La culpa no es de la realeza, que lo ha puesto en bandeja una y otra vez, sino de dos concepciones aliadas de España, la de quienes la quieren monárquica y la de quienes no se atreven a soñarla republicana.
Qué decir de nuevo de la Casa de los Borbones, más allá de confesar la envidia a quienes ya se la quitaron de encima hace dos siglos. Otros seguimos en el empeño, pero no hay manera. Y la culpa no es de la realeza, que lo ha puesto en bandeja una y otra vez, sino de dos concepciones aliadas de España, la de quienes la quieren monárquica y la de quienes no se atreven a soñarla republicana. Porque hablar de república en el Estado español no es hablar asépticamente de un tipo de modelo de Estado. Hacerlo obliga a revisar los cimientos sobre los que se saltó de la noche a la mañana de una dictadura a un régimen pretendidamente democrático, que asumió sin preguntar una mochila que aún pesa.
La celeridad del salto la explica como nadie el querido August Gil Matamala, al recordar cómo el Tribunal de Orden Público franquista mutó de un día a otro en Audiencia Nacional democrática, con los mismos jueces, los mismos fiscales, la misma policía y los mismos ujieres. Funcionó igual arriba que abajo. Si en la base no cambió ni el guarda jurado, en la cúspide se mantuvo al monarca designado directamente por el propio dictador.
Así lo elevó a ley suprema la Constitución de 1978, que cabe recordar que la mayoría de vascos rechazó. En su artículo 2 establece la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible; en su artículo 8 sitúa a las fuerzas armadas como garante de la integridad territorial, y en su artículo 62 otorga al rey el mando supremo de las fuerzas armadas. Así, por arte de birlibirloque, la democracia española emerge negando la decisión a los pueblos que la habitan y entrega su custodia a un ejército comandado por un señor cuyo único mérito es ser hijo de su padre.
La transición española fue un embrujo colectivo fenomenal que convirtió a franquistas en demócratas y a repúblicanos en juancarlistas. Ese fue uno de los mantras que se repitieron durante décadas en el PSOE: yo no soy monárquico, soy juancarlista. Ahora pocos se dicen felipistas, pero menos aún republicanos.
Porque con todo y todo, hay un abismo entre el momento político en el que emerge Juan Carlos I y en el que lo hace su hijo Felipe. En ese precipicio cabe la involución que avanza en España. El mito fundacional del reinado del primero fue el golpe de Estado del 23F, cuando emergió como garante del naciente sistema representativo. Sigue habiendo más sombras que luces sobre aquel episodio –todo seguirá siendo secreto hasta 2046, gracias a la nueva Ley de Secretos Oficiales–, pero el hecho es que el relato oficial –que no tiene por qué ser la verdad– nos habla de Juan Carlos I como el salvador de la transición a la democracia. El mito fundacional del reinado de su hijo, por contra, es el discurso del 3 de octubre de 2017, en el que se erigió en garante de la unidad de España y se prestó a hacer todo aquello que fuera necesario para frenar el ánimo independentista de Cataluña, que dos días antes había votado sobre la independencia en un masivo y extraordinario ejercicio democrático de desobediencia civil.
Es decir, lo que España se cuenta a sí misma es que Juan Carlos I salvó la democracia española y que Felipe VI salvó a España de la democracia, en este caso catalana. Hay un abismo entre ambos mitos fundacionales, y cabe no olvidar que lo que uno cuenta sobre sí mismo concuerda siempre con la imagen que desea ver de vuelta en el espejo.
En los años duros del conflicto vasco siempre se dijo que sin armas todo era negociable, incluso la independencia. La realidad ha demostrado, en Cataluña, que no todo es negociable, y que la democracia es algo sacrificable si el bien a preservar es la unidad española. El embrujo de Juan Carlos I da paso así a la cruda realidad de Felipe VI. Ya no es necesario el hechizo, España vuelve a gustarse monárquica y autoritaria. Vox era impensable hace 30 años. En esa involución radica la fuerza gravitatoria que mantuvo a Felipe de Borbón sentado en la silla durante la investidura de Gustavo Petro en Colombia, mientras la espada de Bolívar le recordaba los fracasos de sus antepasados.
Que fue un error diplomático lo demuestra el intento de enmienda que los medios españoles han protagonizado alegando que el monarca sí se levantó cuando la espada fue retirada. Pero que nadie se lleve a engaño, la polémica real sobre el caso en España ha sido nula. A más de un tercio de los españoles les pareció bien que no se levantase, y a más de otro tercio le pareció irrelevante. Este es el drama para el menguado tercio restante, cuyo sueño republicano duerme el sueño de los justos. La república española de los años 30 no llegó tanto por los esfuerzos antimonárquicos, sino por el empeño de la corona. Es famosa la frase atribuida a Valle Inclán que dice que a Alfonso XIII no lo echaron por rey, sino por ladrón. Ese peligro se conjuró en este siglo con la abdicación exprés de Juan Carlos –conducida, dicho sea de paso, por un gobierno del PSOE–. La única manera de librarse de un Borbón para siempre, bien lo sabía Bolívar, es soltar amarras de España.
