Durruti y los Solidarios en San Sebastián
Durruti y los Solidarios en San Sebastián (1922).
Ion Urrestarazu Parada


Cien años del atraco en las oficinas del Bellas Artes

EL ATRACO

A las nueve y media de la mañana del 3 de agosto de 1922, acompañado de su hermano, entraba a trabajar en su despacho sito en el edificio del Teatro Bellas Artes de la calle Urbieta el conocido contratista de obras Ramón Mendizábal. Tras ausentarse su hermano a causa de un recado, Ramón quedó a solas. Poco rato más tarde entró en el despacho un joven vestido decentemente, con aspecto de obrero. Tras saludar correctamente, boina en mano, explicó directamente el asunto que le llevaba allí: venía a pedir trabajo. Mendizábal, contestó que no podía dárselo, pues, a causa de la crisis económica, veía precisado reducir personal. El "obrero", extrañamente sonriente, se despidió cortésmente.

Pocos minutos más tarde, otros dos individuos entraron al despacho, pidiendo también trabajo y, al igual que el anterior, siempre de manera correcta, descubiertos, con la boina en el bolsillo de la chaqueta. Uno preguntó por si el contratista tendría un trabajo de cantero. Mendizábal negó, y añadió que de ningún otro oficio tampoco. Tras aclarar las razones de la respuesta, les prometió recomendarles a la Federación Patronal. Los "obreros" insistieron, pues les apremiaba la necesidad, y recorrer todas las obras les haría perder mucho tiempo. Mendizábal les informó de una obra en la que podrían hallar trabajo, facilitándoles la dirección. Mientras estaba encorvado buscando las señas, uno de los presuntos obreros, tranquilamente, con flema y sin perder el tono correcto, sacó una pistola Browning, y, apuntando con ella al contratista, le dijo: "Mire usted, lo que necesitamos es dinero". El otro "obrero", imitando a su compañero, sacó una pistola con la que también encañonó a Mendizábal.

Pese a la sorpresa inicial, el contratista intentó amedrentar a los delincuentes, amenazándoles con un archivador, conminándoles a marcharse. Los atracadores no se dejaron intimidar y volvieron a exigir el dinero, añadiendo un "¡Manos al aire!". En ese preciso instante entraba otro individuo, que también pasó a apuntar con su respectiva pistola a Mendizábal, y riéndose de éste, le dijo: "¡Bueno; venga el dinero!". Mendizábal les indicó que miraran en su chaqueta, en la que habría entre 800 y 900 pesetas. Pero el tercer atracador, definido por la prensa como "bajo de estatura, de rostro socarrón y maligno", se echó nuevamente a reír y le espetó: "¡Ja, ja! ¡Novecientas pesetas! ¡Con los millones que tú tienes!". Mientras el atracador se mofaba, los otros revisaron la chaqueta, cogiendo la cartera y el reloj de oro que en ella había. Mendizábal, mientras, mantenía las manos en alto; pero cuando intentaba bajarlas, el pequeño atracador le apuntaba al pecho con su arma, espetándole un "¡Que te mato!".

Tras acabar con la chaqueta, los atracadores, que por su manera de actuar parecían no tener mucha experiencia en la materia, procedieron a revisar el despacho, hasta que uno de ellos reparó en la caja fuerte. Enseguida fue exigida la combinación al contratista, que se excusó no tenerla, pues quien debía de tenerla era su "jefe". El atracador bajito, sarcástico, le interrumpió espetándole que el "jefe" era él, y que conocía a Mendizábal lo suficiente para saberlo. Para subrayar su impaciencia, le apunto con la pistola en la sien y volvió a conminarle a abrirla bajo amenaza de muerte. Para subrayar esto último, los restantes atracadores apuntaron con sus pistolas al desdichado contratista, que no le quedó más remedio que abrir la caja.

Una vez abierta, los atracadores se abalanzaron sobre ella, sacando el escaso dinero que en ella había: apenas un billete de mil pesetas, dos o tres de cien, alguno de cincuenta y calderilla en plata. El atracador bajito, bromista, separó doce pesetas de las monedas, dejándolas sobre la mesa del despacho, como si fuera un "regalo". Pero ahí no terminó el atraco. Ofuscados por el poco dinero hallado, empezaron a revolver todos los cajones de la mesa, hallando uno de ellos un libro de cheques, y gritando, exigió a Mendizábal: "¡Un cheque! Hay que firmar un cheque!". Este dijo que "no podía" hacerlo. El atracador desistió, y pasó a cortar con una navajita el cable del teléfono, para luego exigir la llave de la puerta de salida. El contratista se negó, para evitar ser encerrado; pero nuevamente una pistola en la sien le hizo cambiar de opinión.

