón que le había sacado a la calle don Tomás, el farmacéutico.

El comandante Castejón (segundo por la izquierda, sentado) en Sevilla, 31 de agosto de 1936 (foto: ABC)
 

Nunca se me olvida el calor de las 12 de la mañana de ese día. Y la comitiva por la calle Sevilla de vuelta a Los Santos. La gente aplaudiendo, atemorizada, o escondida tras los visillos. Y la cuerda de presos, atados en grupos de siete u ocho, con las caras desencajadas, hasta el medio centenar que cayó ese día, una cuarta parte de los doscientos asesinados en esas semanas: Antonio Amaya, Ángel Caño, Bárbara Bizarro, Luis Mata, Diego Luna, Paca Infante, Luis Madroñero, la “Reverte”, Antonio Guerrero, Teodomiro Trujillo, Julián Vitorique, Juan Antonio Zambrano, los Coronel, los Montaño…  Y don Rafael, el modelista, fuera de la cuerda, pero sin querer separarse —ya nunca lo haría— de doña Juana, la maestra, presidenta de la Sociedad Femenina de Oficios Varios de Zafra, también apresada. Camina como un autómata —recuerdo— al lado de su mujer, hasta que la sacan de la fila, ya subiendo la cuesta de San Cristóbal, y se abraza a ella.

Recuerdo ese mediodía de hace ochenta y seis años, el peor nunca vivido en Zafra, como si fuera hoy, aunque no estuve allí. Los camiones, los caballos, las tropas, los cadáveres abandonados, los perros que ladran y olisquean la sangre, las chicharras, el calor, el miedo… Sigo oyendo el ruido atroz de las balas de los fusilamientos que, cada cinco minutos, apenas detiene la marcha de los “conquistadores”, y veo alejarse por la carretera de Los Santos la enorme polvareda de la historia fatal de ese día.

 


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