La Flota Republicana. Memorias del miliciano Isidoro Andreu VIII
La Flota Republicana. Memorias del miliciano Isidoro Andreu VIII
Haitzgorri

 

Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I). En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.

Pocos días después de la visita de mi madre tuvimos en el frente otra visita también inesperada y no menos emocionante. Fue en un atardecer sereno de aquel excepcional otoño, cuando estando de guardia en el parapeto vimos de pronto aparecer sobre el mar, desde el oeste, una ligera columna de humo que llamó nuestra atención. Comprendimos que lo que se aproximaba era un barco, cosa insólita por ser aquellas aguas zona de guerra. Nuestro primer inquieto pensamiento fue que podía tratarse del sublevado destructor “Velasco”, que por aquellos días andaba bombardeando los alrededores del Abra y bloqueando la entrada de mercantes en la ría bilbaína. Empezamos a temer un posible bombardeo de las posiciones costeras, aunque las nuestras, bastantes alejadas de aquellas, no serían fáciles de alcanzar por el poco calibre de la artillería de un destructor. Pero mientras hacíamos estas cábalas la nave se había ido acercando y poco a poco su tamaño crecía, hasta que en pocos minutos teníamos ante nuestros asustados ojos la mole un poderoso crucero erizado de cañones de gran calibre, capaces de hacer volar de una andanada todos aquellos pequeños fortines de sacos terreros que tantos sudores nos habían constado. No cabía duda de que aquel barco no podía ser otro que el crucero “Almirante Cervera”, compañero de fechorías del destructor “Velasco” y principal causante del misérrimo racionamiento al que estaban sometidos los bilbaínos.

Todavía no habíamos salido del susto, cuando mucho más cercano a la costa, surgió la silueta siniestra de un segundo crucero, gemelo del anterior, con todas sus baterías de estribor ominosamente dirigidas hacia tierra. Aquella segunda aparición nos desconcertó totalmente, pues todos nosotros ignorábamos que los facciosos tuvieran dos cruceros en el Cantábrico. Pero nuestro desconcierto se convirtió en acojonamiento, cuando sobre la estela de este segundo navío asomó la proa de un tercer barco de guerra, tan potente como los anteriores.

No, no era una pesadilla, estaba clarísimo que lo que se nos venía encima era un inminente bombardeo de toda una división de cruceros y ante aquella posibilidad se me pusieron los pelos de punta. Reaccioné en unos segundos, saqué mi bayoneta y me puse a escarbar en la tierra desesperadamente, tratando de profundizar la trinchera en la que estaba metido. A penas había empezado a cavar cuando un clamor lejano me hizo interrumpir la tarea y mirar ansioso hacia nuestras posiciones costeras, de donde venían los gritos. Hubo unos instantes de enorme tensión y de pronto el clamor se hizo audible…

¡son nuestros, son nuestros!

¡es la flota Republicana!

¡llevan la bandera republicana!”.

En unos segundos la angustia que nos atenazaba se convirtió en una alegría delirante, los gorros volaron por el aire y los milicianos nos abrazamos con los ojos brillantes de emoción y entusiasmo.

Resultaba increíble, pero era una hermosa verdad. Lo que teníamos ante nuestra atónita mirada era efectivamente toda una división de cruceros, pero no rebelde, sino lo más potente de la escuadra de la República. Eran los cruceros “Libertad”, “Miguel de Cervantes” y el acorazado “Jaime I” a quienes todos creíamos operando en aguas del Mediterráneo y que habían llegado para levantar la moral de los milicianos vascos y ayudarnos a consolidar el frente en los límites de Guipúzcoa con Vizcaya.

 

Aún seguían los gritos de entusiasmo cuando un trueno lejano nos izo enmudecer. Miramos todos hacia el mar y vimos un espectáculo que estoy seguro que jamás olvidaremos. La escuadra republicana, en línea de combate, había abierto fuego sobre las posiciones rebeldes y estaba batiendo con sus grandes cañones la carretera de acceso a Motrico y Ondarroa y toda la zona atrincherada desde la costa hasta más allá de Urberuaga, justo enfrente de nosotros. Cada pepinazo de aquellos grandes cañones levanta verdaderos surtidores de tierra y pinos por el aire y las explosiones de los obuses se confundían con el tronar de los cañones, en un infernal sinfonía guerrera.

Ahora nuestros cruceros, después de la primera pasada, estaban ya virando en redondo, sin perder su formación y al pasar de nuevo a la altura de las posiciones enemigas volvieron a abrir fuego con los cañones de las torretas de proa y de popa, así como con sus baterías de babor. El sol estaba ya en la línea del horizonte, besando el mar, y al oscurecer era más grandioso el espectáculo, pues de las siluetas de aquellas moles de acero brotaban con más rojizo resplandor las llamaradas que escupían las bocas de sus cañones.

