¿Persuadir o convertir?
¿Persuadir o convertir?
Javier Franzé

 Buscamos el igual derecho de reconocimiento a la propia diferencia, no para que quienes lo consiguen vivan como nosotros, sino como ellos elijan

En las últimas décadas, la izquierda ha ido transformando su modo de entender la igualdad, combinándola con la idea de diferencia. Si tradicionalmente la izquierda había concebido la igualdad como igualación, a fin de contrarrestar las desigualdades principalmente materiales que generaba el capitalismo, con el paso de los años esa igualación se ha ido matizando y a la vez realizándose de un modo ligeramente diverso: el que aportaba la noción de igual derecho a la diferencia (cultural, de género, étnica, religiosa, etc.), guiada por los valores postmateriales basados en el reconocimiento y la normalización de lo distinto.

La loable aspiración a que todos los seres disfrutaran de lo que se veía como la vida humana digna, encarnada en la alta cultura urbana, llevó a desconsiderar otras formas de vida

La mirada ilustrada, con su bienintencionada noción de que existía un modo de vida plenamente humano al que todos los individuos tenían derecho, sumada a la noción marxista de que había un sujeto histórico –la clase obrera urbana– destinado a establecer esa forma de vida verdaderamente humana, comenzó a mostrar sus contradicciones en clave de eurocentrismo, machismo y urbanocentrismo. En efecto, la loable aspiración a que todos los seres disfrutaran de lo que se veía como la vida humana digna, encarnada en la alta cultura urbana “cosmopolita”, llevó a la desconsideración de otras formas de vida (la rural en los países centrales, la cultura nacional de los países periféricos, las culturas “originarias” en todo el mundo), otros actores (feminismo, anticolonialismo, pacifismo) y otras demandas (ecológicas, multiculturales, de género). La idea –inspirada en una interpretación de 1789– de que la revolución transformaría la vida social y haría emerger al “hombre nuevo” una vez se resolviera el problema social crucial –la propiedad de los medios de producción–, coadyuvó a representarse el cambio hacia la igualdad y la plenitud como centrado en una demanda (la del trabajo contra el capital), un actor (la clase trabajadora) y un lugar (los países desarrollados) privilegiados. Todas las otras reivindicaciones debían así subordinarse al conflicto material de clase, que una vez destrabado abriría el terreno a la creciente realización de la humanidad del hombre.

El colonialismo y los totalitarismos –especialmente el soviético–, junto con el devenir de algunas revoluciones del Tercer Mundo, despertaron la sospecha. Todos esos procesos, recibidos con esperanza, sin embargo, habían ido aplastando demandas favorables a modos de vida que no encajaban con la verdad de la historia y de la humanidad que esos regímenes decían portar (los misquitos en Nicaragua, los homosexuales en Cuba, las nacionalidades y sus culturas en la URSS, etc.). La igualación en lo propio del ser humano anulaba diferencias, vistas como particularismos reaccionarios, cuando no como preocupaciones pequeñoburguesas, también en los países centrales. Las devastadoras consecuencias del terrorismo de Estado de las dictaduras latinoamericanas de los años setenta también sirvieron para revalorizar la democracia liberal y los derechos humanos, sobre todo por su componente pluralista, esto es, por su atención a las diferencias.

Una nueva sensibilidad fue lentamente abriéndose paso, no sin contradicciones y tensiones insolubles. A veces, por defender la diferencia se recaía en la tolerancia o incluso en el apoyo a regímenes políticos que usaban el derecho a la particularidad cultural para cercenar valores caros a la tradición de izquierda, como el secularismo, la igualdad entre hombres y mujeres o la democracia misma.

Toda política reposa en una identidad: sea la ciudadanía, el género, la clase, la cultura originaria o el animalismo. El problema está en otro lado

Esta tensión es irresoluble. No hay posiciones políticas sin tensiones ni contradicciones internas, porque los valores buenos pueden chocar entre sí –por ejemplo, la particularidad cultural con la igualdad entre hombres y mujeres–, como nos enseñó Berlín. Más aún, quienes no perciben ninguna contradicción en su propia posición están seguramente más cerca de dañar los valores buenos. Este no es un problema exclusivo de lo que algunos denominan “política identitaria”. Toda política reposa en una identidad: sea la ciudadanía, el género, la clase, la cultura originaria o el animalismo. El problema está en otro lado.

