Relatar un recuerdo no es sino una historia de violencia
con la que garantizar la supervivencia del mismo
Juan Manuel Gil
Reflexionar sobre nuestra aportación, sobre nuestro granito de arena, al conocimiento de la dictadura franquista puede parecer un ejercicio de vanidad, de inmodestia. Ciertamente, ese tipo de tareas suele pedirse a profesionales que bien están al final de sus carreras o bien gozan de éxito e influencia. Un encargo de esta naturaleza a un profesor de provincias por consolidar es, como mínimo, un acto de fe del que, sospechamos, debemos estar agradecidos y del que esperamos salir indemnes.
En estas líneas mezclaremos las memorias con el análisis historiográfico. La idea es presentar un sucinto balance de aquello que creemos haber aportado, mas tenemos la convicción de que ese trabajo resulta más explicativo si se contextualiza con las condiciones en las que se desarrolló y se ofrece un relato causal de la evolución e influencias. Partimos, en cualquier caso, de dos a priori –en forma de citas– que pretenden servir de excusa para cualquier injusticia u omisión. Walter Benjamin escribió que «no hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie». Eligiendo esta desgarradora sentencia pretendemos reconocer que nuestro trabajo no está exento de disputas, odios y banderías y que, como cualquier otro académico, no hemos estado ajenos a esas poco edificantes circunstancias. Por otro lado Alessandro Portelli advierte que «la memoria es un constante trabajo de búsqueda de sentido». Las personas traemos al recuerdo aquello que hoy tiene significado relegando al sótano del olvido aquellas experiencias que ya carecen de valor. Además, cualquiera que haya trabajado con fuentes orales debe reconocer la existencia de fantasmas, de memorias no olvidadas sino suprimidas, intersticios del relato por los que se cuela la perturbación, el trauma. Resumiendo estas dos sentencias podríamos preguntarnos, con la frase de Juan Manuel Gil que encabeza estas líneas, si rememorar un recuerdo no es sino una historia de violencia que consigue perpetuarlo.
-I-
Cuando decidíamos dedicar nuestra tesis doctoral al estudio de la dictadura aparecían, en torno al 2000, una serie de monografías que, a nuestro juicio, supusieron un hito en la historiografía del franquismo. Nos referimos a Las políticas de la Victoria, de Antonio Cazorla, al Tiempo de Silencio, de Michael Richards, al Vivir es Sobrevivir, de Conxita Mir y a El Franquismo en Valencia, coordinado por Ismael Saz y Alberto Gómez Roda. Estos trabajos –diversos en sus planteamientos, enfoques y metodologías– trataban de penetrar en el que hasta ese momento se consideraba el gran déficit de la historiografía del franquismo: el problema de las actitudes sociales y la opinión popular bajo la dictadura. En ese momento no lo sabíamos –nuestros primeros pinitos en la investigación eran un estudio sociopolítico del Frente de Juventudes– pero ese debate se convirtió en la cuestión que guió nuestras pesquisas y, en gran medida, las de las siguientes dos generaciones de investigadores del franquismo. Determinante, en ese sentido, fue la influencia de Antonio Cazorla quien, allá por la primavera de 2001, ofreció en la UAL un curso de doctorado sobre el primer franquismo. De las lecturas que recomendó, de nuestras charlas y de la propia sensación de fracaso con la que concluimos el trabajo de investigación DEA extrajimos la convicción de que el análisis de FET-JONS ni podía ni debía ser el objetivo principal de nuestra investigación. Una convicción que se veía reforzada por el impacto que nos había causado una conferencia de Ismael Saz en Ávila, en unas jornadas organizadas por el Seminario de Fuentes Orales de la Universidad Complutense. La charla sobre los obreros de Sagunto nos trajo al presente los relatos de nuestros abuelos –antiguos productores de ENDESA–. Ese era el tipo de historia que queríamos narrar.
Las circunstancias que nos rodeaban impedían que pudiéramos emular el trabajo sobre los obreros industriales valencianos. A pesar de que, junto a nuestra compañera Sofía Rodríguez, nos preocupáramos desde el primer momento de construir un fondo de testimonios orales lo cierto es que nuestra juventud, y nuestra condición de forastero, nos tenían desconectado del entorno de los partidos políticos y del movimiento obrero en la provincia. Una provincia, por otro lado, en la que el sector industrial carecía de importancia y en la que el gran motor económico –de haber alguno– era el campo: la uva de embarque. Finalmente, en el grupo de investigación donde trabajábamos había otras tesis en curso y eso, en gran medida, motivó que existiera cierto reparto –nunca del todo explicitado pero sí obvio y notorio– de tareas e, incluso, de fuentes de archivo. Esos factores, y nuestra propia timidez y ensimismamiento, nos condujeron al Archivo Histórico Provincial de Almería donde nos encontramos una documentación abundante y prolija: los partes de la Guardia Civil.