Cuando terminó el bombardeo y nuestros barcos pusieron proa hacía el Abra bilbaína, dando por finalizada aquella apoteosis bélica, mi estado de ánimo era una confusa amalgama de exaltación y entusiasmo mezclados con depresión y horror, porque entre los surtidores de tierra levantados por los obuses yo había visto cuerpos humanos volando por los aires.

Aquella noche no pude dormir. La presencia de la Flota Republicana en el puerto bilbaíno me había devuelto la esperanza y la ilusión de ver realizado el proyecto de futuro del que tanto habíamos esperado mis padres y yo. Un proyecto abortado por la guerra y que ahora, el azar , de esta misma guerra, parecía poner al alcance de mis manos. Pero para hablar de esto creo será conveniente hacer un inciso.

Mi padre, que por cosas de la vida había arribado muy joven a Bilbao y aquí había hallado su medio de vida, tenía a toda su familia (hermanos y hermanas) en Cartagena, donde el destino les había deparado un “modus vivendi” bastante mejor que el suyo.

Su hermano Pepe y sus cuñados Manolo y Ramón habían ingresado como voluntarios en la armada a los diecisiete años, con un plan preconcebido con vistas a su futuro y que les había conducido, con el paso de los años, a la meta soñada por gran parte de la juventud cartagenera. Dicha meta era el ingreso en el Cuerpo Auxiliar de la Armada, consiguiendo a través de continuos reenganches y ascendiendo desde cabo hasta contramaestre (suboficial de marinería) o condestable (suboficial administrativo), puestos que eran el máximo objetivo, el tope profesional para los que no habían podido hacer la carrera para oficiales de la armada.

Al iniciarse la sublevación militar mis tíos eran ya miembros de dicho cuerpo auxiliar y como yo conocía por mi padre las ideas políticas de ellos me suponía que no estarían entre los oficiales fusilados por la marinería. A mi tío Pepe le conocí unos años antes con motivo de una visita que hizo a Bilbao una flotilla de submarinos, en uno de los cuales el B-1, figuraba como contramaestre. Mi tío estuvo entonces unas horas en mi casa y su visita, muy emotiva para mi padre, sirvió para cambiar impresiones sobre mi futuro; se mostró de acuerdo con el proyecto de mis padres, siempre que no fuese en contra de mi voluntad. Nos aconsejó que al cumplir los diecisiete años me alistase voluntario en la marina, que antes sacase la cartilla de navegación, me asesoró sobre distintos aspectos de los sacrificios que me esperaban si escogía aquel camino, áspero y duro, pero viable y que desembocaba en una situación estable y respetada en la sociedad.

Terminado este inciso, esta noche, en la trinchera, el recuerdo de todo aquello no me permite pegar ojo. A su debido tiempo saqué la cartilla de navegar, me alisté en la marina correspondiéndome el reemplazo de alistamiento de 1938 y aunque aún estamos en el 36 eso no me parece un obstáculo insalvable. Se que mi tío Manolo pertenece a la dotación del “Miguel de Cervantes” y aunque ignoro si está vivo o muerto, decido que merece la pena arriesgarse. Mañana, para bien o para mal, estaré a bordo de ese crucero.

Cuando amanece me presento a mi teniente, le explico que tengo un familiar en la dotación de uno de los barcos e inmediatamente me extiende un salvoconducto para trasladarme a Las Arenas. Me acompaña hasta el camión del suministro, que como todos los días, estaba a punto de salir hacia Bilbao y le dice al conductor que me lleve hasta el mismo embarcadero del Abra.

Puesta en grada: marzo 1926. Botadura: 18 mayo 1928. Entrada en servicio: 14 febrero 1930 Baja : 1 julio 1964

 

Durante el viaje mi nerviosismo va en aumento. Se que en el “Cervantes” lo mismo que en casi todos los barcos de guerra que mantienen la bandera tricolor en su popa, esto ha sido posible porque sus tripulaciones se alzaron contra sus jefes y oficiales, que querían poner sus barcos a las órdenes de Franco. Sabía por la prensa que había corrido mucha sangre sobre la cubierta del “Cervantes” y que los oficiales que no murieron el combate fueron sometidos a Consejo de Guerra y fusilados por traición. Ahora iba yo a saber de qué lado había combatido mi tío y cuál había sido su suerte. Me inquietaba la posibilidad de preguntar por un hombre que, a lo peor, podía haber sido fusilado por el mismo que contestase a mi pregunta. Era un dilema que tenía que afrontar y así lo hice.