En los últimos años, al menos en España, la buena intención de afirmar modos de vida y/o hábitos antes ignorados, desatendidos o directamente menospreciados ha llevado a líderes y formaciones políticas a priorizarlos, poniéndolos por encima incluso de las demandas programáticas, casi como si fueran un fin en sí y no una expresión posible de los valores que se defienden. En efecto, por momentos pareciera que la defensa de ciertas demandas programáticas específicas termina operando más como excusa para afirmar ciertos estilos de vida o prácticas sociales cotidianas. O que se busca la identificación del electorado con la formación política y el líder a través del estilo de vida que estos defienden, no por los valores que promueven. Esto acaba trasuntando un cierto halo de ejemplaridad que no solo es éticamente cuestionable, pues nadie debe patrullar la vida de otros, sino que es políticamente contraproducente, pues al estrechar el campo del nosotros en virtud de privilegiar el cómo se vive sobre el cómo se quiere vivir, aleja en lugar de atraer, y genera en el huésped una sensación de estar siendo examinado por el anfitrión, en lugar de ser recibido con los brazos abiertos.

Esto equivale a perder de vista en qué consiste la lucha por la hegemonía. Contra lo que suelen creer sus críticos, que la identifican con la voluntad totalitaria de que todos vivan, piensen y sientan lo mismo, y –paradójicamente– también contra lo que suponen muchos de sus defensores, que la entienden como un manual de instrucciones para fabricar mayorías, la hegemonía reposa más en una difusa sensibilidad general que en un acuerdo puntilloso sobre la letra de la ley o del programa; es más el efecto de un proceso en el que se interviene que un plan de operaciones que se ejecuta. La hegemonía no se produce ni elabora en ningún lugar, ni nadie dirige su proceso, sino que ocurre, se da, aparece. Desde luego que eso no significa que no exista poder social, ni que este no se encuentre distribuido de modo desigual. Pero que haya desigualdad de poder no significa que alguien dirija el proceso social, ni que nadie se vea privado de resistir. Nadie tiene ese poder, precisamente porque el poder no es algo que se tenga o no, como bien enseñaron Maquiavelo y, tiempo después, Foucault.

La paradoja sale entonces a la luz: pareciera que cierta izquierda vuelve a afirmar sus valores, ahora los de la diferencia postmaterial, con la misma convicción monista que antes sostenía la igualación material. Si la certeza de poseer la verdad acerca de cómo se debe vivir se desplaza del antiguo universalismo ilustrado-racionalista a la diferencia pluralista, nada habrá cambiado: no nos hemos movido ni un ápice de la posición de superioridad moral, alimentada de la concepción de que los valores propios solo pueden ser encarnados de una única manera, y no de muchas que pueden incluso resultar contradictorias entre sí. Incluso ahora la contradicción es más intensa, porque el monismo se lleva bastante peor con la diferencia que con el universalismo.

La política no se dirige a cambiar el alma individual, sino la vida colectiva, requisito de todo proyecto personal

La política no se dirige a cambiar el alma individual, sino la vida colectiva, requisito de todo proyecto personal. Lo que no queremos es que nadie trabaje esclavizado por la precariedad, tenga menos derechos por ser mujer o sea invisible por el lugar social que ocupa. Pero cómo viva luego esa libertad que ha conquistado con la igualdad ganada, es otro problema. Buscamos el igual derecho de reconocimiento a la propia diferencia no para que quienes lo consiguen vivan como nosotros, sino como ellos elijan. Lo importante para la izquierda sensible a lo postmaterial no es recuperar la pedagogía decimonónica, ahora para pontificar sobre cómo hay que transportarse en las ciudades, qué es más saludable comer o qué tipo de consumo hay que practicar, pues eso sería cambiar solo el modo de vida que consideramos ejemplar, el modelo a seguir, y, más aún, el criterio para evaluar la catadura moral de las personas de bien.

Democratizar la democracia es también que quepan en ella más modos de vida, no buscar el acuerdo alrededor de qué forma de vida expresa mejor la sensibilidad igualitaria que para la izquierda tiene la democracia. Evangelizar y hegemonizar son cosas diferentes.


Fuente → ctxt.es

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