Nuestra Memoria / Gure Memoria
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Gasteizko Elkartasun Komitea

 En 1975 cayó la cara visible del nacional-catolicismo, pero no sus estructuras de poder. O lo que es lo mismo: se cambiaron los actores y el decorado sin cambiar a los directores de la función.

Resulta imposible entender el presente y concebir un futuro sin hacer hincapié en los cimientos construidos en un pasado no tan lejano. Tampoco tendría sentido pasar de puntillas por los acontecimientos que siguen marcando la actualidad política, ni sería justo condenar una vez más al olvido a los antifascistas de toda condición que plantaron cara a la barbarie. Estas convicciones son las que nos llevan a dedicar un espacio a la olvidada memoria de nuestra historia reciente, plantando cara de una forma tajante a la desmemoria y al revisionismo actual, y desde una férrea defensa de la justicia.

El primero de abril de 1939 se certificaba la derrota parcial de unos ideales que dificultaban el sueño de las élites del estado, y finalizaba un intento sólido (aunque inestable) de modernización del país. Bien es sabido todo lo que vino después: asesinato, tortura, saqueo, violación, y por lo general una desmesurada y cobarde venganza. Salvo heroicos intentos de organización revolucionaria, la llama de la lucha se apagó hasta décadas posteriores. Fue ahí cuando, desde lo más sombrío de la clandestinidad, recobraron vida fuertes convicciones de organización y deseo de libertad que pusieron contra las cuerdas al régimen. En 1975 cayó la cara visible del nacional-catolicismo, pero no sus estructuras de poder. O lo que es lo mismo: se cambiaron los actores y el decorado sin cambiar a los directores de la función. De esta manera y durante las décadas posteriores se fue escenificando la supuesta reconciliación “entre hermanos”, la “democratización” del país y la “cultura del consenso” hasta nuestros días, sostenida siempre por un silencio impuesto a los vencidos. Nada más lejos de la realidad. Aquellos que durante 40 años alzaron orgullosos el brazo, o juraron continuar con los “principios del movimiento nacional” ante los ojos de su dios, se erigían ahora como los demócratas de toda la vida, mientras parte de los hijos de los vencidos recogían satisfechos las migajas que el régimen dejaba caer. El peaje a pagar para ser parte de la nueva libertad resulto ser caro: una monarquía y una bandera ilegitima, la pérdida de cualquier ideal revolucionario, la necesidad de arrodillarte ante los poderes eclesiásticos, económicos y militares, el silencio ante la represión sufrida durante décadas y la que estaba al llegar desde los aparatos del estado, y un sinfín de condiciones a todas luces antidemocráticas. Y es así como llegamos a la macabra situación de nuestros días, donde corbatas rojas y azules repiten discursos protocolarios en un parlamento construido sobre cientos de miles de cadáveres olvidados. Recordar nuestra historia reciente ha sido hace poco un ejercicio realizado únicamente de puertas para adentro, generalmente por los hijos y nietos de la derrota, que a la vez veían como eran vilmente acusados de “reabrir heridas”. Sin embargo, los sectores más reaccionarios de la sociedad, aquellos que antes eran reacios a preservar cualquier rastro de memoria, han visto en los últimos años la oportunidad perfecta mediante la que poder verter innumerables mentiras, reinterpretar lo ocurrido o justificar así la barbarie. Lo que hasta hace relativamente poco estaba en boca únicamente de personajes residuales, es ahora tendencia en medios de comunicación, espacios por donde se cuelan miles de falsedades que tienen su origen en los mitos que el régimen franquista vertió durante décadas. Es por esto, y en aras de preservar la verdad y reivindicar la memoria, que procedemos a intentar desengranar muy brevemente lo sucedido durante gran parte del siglo pasado.

La criminal dictadura centró todo su esfuerzo en vestir a la segunda república de caótica, enemiga de la fe, y al servicio del “monstruo rojo del este”. Proclamada por las masas un 14 de abril de 1931 (tras la victoria republicano-socialista en la mayoría de capitales), se iniciaba un periodo que ponía en cuestión los históricos poderes de España. Desde la corona hasta el crucifijo, pasando por los caciques, los terratenientes y las élites militares. Fue en este instante cuando empezó a organizarse el sector golpista y criminal (es decir, el primer día). Tras varias reformas democráticas y poco sospechosas de ser radicales, llegó el tiempo de un bienio negro, donde la represión y el derramamiento de sangre se convirtieron en rutina para los parias. Desde Asturias hasta Cataluña, se vivió el preludio de lo que sería la indignidad de los vencedores a partir de 1939. La inestabilidad y la corrupción radical-cedista llevaron a que, en febrero de 1936, se celebraran las que serían las últimas elecciones del periodo republicano. Victorioso el Frente Popular, el fascismo español detallo los últimos preparativos del 18 de Julio, mientras la legalidad republicana aplicaba su moderado programa y actuaba con tibieza ante lo que estaba al caer. Así, se consumó un golpe de estado que condujo primero a una guerra, y después a un exterminio aún hoy reivindicado por unos y silenciados por casi todos.