El camión me dejó enfrente del club Marítimo, y junto al embarcadero y ante mi vista tenía ahora, fondeados en el centro del Abra, los tres hermosos barcos de guerra que tanto me habían impresionado la tarde anterior. Me aproximé al embarcadero y vi, amarrada a el, una chalupa a motor donde un marinero fumaba un pitillo sentado sobre la borda. Cuando llegué junto a la chalupa pude leer en la cinta de la gorra del marinero el nombre del barco a cuya dotación pertenecía: “Miguel de Cervantes”.

Aquella casualidad me pareció un buen augurio y decididamente me dirigí a él.

-Salud, camarada, tengo un tío destinado en tu barco y he dejado el frente por unas horas para interesarme por él. ¿Podrías decirme si está a bordo?.

El marinero levantó la vista, me miró con curiosidad y preguntó a su vez:

-¿Y cómo se llama ese tío?

Manuel Rodríguez Espulgues.

Esta vez el marinero se levantó y me alargó su mano con una sonrisa que me tranquilizó por completo.

-Chócala, camarada, me alegra mucho conocer al sobrino de un tío tan “bragao”. Si, está a bordo ¿quieres que te lleve al barco?.

Salté a la chalupa, puso el motor en marcha y en unos segundos estábamos navegando hacia el crucero. Aquel marinero era un tipo locuaz y simpático y durante la corta travesía de aproximación al barco, me puso al corriente de todo lo que me interesaba saber.

Durante las horas tensas y peligrosas en que se estaba jugando la suerte del barco y la vida de su tripulación, mi tío fue uno de los pocos suboficiales que se unió al grupo de cabos y marineros que organizaron y dirigieron el asalto a los puntos vitales del crucero y que después de dura lucha, cubierta por cubierta, terminó con la rendición del Almirante que lo mandaba y de todos los oficiales traidores a la República. Mi tío, ahora, era un camarada más en la tripulación, respetado y obedecido por todos en su nuevo cargo, porque en el momento de la verdad demostró su lealtad a la República jugándose su carrera y su vida.

Habíamos llegado y la chalupa maniobró enfilando la amura de estribor del “Cervantes”,donde desde la boca abierta de un portalón se deslizaba una escalerilla de abordaje que terminaba a ras del mar. El marinero me despidió con sonoro ¡salud, camarada!”

cuando yo trepaba ya por la escala. Al llegar al portalón, un centinela con la bayoneta calada en su fusil me estaba examinando con atención y después de enterarse del motivo de mi llegada, gritó con voz sonora:

-¡Cabo de guardia! Aquí hay un miliciano que pregunta por Manolo.

Acudió el cabo de guardia, me escuchó con atención, me ordenó que esperase allí y desapareció en el interior del barco.

Pasaron unos minutos y apareció de nuevo escoltando a un oficial que en la manga de su uniforme azul marino lucía la coca correspondiente a su rango. Yo no conocía personalmente a mi tío y el tampoco me conocía a mí, por lo que los segundos que tardó en acercarse estuve tenso y vacilante ¿le extendería la mano o le saludaría militarmente? Mis dudas se desvanecieron en cuanto llegó junto a mí. Vi su abierta sonrisa y al instante me sentí estrujado en un cordial y efusivo abrazo, al que correspondí con emoción y alegría.

Después de los primeros saludos y entre la curiosidad del cabo y del centinela, me echó un brazo sobre el hombro y me invitó a acompañarle a su camarote. Durante el recorrido por las distintas dependencias del navío observé como los marineros, dedicados a sus tareas nos seguían con la mirada y noté que a mi tío le agradaba que le vieran confraternizando con un miliciano. Una vez en su camarote, tuvimos una larga charla, en la que hablamos de todas las vicisitudes por las que había pasado la familia Andreu en sus ramas cartageneras y bilbaína. Me informó, sobre todo, de la actuación destacada que había tenido el tío Pepe durante los momentos cruciales en los que se decidió la suerte de la Flota en el puerto de Cartagena, actuación que fue decisiva para poner dicha Flota al servicio de la República. Me vaticinó que si ganábamos la guerra el tío Pepe sonaría en la futura historia de España, pero que si perdíamos sería uno de los malos de la película.

Cuando le comenté que yo conocía su personal contribución a la toma del “Cervantes” y que la sabía por boca de un marinero de su propia tripulación, noté que se sentía muy halagado, pero, modestamente, le quitó importancia haciéndome ver que no era lo mismo contribuir a la salvación de un barco que a la de toda una Escuadra.

Después de un extenso cambio de impresiones familiares y de todo tipo, creí llegado el momento de plantear el asunto que me había llevado a bordo de aquel buque.

