Recordemos a los asesinos
Pera entender la violencia franquista y la España contemporánea parece ineludible estudiar a los represores, directos e indirectos

Recordemos a los asesinos
Jaume Claret
 
En El temps esquerp, Raimon Obiols (Arcàdia, 2022) nos regala una cita con falsa apariencia de boutade: «Si para no olvidar hay que hacer monumentos, más vale hacerlos a los asesinos.» La afirmación parece sin duda antiintuitiva. De hecho, si nos aproximamos a la Guerra Civil española, veremos cómo los esfuerzos se han centrado en recuperar la memoria de las víctimas. Después de 40 años de monopolio propagandístico por parte de los vencedores (ejemplificado en el reciente Cruces de memoria y olvido de Miguel Ángel del Arco, Crítica, 2022), parecía lógico que fuese el turno de los vencidos.

Con todo, la investigación sobre los represaliados por el franquismo no siempre fue fácil. Hacia el final de la dictadura abrieron camino algunos estudiosos locales, hispanistas con mejor acceso a las fuentes y algunos pioneros en determinados departamentos universitarios. Desde perspectivas globales o provinciales, desde sectores concretos o cronologías determinadas, se fue incrementando y mejorando el conocimiento sobre los aspectos cuantitativos de la violencia. Se trataba de —parafraseando la web promovida desde Andalucía y Extremadura con resonancias de José Saramago— conocer «todos los nombres» (www.todoslosnombres.org).

Con el cambio de siglo, quedaron fijadas las grandes cifras y pocas han sido las variaciones o puntualizaciones que hacer. El libro Víctimas de la guerra civil, coordinado por Santos Juliá (Temas de Hoy, 1999), fue la culminación de esta etapa. Pese a esta constatación documentada y científica, el debate subsiste porque, por un lado, el revisionismo neofranquista directamente ha ignorado la evidencia y porque, por el otro, esta investigación ha facilitado la reivindicación de las entidades memorialísticas y ha reforzado las hasta entonces prudentes y aisladas actuaciones de las instituciones públicas.

Entretanto, la historiografía se reorientó hacia investigaciones más cualitativas, coincidiendo también con una nueva mirada sobre la represión. La violencia pasaba a ser interpretada como un fenómeno fundamental y fundacional del franquismo que habría jugado un triple papel: como castigo a los vencedores, como instrumento de sometimiento de los indecisos y como premio para los vencedores. Este último rasgo se volvía central, ya que permitía entender cómo la represión fue un elemento de cohesión al exigir la implicación de un importante sector de la población —el franquismo no solo era Franco— y al consolidar el régimen vinculando los intereses particulares a los generales.

Los orígenes de muchas sagas vinculadas a la alta administración, o de muchas fortunas surgidas a la sombra de los presupuestos públicos, había que buscarlos en este asalto al poder que es la dictadura.

Lisa y llanamente, detrás de cada sanción había alguien que sacaba un beneficio de carácter económico, profesional, laboral, etc. Sin necesidad de caer en lecturas deterministas, sí es cierto que los orígenes de muchas sagas vinculadas a la alta administración, o de muchas fortunas surgidas a la sombra de los presupuestos públicos, había que buscarlos, como hace el periodista Antonio Maestre (Franquismo SA, Akal, 2019), en este asalto al poder que es la dictadura.

De los vencidos a los vencedores

Se abría lentamente el camino para dirigir el foco hacia los verdugos y hacia una lectura más compleja del pasado y del papel jugado por la violencia. Porque, aunque estudiar a los vencidos tenga algo de justicia poética, los vencedores son muchos más decisivos: dispusieron de 40 años para borrar la memoria republicana, para reconstruir sus biografías de forma interesada y para influir significativamente en el legado del presente. Para entender la violencia franquista y la España contemporánea parecía ineludible estudiar a los represores, directos e indirectos.

No obstante, dar el paso no siempre es fácil y los investigadores han adoptado estrategias contradictorias. Hay quien ha obviado los nombres, quien los ha camuflado bajo iniciales i/o descripciones, quien los ha expuesto indirectamente (reproduciendo documentación, por ejemplo) y quien lo ha convertido en una cruzada. Quizá uno de los primeros estudios que reflexionaron sobre la complejidad de la cuestión fue el libro editado por Lourenzo Fernández Prieto y Antonio Míguez centrado en el caso gallego: Golpistas e verdugos de 1936 (Galaxia, 2018).