Los atracadores abandonaron tranquilamente el despacho, siempre mirando hacia atrás, sin cesar de apuntar con sus pistolas a Mendizábal. Uno de ellos, antes de salir, le avisó: "Tú no nos conoces. Ten mucho ojo, porque, como nos delates, morirás". Tras este saldría en último lugar el ladrón bajito, que de manera burlona, haciendo una reverencia versallesca, se despidió con un "¡Salud!". Al parecer, por torpeza, los ladrones dejaron abierta la puerta del piso, detalle que aprovechó Mendizábal. Queriéndose asegurar que los delincuentes se habían marchado, miró primero por las escaleras y el balcón; pero no pudo ver por donde huían. Inmediatamente subió por una escalera interior a otra oficina y avisó al resto de los empleados del suceso. Estos habían escuchado alguna frase suelta; pero no habían sospechado nada de lo acontecido. El atraco apenas había durado una media hora larga, no quedando clara la cuantía exacta de lo robado. Unas fuentes dicen que apenas fueron unas dos mil pesetas, llegando otras a afirmar que fueron nueve mil pesetas, además del reloj.

Pronto la noticia del robo trascendió en San Sebastián, generando cierta psicosis, corriendo el rumor de haberse sucedido varios atracos similares en la ciudad. En efecto, este no había sido el primer atraco de tipo "social" —por política—; tiempo antes el empresario Berraondo había sufrido otro de similares características. La prensa intentó tranquilizar a la opinión pública avisando de que San Sebastián no era una ciudad propicia para el escenario de "luchas sociales"; nada propio del "obrerismo donostiarra" al que califica de "culto, respetuoso y enemigo de estridencias". Y que en la ciudad, al no existir barrios suburbanos, fáciles para guarecer delincuentes, y si los hubiese —es decir, los delincuentes—, no obtendrían de la población ni simpatía ni complicidad causada mediante coacción.

LA INVESTIGACIÓN POLICIAL

Mendizábal, seguramente impresionado por lo sucedido, no comunicó el crimen a la policía hasta la noche del día siguiente. El peso de la investigación recayó en el inspector Granaus, participando también en algunas pesquisas el comisario Rodríguez de Celis. Las primeras medidas que se tomaron fue indagar en los centros obreros extremistas de la provincia, haciéndose algunas detenciones entre los afiliados, que serían presentados al careo ante Mendizábal para la identificación, que resultó negativa, quedando los sindicalistas en libertad. Granaus llegó a la conclusión de que dos de los ladrones habían sido una pareja de vallisoletanos, cuya descripción coincidía con los huidos; pero estos habían desaparecido de San Sebastián la mañana siguiente del atraco, creyéndoseles en Francia. Para seguirles la pista en el país galo, la Dirección General de Seguridad envió a París a varios agentes de la brigada del anarquismo. El hermetismo de la investigación y la presencia de estos agentes, hizo sospechar a la prensa de la relación de los atracadores con el anarquismo o con el asesinato de Dato, presidente del Consejo de Ministros.

Entre aquellos huidos a Francia estaba Buenaventura Durruti —la prensa lo apodaba "el gorila"—, todavía un desconocido delincuente de poca monta, que junto a su banda criminal anarquista, conocida como "Los Solidarios", comenzaría a hacerse un nombre en la historia. Durruti no se quedaría mucho tiempo en París. De allí pasaría a Bélgica, de donde sería expulsado de Bruselas durante la estancia del rey Alfonso XIII en la ciudad. Enviado a Madrid, sería identificado y devuelto a San Sebastián, donde quedaría preso en la cárcel de Ondarreta. Por desgracia para la policía, al no poderse comprobar plenamente su intervención en el atraco —pese a haber convicción entre las autoridades en su participación en el hecho—, quedó en libertad. De San Sebastián pasará a Barcelona, y a partir de aquí su vida dará mil vueltas, entre tiroteos por la capital catalana, el atraco del Banco de Gijón, su supuesta muerte en la fuga de la cárcel de Oviedo, su huida a Argentina tras ser acusado del asesinato del cardenal Soldevila, su participación en el primer atraco de la historia de Chile, su liberación en Francia tras una campaña mediática o su militancia en la FAI que le llevará durante la Segunda República a participar en revueltas y ser deportado a Guinea y Canarias. Su vida terminará durante la Guerra Civil, el 20 de noviembre de 1936 —fatídico día para los extremistas—, cuando comandaba en Madrid la columna de su mismo nombre.


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