Le hablé de los planes que mis padres y yo habíamos hecho para mi futuro y con juvenil e ignorante atrevimiento le plantee la posibilidad de, con su ayuda, enrolarme de inmediato como marinero voluntario en la dotación del “Cervantes”.

Ha medida en que yo hablaba observé que su semblante, hasta entonces risueño, se ponía serio y cuando terminé de explayarme hubo un silencio que me encogió el corazón.

Mi tío Manolo se acomodó en su sillón, dio una larga chupada a su cigarro y con tono de voz lleno de comprensión y simpatía me hizo entender con claridad la imposibilidad de realizar aquellos planes.

Me dijo, que ni aun en el caso de que el fuera el comandante de aquel barco y yo su propio hijo, no tendría facultades para enrolarme. Allí existía un comité cuya autoridad estaba por encima de la del propio Comandante de la nave y el embarque de cualquier nuevo tripulante era algo que estaba fuera de las atribuciones del propio comité, pues dependía del Ministerio de Marina y, sobre todo, del de el Servicio de Inteligencia de la Flota Republicana, quien pasaba por un tamiz muy fino las peticiones de ingreso en cualquier barco de la Flota. Me dijo, a continuación, que en aquel momento había en el Departamento Naval de Cartagena centenares de peticiones de embarque de antiguos tripulantes, veteranos ya con experiencia y casi todos con tan pocas posibilidades de conseguirlo como yo.

Para endulzarme la píldora y en tono mas confidencial, me dijo que no lo sintiese demasiado porque el General Queipo de Llano acababa de decir por Radio Sevilla que ni un solo mando, ni un solo tripulante de la Flota Republicana, se libraría de la implacable justicia de Franco ni aunque se ocultase debajo de la tierra, cosa que ellos no dudaban y lo tenían ya asumido.

Con estas pláticas había llegado la hora de la comida y mi tío me invitó a compartirla con él. Me llevó a la cámara de oficiales y al entrar en ella me quedé con la boca abierta; Nunca pensé que en la entrañas de un barco de guerra pudiera haber tanto lujo y refinamiento. Aquella cámara, era lo más parecido a los Clubes privados de la elite londinense, que yo había visto en algunas películas. Desde los butacones de cuero legitimo, las lámparas, mesas, las pinturas que colgaban de las paredes y revestimiento de ellas, eran de materiales nobles y como remate de todo aquel boato, en uno de los lados de la estancia, una monumental chimenea de campana de estilo inglés me dejó aturdido. Mi tío se dio cuenta de mi asombro me cogió de un brazo y me sentó en una mesa. Mientras el marinero de servicio nos atendía me dijo:

Parece, sobrino, que te maravilla lo que ves ¿no es así?

-Si, la verdad, no hubiera imaginado nunca tanta opulencia en un barco de guerra.

-Pues ya ves, a los antiguos ocupantes debió parecerles que vivían en la miseria y se les ocurrió sublevarse ¿qué hubieran hecho si les toca vivir en el rancho de la marinería?

Me di perfecta cuenta de que mi tío estaba hablando tanto para mi como para el marinero que nos servía la mesa. Eso me hizo intuir, que a pesar de todo lo que se había jugado en el envite, se sentía vigilado.

La comida fue pantagruélica y yo, acostumbrado a mi diario menú de garbanzos mejicanos, me llené de entremeses de todas clases y cuando empezaron a servirnos los platos de verdad creí reventar. Hasta cinco platos distintos de pescado y carne fueron desfilando por la mesa y yo, cada vez que aparecía el camarero-marinero con uno de ellos, sudaba de angustia; Para el tercer plato ya no me cabía materialmente nada en el estómago. Fue una experiencia terrible, pues yo no quería desairara a mis anfitriones; mi estómago estaba a tope, el sudor me corría por la frente, cada nuevo bocado que tragaba me hacia pensar que iba a tener que recurrir a la solución de los antiguos romanos. Cuando, por fin, vi aparecer a nuestro camarero con unos humeantes cafés di un suspiro de alivio, que no pasó desapercibido para mi tío quien sonrió levemente.

Fue un convite inolvidable y que al pasar el tiempo volví a “sufrir” en el ejército fascista, con motivo de una visita que hice a un amigo alistado en una Bandera de la Legión, donde también me tuve que tragar cinco platos distintos de comida.

El tiempo corrió rápido y llegó el momento de la despedida. Mi tío Manolo me acompañó al portalón y me dio un fuerte abrazo. Embarqué en la chalupa y desde ella, cuando se alejaba del buque, pude ver su figura que me daba su último adiós agitando la gorra con la mano.

Aquella fue la primera y la última vez que le vi, porque pocos años después mi tío Manolo murió en el exilio.


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