Este hecho condicionaría indudablemente todo lo que vendría después. Es por eso que hasta quienes piden “cerrar heridas” con cierta arrogancia, no puedan evitar entrar al trapo y llenarse la boca de falacias con tal de justificar lo ocurrido: No, la Guerra civil no comenzó en el 34 con la revolución de Asturias. A pesar de que personalidades como Largo Caballero amenazaran con ir a la guerra si las derechas salían victoriosas, los revolucionarios de Octubre se alzaron primero para frenar la fascistización y el intento de acercamiento de la derecha a Hitler y Mussolini, y sobre todo para sobrevivir a la miseria y el hambre. No es equiparable con asesinar una democracia por orden de las élites, quienes tuvieron que encargar al fascismo el aniquilamiento de la mitad de la población. Otro “argumento” que resuena es el de la radicalidad. Se habla de la violencia y el extremismo del frente popular para justificar el 18 de Julio, y poder hablar de “salvación de España del marxismo” y “cruzada para salvaguardar el catolicismo”. El ejemplo más contundente para rechazar esta idea se encuentra en el programa del frente popular, donde únicamente se prometía una amnistía para los miles de encarcelados y torturados en el 34 y la recuperación de las libertades arrebatadas durante el bienio negro, mientras se rechazaba la nacionalización de la tierra y la banca y medidas más contundentes, cabe denunciar, por último, como estos años se le ha añadido al conflicto cierta romantización, aludiendo a la “locura colectiva” de la época, y la “triste esencia autodestructiva del español” como escusa con la que difuminar lo ocurrido y equiparar víctimas y verdugos.

El premeditado golpe de estado resultó ser un fracaso. El alzamiento militar no obtuvo el respaldo mayoritario del pueblo e hizo que, lo que a priori iba a ser un “golpe de orden” se convirtiera en una guerra de casi 3 años. La caricatura que siempre se ha hecho no parece estar muy alejada de la realidad: por un lado el golpismo, encabezado por generales rebeldes, oligarcas, religiosos (no todos se adhirieron al golpe) y fascistas de todo el panorama internacional. Por el otro, obreros y campesinos, mayormente inexpertos y desorganizados, pero convencidos y conocedores del elevado precio de la libertad (al igual que los brigadistas que vinieron a ayudar, muchos de ellos dejándose en España la vida). Otra de las imágenes que indudablemente se nos viene a la cabeza es la de los hermanos matándose entre si, y con ella, el discurso de la crueldad añadida que siempre tiene una guerra fratricida.

Siendo eso completamente cierto, no es del todo justo con la verdad si se utiliza para esconder un factor clave de la guerra: la ayuda exterior, el papel de la guerra civil como hervidero de la Segunda Guerra Mundial, y con ello, la utilización de la península como escenario en el que probar la artillería con la que poco más tarde sembraría el terror la barbarie nazi-fascista en el resto de Europa. La Guerra Civil supuso 3 años de sufrimiento y terror golpista, de bombardeos, asesinatos, exterminio e innumerables masacres que no consiguieron erizar la piel de las democracias liberales. Desde Gernika en Euskal Herria hasta “la desbandá” en Andalucía, pasando por decenas de ciudades y millares de pueblos a los que llegó la represión más feroz.

Con el fin de rebajar la violencia desmesurada del bando sublevado, numerosos tertulianos e intelectuales equidistantes han dedicado un esfuerzo notable en dar a conocer lo sucedido en la retaguardia del frente popular, tratando de propagar la idea de que los “rojos” tampoco eran “hermanas de la caridad”. Por supuesto que no lo eran. ¿Acaso pensaban Mola, Sanjurjo, Franco y el resto de ingenuos golpistas que los antifascistas de los diferentes pueblos de la península iban a quedarse de brazos cruzados viendo cómo se sacaba a los vecinos de las casas para fusilarlos de madrugada en nombre de su patria y de su dios?