La celeridad del salto la explica como nadie el querido August Gil Matamala, al recordar cómo el Tribunal de Orden Público franquista mutó de un día a otro en Audiencia Nacional democrática, con los mismos jueces, los mismos fiscales, la misma policía y los mismos ujieres. Funcionó igual arriba que abajo. Si en la base no cambió ni el guarda jurado, en la cúspide se mantuvo al monarca designado directamente por el propio dictador.
Así lo elevó a ley suprema la Constitución de 1978, que cabe recordar que la mayoría de vascos rechazó. En su artículo 2 establece la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible; en su artículo 8 sitúa a las fuerzas armadas como garante de la integridad territorial, y en su artículo 62 otorga al rey el mando supremo de las fuerzas armadas. Así, por arte de birlibirloque, la democracia española emerge negando la decisión a los pueblos que la habitan y entrega su custodia a un ejército comandado por un señor cuyo único mérito es ser hijo de su padre.
La transición española fue un embrujo colectivo fenomenal que convirtió a franquistas en demócratas y a repúblicanos en juancarlistas. Ese fue uno de los mantras que se repitieron durante décadas en el PSOE: yo no soy monárquico, soy juancarlista. Ahora pocos se dicen felipistas, pero menos aún republicanos.
Porque con todo y todo, hay un abismo entre el momento político en el que emerge Juan Carlos I y en el que lo hace su hijo Felipe. En ese precipicio cabe la involución que avanza en España. El mito fundacional del reinado del primero fue el golpe de Estado del 23F, cuando emergió como garante del naciente sistema representativo. Sigue habiendo más sombras que luces sobre aquel episodio –todo seguirá siendo secreto hasta 2046, gracias a la nueva Ley de Secretos Oficiales–, pero el hecho es que el relato oficial –que no tiene por qué ser la verdad– nos habla de Juan Carlos I como el salvador de la transición a la democracia. El mito fundacional del reinado de su hijo, por contra, es el discurso del 3 de octubre de 2017, en el que se erigió en garante de la unidad de España y se prestó a hacer todo aquello que fuera necesario para frenar el ánimo independentista de Cataluña, que dos días antes había votado sobre la independencia en un masivo y extraordinario ejercicio democrático de desobediencia civil.
Es decir, lo que España se cuenta a sí misma es que Juan Carlos I salvó la democracia española y que Felipe VI salvó a España de la democracia, en este caso catalana. Hay un abismo entre ambos mitos fundacionales, y cabe no olvidar que lo que uno cuenta sobre sí mismo concuerda siempre con la imagen que desea ver de vuelta en el espejo.
En los años duros del conflicto vasco siempre se dijo que sin armas todo era negociable, incluso la independencia. La realidad ha demostrado, en Cataluña, que no todo es negociable, y que la democracia es algo sacrificable si el bien a preservar es la unidad española. El embrujo de Juan Carlos I da paso así a la cruda realidad de Felipe VI. Ya no es necesario el hechizo, España vuelve a gustarse monárquica y autoritaria. Vox era impensable hace 30 años. En esa involución radica la fuerza gravitatoria que mantuvo a Felipe de Borbón sentado en la silla durante la investidura de Gustavo Petro en Colombia, mientras la espada de Bolívar le recordaba los fracasos de sus antepasados.
Que fue un error diplomático lo demuestra el intento de enmienda que los medios españoles han protagonizado alegando que el monarca sí se levantó cuando la espada fue retirada. Pero que nadie se lleve a engaño, la polémica real sobre el caso en España ha sido nula. A más de un tercio de los españoles les pareció bien que no se levantase, y a más de otro tercio le pareció irrelevante. Este es el drama para el menguado tercio restante, cuyo sueño republicano duerme el sueño de los justos. La república española de los años 30 no llegó tanto por los esfuerzos antimonárquicos, sino por el empeño de la corona. Es famosa la frase atribuida a Valle Inclán que dice que a Alfonso XIII no lo echaron por rey, sino por ladrón. Ese peligro se conjuró en este siglo con la abdicación exprés de Juan Carlos –conducida, dicho sea de paso, por un gobierno del PSOE–. La única manera de librarse de un Borbón para siempre, bien lo sabía Bolívar, es soltar amarras de España.
Fuente → jornada.com.mx
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