Porque la decisión no es sencilla. En primer lugar, cuando existe, el registro documental con frecuencia es escaso, parcial e incompleto. O peor todavía, como nos lo recuerda el antropólogo e historiador Alfonso M. Villalta (Demonios de papel, Comares, 2022), cuando el ministro Rodolfo Martín Villa, «en una fecha tan poco casual como antes de esas primeras elecciones democráticas del año 1977, ordenaba destruir los archivos de Falange y del Movimiento Nacional […] en un claro síntoma de la incertidumbre ante lo que podía venir». En segundo lugar, en poblaciones pequeñas ha quedado memoria de los hechos, pero también del miedo. En tercer lugar, con frecuencia se producen lecturas anacrónicas que proyectan juicios maniqueos, difuminan la complejidad de ciertas situaciones y dificultan evaluar con justicia trayectorias posteriores.

«Uno de los legados onerosos de la dictadura es que no haya ni visos del derecho a la verdad y lo tengamos al olvido», escribe Bartolomé Clavero.

Y finalmente, estas revelaciones afectan a menudo a terceros: desde familiares que no son responsables de los actos de sus padres, a otros que están dispuestos a defenderse judicialmente. Este uso espurio del derecho al honor y/o al olvido entra en conflicto con la necesidad de conocimiento e intimida —sutil y no tan sutilmente— el trabajo del historiador y la propia verdad histórica. No se trata de simples hipótesis, sino de amenazas reales, como ha podido comprobar Juan A. Ríos Carratalá, a quien la publicación facsímil de Los consejos de guerra de Miguel Hernández (PUA 2022), le ha supuesto un calvario judicial impulsado por los familiares de uno de los militares implicados en la condena del poeta. Como denunciaba Bartolomé Clavero en un artículo de la revista electrónica Nuestra Historia (2021): «Así se suma el derecho al olvido al estado de desmemoria. Uno de los legados onerosos de la dictadura es que no haya ni visos del derecho a la verdad lo tengamos al olvido.»

‘Castigar a los rojos’

Lejos de ser una característica española, los perpetrator studies están normalizados dentro de los estudios de la violencia política, de su memoria y sus representaciones. A principios de año, por ejemplo, se presentaba el dosier «Contrafiguras de la violencia. Imágenes, relatos y arquetipos de la perpetración de los crímenes del franquismo» en la revista Quaderns de Filologia. Allí, las investigadoras Violeta Ros, Lurdes Valls y María Rosón nos recordaban —con un claro eco de la máxima de Obiols— que «entender, explicar y, sobre todo, prevenir la violencia política requiere del esfuerzo colectivo de convocar a los fantasmas, no solo de las víctimas, sino también de sus victimarios».

Justo en esta línea hay que situar títulos recientes como Arquitectos del terror, de Paul Preston (Debate, 2021), o, todavía más recientemente, Castigar a los rojos, de A. Viñas, F. Espinosa y G. Portilla (Crítica, 2022). Este último profundiza en uno de estos (supuestamente) fantasmagóricos victimarios: Felipe Acedo Colunga (Palma de Mallorca, 1896 – Madrid, 1965). Antes de su más conocida etapa catalana como gobernador civil de Barcelona entre 1951 y 1960, cuando se ganó el apodo de la mula, este fiscal falangista destacó como pieza clave del entramado jurídico que había de justificar el castigo y la persecución de los futuros vencidos. Desde unas convicciones tradicionalistas y totalitarias, redactó una especie de guía de inquisidor —recuperada de los archivos militares sevillanos, y reproducida por primera vez— para orientar las actuaciones de los tribunales rebeldes.

Además del facsímil de esta guía, el libro incluye un prólogo del mediático Baltasar Garzón, en el que se reivindica la necesidad de identificar y juzgar —como lo intentó él mismo de modo infructuoso— a los responsables de la represión franquista. A continuación encontramos tres estudios complementarios a cargo del historiador Ángel Viñas, del investigador Francisco Espinosa y del jurista Guillermo Portilla que analizan, respectivamente, la biografía de Acedo Colunga, su papel como cerebro de la violencia represora y los fundamentos jurídicos (o más bien la ausencia de fundamentos) de su guía inquisitorial.

Castigar a los rojos es una obra ineludible para los especialistas y para los interesados en el estudio de la violencia franquista. Pero su relevancia va más allá. Por un lado, ejemplifica la evolución de los estudios de la represión más cualitativos y más centrados en los verdugos. Por el otro, nos recuerda que la construcción de una memoria requiere un conocimiento completo y complejo. Porque solo así la memoria del pasado será útil para el presente. 


Fuente →  politicaprosa.com

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