Genocidio franquista en Córdoba
 “Había días que se fusilaba en Córdoba tres o cuatro horas sin parar. Cien personas cada noche. Empezaban a las tres de la mañana y los siguientes morían en el charco de sangre de los anteriores. Llegaba la mañana y a veces tenían que continuar ante los ojos atónitos de los vecinos”.
 
Genocidio franquista en la provincia de Córdoba.
Paco Barreira
 

“Había días que se fusilaba en Córdoba tres o cuatro horas sin parar. Cien personas cada noche. Empezaban a las tres de la mañana y los siguientes morían en el charco de sangre de los anteriores. Llegaba la mañana y a veces tenían que continuar ante los ojos atónitos de los vecinos”. Relata el investigador Francisco Moreno Gómez que lleva más de media vida documentando “el genocidio” que se desató en Córdoba capital y provincia.

11.581 víctimas se llevó la represión fascista. Se encarceló a miles de personas en la antigua prisión de Córdoba, en el Alcázar de los Reyes Cristianos, pero que muchos no llegaron a su destino. Unos 4.000 descansan cerca de los cementerios. El resto, unos 750, murieron debido a la insalubridad de las cárceles. A ellos hay que sumar 220 maquis muertos en la sierra y otros 160 aniquilados por servir de enlaces con los republicanos. También hubo 1.600 represaliados en la posguerra, 220 exterminados en los campos del III Reich y otras 4.500 personas que aún reposan en fosas comunes de la provincia.

Una matanza sin miramientos:

El autor explica que el exterminio comenzó con personalidades del Frente Popular, pero que después se extendió en forma de fusilamientos en masa. Por último, llegó la fase más espeluznante y bautizada como solución final, cuyo vendaval de sangre sumió en el pánico a toda la población. La mayoría cayó en los conocidos paseos: en el cortijo de El Telégrafo, en la carretera de Almadén, en la cuesta de Los Visos y en Alcoloea. Murieron concejales, ferroviarios, maestros, ingenieros… Y, sobre todo, gente de la cultura, como el poeta José María Alvariño, una de las mayores promesas de la poesía cordobesa del siglo XX, que desapareció en 1936.

El inframundo de las denuncias fue otro rasgo de la represión. Aparecían esbirros, aduladores y arribistas que se ofrecían como verdugos y delatores. Los registros domiciliarios y las detenciones eran un espectáculo cotidiano y el pueblo aprendió a vivir cercado: se fusilaba con acusaciones, como ‘por espía’ o ‘por sospechoso’. Hasta familias del campo, ‘por irse con los rojos’. Era la arbitrariedad total, que es lo que más terror produce, ‘porque nadie, en esas circunstancias, puede sentirse seguro’, concluye el historiador.

Sin ningún tipo de escrúpulos tampoco se puede olvidar, si se habla de la represión cordobesa, del alto número de mujeres asesinadas a sangre fría. “Iban al cementerio de La Salud y San Rafael y allí los tiraban a todos en una fosa. Una carnicería espantosa que no es lo único significativo, ya que aquellas muertes estaban programadas dentro de un plan de crimen organizado. Una trama que obedece a una selección y eliminación sistemática del enemigo”, señala este historiador quien insiste en “definir aquellos días como crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad”.

Gómez recuerda el triste caso de la periodista francesa Renée Laffont, corresponsal aquellos días de guerra y atrapada en la frontera del frente republicano en Alcolea. “Iba para a hacer un reportaje que estaba cerca de la vieja prisión en la ciudad de Córdoba. El conductor y sus acompañantes no se dieron cuenta y entraron en zona nacional. La bajaron del coche y fue juzgada por un tribunal militar”. El vehículo, en el que iban, sería requisado por Ciriano Cascajo, gobernador militar de la provincia. El 1 de septiembre de 1936 Renée sería trasladada desde la cárcel a la zona del cementerio. Tenía 58 años “Cuando se dio cuenta del camino decidió saltar del camión y correr pero fue abatida inmediatamente”. En el Registro Civil la muerte de Lafont, fechada dos meses más tarde, documenta su fallecimiento a causa de una “anemia aguda por hemorragia consecutiva por heridas recibidas”. Aunque realmente “la periodista murió cosida a balazos”, afirma Moreno con rotundidad.