Pero el exterminio más bárbaro y cobarde llegaría a partir de 1939, cuando “cautivo y desarmado el ejército rojo” los vencedores mostraron su verdadera esencia, aniquilando cualquier rastro de libertad, y condenando a cualquiera a que llorase a sus muertos al silencio para el resto sus días. Desde la represión física (asesinatos, ajusticiamientos y desapariciones forzosas), que acabó con la vida de más de 100.000 personas, hasta la política y la económica, pasando por la cultural (y lingüística, de sobra conocida en Euskal Herria), educativa y religiosa. Estas dos últimas mantuvieron una relación muy estrecha y fueron responsables del robo de miles de niños, hijos de mujeres antifranquistas, así como de la persecución de millares de maestros. Fue así como vio la luz un sistema criminal que aplica el terrorismo de estado hasta nuestros días. 80 años de silencio para las víctimas y medallas y honores para los vencedores. 80 años donde el régimen ha gozado del silencio de las potencias occidentales, quienes incluso enarbolaron los principios del nacional-catolicismo. Con el paso de los años, la dictadura consideró vital un lavado de cara y proyectó una imagen de modernidad y aperturismo, sin necesidad de renunciar a los ideales (ni a los modales) implantados en 1939.

De todas las luchas llevadas a cabo durante décadas, la más sombría y de especial crueldad y dureza fue la de los años de la dictadura. En un país destruido y hundido por la miseria, el hambre y la enfermedad, donde le persecución política era el pan de cada día y donde la esperanza parecía derrotada, renacieron unos ideales que servirían de vanguardia en la oposición al franquismo. La organización guerrillera más destacada fue la de “los maquis”, guerrilleros antifascistas que mantuvieron la llama de la lucha en las zonas rurales y montañosas, y que se organizaron para reactivar las ideas revolucionarias en los primeros años de la dictadura. Anarquistas, comunistas y socialistas se organizaron contra un enemigo común, y fueron sembrando una rabia y un deseo de liberación que más tarde recogerían sus hijos, quienes mediante huelgas, organizaciones revolucionarias (E. T. A., F. R. A. P., G.R.A.P.O. y otros grupos de liberación), asambleas democráticas clandestinas (dirigidas mayormente por demócratas, estudiantes, católicos antifascistas...), y barricadas, pusieron contra la pared al régimen.

La dictadura ideó el cambio de fachada de la transición no por la invasión de un sentimiento convencido de aquel que quiere reconciliarse y pedir perdón, sino por la presión de unas masas que ponían en jaque lo logrado en 1939.

Así, se detalló un plan perfectamente elaborado, en el que se asentarían las bases de un nuevo sistema que permanecería intacto por dentro, pero con el decorado cambiado por fuera: se escenificó la reconciliación, pero a cambio de no remover el pasado. Se restablecieron, supuestamente, las libertades políticas, pero a cambio de entrar en un marco legal detallado por señores del régimen. Se levantó el veto económico a los represaliados, pero a cambio de que no se cuestionara a quienes se lucraron lavándole los pies al régimen (y que hoy, no precisamente por el esfuerzo, mantienen intactos sus privilegios). Fue impuesta una monarquía seguidora y fiel al franquismo. El tribunal de orden público se despertó democrático, los militares fascistas, la policía y la guardia civil mantuvieron el poder intacto, las élites eclesiásticas continuaron vitoreadas y sin la necesidad de condenar su esencia criminal y los pueblos del estado fueron reconocidos siempre que no pusieran en tela de juicio el legítimo derecho a elegir su futuro. El terror no se esfumó, y los aparatos del estado golpearon con fuerza ante cualquier movilización. A pesar de los miles de episodios trágicos de esos años, un ejemplo representativo de la represión fue lo ocurrido en Gasteiz, cuando un 3 de marzo de 1976, camino a la democracia, la policía acabó con la vida de 5 trabajadores en tiempos de huelga general.

La memoria histórica no finaliza, como muchas veces se piensa, en 1975, y funciona como una herramienta extremadamente necesaria para no olvidar la represión que sufrieron (y sufren) aquellos que plantaron cara al fascismo. Comparar la situación social y cultural del franquismo con la que vino después sería injusto y reduciría el terror vivido en aquellas décadas. Sin embargo, la ruptura jamás llegó, y la herencia de aquella transacción es hoy más visible que nunca. Los aparatos del estado terrorista continuaron su labor pintando del color de la sangre la transición, deteniendo, encarcelando, torturando y asesinando toda motivación revolucionaria. Mantener la llama encendida hace décadas, y recordar lo ocurrido es hoy más necesario que nunca. La lucha revolucionaria conoce de sobra los golpes con los que ha tenido que lidiar: Primero con la muerte, después el olvido y ahora, más si cabe, con la mentira.

La razón por la que aludimos constantemente al siglo pasado no tiene que ver con una nostalgia barata de aquel que cree vivir en tiempos modernos en los que los ideales son historia, sino con una sólida convicción acerca de la sociedad que queremos construir, y que guarda su esencia en hombres y mujeres que defendieron la dignidad de un pueblo. Y porque la dignidad y la memoria siguen enterradas en el olvido más atroz. También por eso.

Gora Borroka Antifaxista!


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