Hacia un comunalismo democrático
 
Hacia un comunalismo democrático
Murray Bookchin

 

Mi visión del anarquismo personal está lejos de ser completa; la tendencia personalista de este cuerpo ideológico permite moldearlo de muchas maneras, siempre y cuando haya palabras como imaginación, sagrado, intuitivo, éxtasis y primitivo que embellezcan su superficie.

El anarquismo social, a mi entender, está hecho de una materia fundamentalmente diferente, heredera de la tradición de la Ilustración, con la debida consideración a sus límites e imperfecciones. Según cómo se defina la razón, el anarquismo social defiende la mente humana pensante sin negar de forma alguna la pasión, el éxtasis, la imaginación, la diversión y el arte. Pero, en vez de materializarlos en categorías nebulosas, trata de incorporarlos a la vida cotidiana. Está comprometido con la racionalidad, oponiéndose a la vez a la racionalización de la experiencia; lo está con la tecnología, oponiéndose a la vez a la «megamáquina»; con la institucionalización social, oponiéndose a la vez al sistema de clases y a la jerarquía; con una política genuina, basada en la coordinación confederal de municipios o comunas por el pueblo, con democracia directa cara a cara, oponiéndose a la vez al parlamentarismo y al Estado.

Esta «comuna de comunas», para utilizar un eslogan tradicional de revoluciones anteriores, puede denominarse de manera apropiada comunalismo. Pese a la opinión contraria de quienes se oponen a la democracia como «sistema», describe la dimensión de­ mocrática del anarquismo como una administración mayoritaria de la esfera pública. De manera consecuente, el comunalismo busca la libertad más que la autonomía, en el sentido en que las he contrapuesto. Rompe categóricamente con el ego psicopersonal stirneriano —bohemio y liberal—, en cuanto que soberano contenido en sí mismo, afirmando que la individualidad no surge de la nada, con unos «derechos naturales» conferidos desde el nacimiento, sino que es considerada en gran medida el producto en constante evolución del desarrollo social e histórico, un proceso de autoformación que no puede ser petrificado por el biologismo ni preso de dogmas limitados temporalmente.

El «individuo» soberano y autosuficiente siempre ha sido una base precaria sobre la que fundamentar una perspectiva libertaria de izquierdas. Como observó Max Horkheimer,

Para que una visión libertaria de izquierdas de una futura sociedad no desaparezca en un submundo bohemio y marginal, tiene que ofrecer una solución a los problemas sociales, no revolotear arrogantemente de un eslogan a otro, evitando la racionalidad con mala poesía e imágenes vulgares. La democracia no es antitética al anarquismo, ni el gobierno por mayoría y las decisiones no consensuadas son incompatibles con una sociedad libertaria.

Que ninguna sociedad puede existir sin unas estructuras institucionales es algo evidente para cualquiera que no haya quedado alelado por Stirner y los de su especie.

Al negar las instituciones y la democracia, el anarquismo personal se aísla de la realidad social para poder dejarse llevar por una rabia fútil, y queda reducido así a una travesura subcultural para jóvenes crédulos y consumidores aburridos de ropa negra y pósteres excitantes. Argumentar que la democracia y el anarquismo son incompatibles porque cualquier oposición a los deseos de incluso «una minoría de uno» constituye una violación de la autonomía personal no es defender una sociedad libre, sino al «conjunto de personas» de Brown: en breve, a un rebaño. La «imaginación» dejaría de llegar al «poder». El poder, que siempre existirá, pertenecerá o bien a la comunidad en una democracia cara a cara y claramente institucionalizada, o bien a los egos de unos pocos oligarcas que crearán una «tiranía de falta de estructura».

No le faltaba razón a Kropotkin, en su artículo de la Enciclopedia Británica, cuando consideraba el ego stirneriano como elitista y lo censuraba por jerárquico. Se hacía eco, en términos positivos, de la actitud crítica de V. Basch respecto al anarquismo individualista de Stirner como una forma de elitismo, al mantener que «el objetivo de toda civilización superior no es hacer que todos los miembros de la comunidad se desarrollen de modo normal, sino permitir a ciertos individuos mejor dotados desarrollarse plenamente, aun a costa de la felicidad y de la existencia misma de la gran mayoría de los seres humanos». En el anarquismo, esto genera en efecto un regreso

En Estados Unidos y gran parte de Europa, precisamente en un momento en que el desprestigio del Estado ha alcanzado unas proporciones sin precedentes, el anarquismo va de capa caída. La insatisfacción con el gobierno como tal es profunda a ambos lados del Atlántico, y pocas veces en el pasado reciente ha habido un sentimiento popular más clamoroso demandando una nueva política, incluso un nuevo reparto social que pueda dar a la gente un sentido de dirección que permita compatibilizar la seguridad y los valores éticos. Si el fracaso del anarquismo para afrontar esta situación puede atribuirse a un único motivo, la estrechez de miras del anarquismo personal y sus fundamentos individualistas deben ser considerados como los responsables de impedir que un potencial movimiento libertario de izquierdas entre en una esfera pública cada vez más reducida.

A favor del anarcosindicalismo cabe decir que en el momento de su apogeo trató de practicar lo que predicaba y crear un movimiento organizado —tan ajeno al anarquismo personal— dentro de la clase obrera. Sus principales problemas no radican en su deseo de estructura e implicación, de programas y movilización social, sino en el declive de la clase obrera como sujeto revolucionario, en particular después de la Revolución española. No obstante, afirmar que al anarquismo le faltaba una política, entendiendo el término en su sentido original del

El aspecto más creativo del anarquismo tradicional es su compromiso con cuatro principios básicos: una confederación de municipios descentralizados, una firme oposición al estatismo, una creencia en la democracia directa y un proyecto de sociedad comunista libertaria. El problema más importante al que el libertarismo de izquierdas —tanto el socialismo libertario como el anarquismo— se enfrenta hoy es: ¿Qué hará con estos cuatro poderosos principios? ¿Cómo les daremos forma y contenido social? ¿De qué maneras y con qué me­ dios los convertiremos en relevantes para nuestra época y haremos que sirvan a los fines de un movimiento popular organizado para lograr el empoderamiento y la libertad?

En resumen, el anarquismo social debe reafirmar con rotundidad sus diferencias con el anarquismo personal. Si un movimiento social anarquista no puede traducir sus cuatro principios —confederalismo municipal, oposición al Estado, democracia directa y, finalmente, comunismo libertario— en una práctica real, en una nueva esfera pública; si esos principios se debilitan como recuerdos de luchas pasadas en declaraciones y encuentros ceremoniosos; peor aún, si son subvertidos por la industria del ocio «libertario» y por los teísmos asiáticos quietistas, entonces su esencia socialista revolucionaria tendrá que restablecerse bajo un nuevo nombre.

Ciertamente, ya no es posible, en mi opinión, llamarse a sí mismo anarquista sin añadir un adjetivo calificativo que lo distinga de los anarquistas personales. Como mínimo, el anarquismo social está radicalmente en desacuerdo con el anarquismo centrado en un estilo de vida, la invocación neo-situacionista del éxtasis y la soberanía del ego pequeño-burgués cada vez más marchito. Ambos divergen completamente en los principios que los definen: socialismo o individualismo. Entre un cuerpo revolucionario de ideas y prácticas comprometidas, por una parte, y el anhelo deambulante de placer y autorrealización personal, por otra, no puede haber ningún punto en común. La mera oposición al Estado podría muy bien unir al lumpen fascista con el lumpen stirneriano, un fenómeno que no carecería de precedentes históricos.


Fuente → elviejotopo.com

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