Tras los primeros meses de represión, llegó a Córdoba el hacinamiento en las cárceles. La antigua prisión de la capital se situaba en el Alcázar Viejo. “El profesor Arizala fue uno de los que mejor me describió el duro ambiente de aquella prisión explicándome que cada día cambiaba de color. Un día era azul porque había tenido lugar una redada de ferroviarios, otros amarillo por el grupo de carteros, que mataron muchos en Córdoba ya que el alcalde, Manuel Sánchez-Badajoz era del gremio”. Panaderos, Hosteleros, Albañiles. Así fueron limpiando poco a poco la capital.

Joaquín Sama Naharro, médico cordobés narraría a Moreno las duras condiciones de insalubridad en los centros. “No había médicos en las cárceles y solo atendían presos sanitarios como Joaquín, quien recordaba los parpados hinchados de aquellos hombres, una debilidad carencial de vitaminas. Al día siguiente, tras su muerte, los cuerpos estaban amontonados en los pasillos” con un olor insoportable.

Ricarda Ana Cobacho Cañete tenía 36 años, una mujer culta, tenía una tienda de comestibles y en los ratos libres hacía de maestra particular en el Centro Obrero Socialista, y de escribiente para la gente que necesitaba cualquier gestión administrativa. Sus 4 hijos eran menores de edad, el mayor Juan José de 13 años. A comienzos de la República se cruzó en su vida el guardia civil del puesto de Jauja (Córdoba), Antonio Velázquez Mateo de 33 años, un personaje maldito que le enviaba notas amenazantes por su campaña de apoyo a la solicitud del concejal socialista de Jauja, para que una partida económica del Ayuntamiento se destinara a la construcción de un grupo de escuelas en el pueblo, en vez del arreglo del cuartel de la Guardia Civil, propuesta esta última defendida por los propietarios agrícolas.

Al estallar la sublevación de 1936, Velázquez se presentó en Jauja. Para conjurar el peligro Ricardita se trasladó a Córdoba. Sus hermanos, socialistas, también huyeron de Jauja. Los niños quedaron al cuidado del padre. Mientras tanto, en Jauja estaban sembrando el terror los franquistas mandados por Velázquez como jefe de los requetés y el falangista Rafael Écija «Seco Carrasquilla» de Lucena, que tenía tierras en Jauja.

A finales de octubre de 1936, Ricardita regresó a Jauja, en mala hora. El guardia Velázquez arrestó a la maestra, a su madre, a sus hermanas, y a una amiga de la familia, Rosalía Ruiz Gabacho, de 62 años, cuyos hijos, también socialistas, estaban huidos de la aldea. Las raparon, obligaron a tomar aceite de ricino y las torturaron en el cuartel durante 4 días. Querían que Ricarda desvelara el paradero de sus hermanos Juan y Manuel, afiliados al sindicato socialista UGT, que habían huido del pueblo. Después el guardia Velázquez se llevó a Ricarda sola a una casa de campo, la tuvo varios días encerrada, la torturó, la sometió a un calvario, y acompañado por un guardia apodado el Negro Gandul, y los requetés el Cota y el Mono, la condujeron al arroyo La Coja. A los pocos días apareció allí su cuerpo, estaba semienterrada y destrozada, al parecer había sido violada y le habían mutilado los pechos. La encontró un conocido de la familia, Vicente Maireles Carrasco, y la acabó de enterrar. El marido enfermó, perdió la razón y murió 7 años después. Al hijo mayor, de 13 años, le dieron una paliza. Tras su muerte, expoliaron su tienda y su casa.

Rosalía, que había soportado el cautiverio y las vejaciones con ella en la cárcel, cayó asesinada por varios disparos a bocajarro en la cabeza en la calle Pleito, el 5 de noviembre, cuando se negó a dar un paso más en dirección al cementerio, donde iban a fusilarla.


Fuente → presos.org.es

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