Los partes eran una documentación copiosa –había miles y se conservaban hasta mediados de los cincuenta– que ofrecían un retrato vívido, fuerte y desolador de la sociedad de postguerra. Eran, por otro lado, una fuente que permitía hacer historia social y desde abajo sin necesidad de estudiar organizaciones políticas o sindicatos, atendiendo a las prácticas y acción de la gente corriente –de los sectores más depauperados de la sociedad–. Nuestro problema principal fue que teníamos mucha documentación pero carecíamos de conocimientos teóricos que nos ayudaran a conectar el problema de las actitudes sociales bajo las dictaduras con los delitos y acciones que aparecían en los documentos. Habíamos leído a Thompson, a Rudé, a Hobsbawm… y también algunos trabajos sobre la delincuencia y la justicia ordinaria en el franquismo –en ese sentido fue fundamental la aportación seminal de Conxita Mir– pero conjugar ambas visiones en un relato que ofreciera un sentido político a la acción de los de abajo no estaba explorado ni era tan obvio. En ese punto, el descubrimiento de la obra de James C. Scott fue vital coincidiendo la traducción de Los dominados y el arte de la resistencia con el Encuentro de Investigadores del Franquismo de Albacete. Allí pudimos leer diferentes comunicaciones sobre delincuencia y justicia ordinaria pero, sobre todo, acercarnos al uso de Scott que hacía Ana Cabana. No recuerdo exactamente cuando me decidí a contactar con ella –no sé si fue antes o después de que le dieran el Premio de Jóvenes Investigadores de la AHC– pero intercambiar escritos y poner en común nuestras impresiones y lecturas fue esclarecedor: allí donde nosotros teníamos casuísticas ella aportaba brillantez y claridad teórica. El dibujo que comenzamos a esbozar del franquismo fue el de una sociedad extremadamente dinámica y conflictiva y en la que el miedo y la conformidad no podían ocultar los estallidos ocasionales, las quejas individuales y las resistencias cotidianas. La paz social franquista era, en gran medida, un mito. Éste ocultaba una gran conflictividad.
-II-
Así, una de nuestras primeras aportaciones no sólo pretendía discutir el retrato que sobre la opinión popular presentaban los informes de FET-JONS y de la DGS sino también presentar el proceso de destrucción de la clase obrera como un proceso no sólo físico sino también cultural en el que jugó un papel capital la destrucción de la esfera pública –la transformación violenta de la sociedad española en una sociedad autovigilada–. Esa asfixiante y coercitiva realidad no impidió que, como resaltaba Scott, pudiéramos constatar la existencia de un discurso oculto, de espacios donde expresar disidencias al discurso oficial de relaciones de poder. Utilizando la documentación encargada de reprimir –el discurso contrainsurgente– mostramos un amplio repertorio de protestas individuales y colectivas que evidenciaban que incluso en una región periférica y poco dada a la protesta como Almería persistían identidades y lenguajes de clase que mostraban ruido de fondo bajo la paz franquista. Nuestro interés por recuperar esas voces y quejas no sólo pretendía mostrar las diferentes prácticas y actitudes de resistencia y contestación sino que, también, entraba dentro del, ya añejo, proyecto de recuperar a los perdedores de «la enorme condescendencia de la posteridad».
Mas nuestra principal aportación no se dio en el terreno de la política. Nuestro análisis de caso era más favorable a poner de relieve las resistencias cotidianas a la autarquía. La historiografía había sido prolija señalando tanto la miseria a la que dio lugar la política económica franquista como el malestar popular por las condiciones de vida. Sin embargo no se había apostado tanto por dar un valor político a las transgresiones de la ley como los hurtos, los timos o el estraperlo. Nuestra aportación no pretendía equiparar todas estas acciones sino, más bien, señalar que algunas de ellas podían ser entendidas como armas de los débiles, lucha de clases sin clases. En la amplia gama de delitos contra la propiedad encontraremos un amplio abanico que oscilaba desde el egoísmo hasta las acciones que formaban parte de estrategias de la oposición organizada pasando por prácticas de resistencia individual fundamentadas en nociones morales compartidas. Debatir y distinguir el valor político del hurto nos llevó a proponer que estas prácticas no podían ser catalogadas como oposición o antifranquismo sino, más bien, como micropolítica popular o subalterna. Al fin y al cabo, las resistencias al trabajo, a las políticas de control de precios o a los abusos burgueses, o del Estado, tenían una larga trayectoria remontándose, como mínimo, a los inicios de la contemporaneidad. Estas estratagemas no sólo se dieron contra la dictadura si bien era cierto que su política económica abrió territorios donde desplegarlas.
Unas prácticas que ni eran exclusivas de nuestro país, en el contexto europeo del momento, ni podían desligarse de la hambruna que asoló a la España de los cuarenta. Nuestra aproximación transnacional al fenómeno del mercado negro –publicado en un dossier de Miguel Cabo y Ana Cabana sobre la obra de James Scott en Historia Social– puso de manifiesto que la crisis de subsistencias en nuestro país fue una hambruna. Una crisis equiparable a otras hambrunas como la griega u holandesa y mucho mayor que miserias con más repercusión y ayuda internacional. En ese contexto, y al igual que ocurrió en la Europa ocupada, la dictadura cambió de raíz la estructura de la política convirtiendo en ilegal cualquier queja o protesta. Las capas subalternas intentaron solventar sus problemas de subsistencia utilizando transgresivamente el discurso del poder. Interpretaron que el racionamiento obligaba, al menos moralmente, al Estado a suministrar una cantidad mínima de alimentos. Su lealtad al sistema económico dependía de la capacidad de la administración para suministrar productos. Si el Estado servía suministros con eficacia, el mercado negro, pese a existir, era asumible. Si la realidad era la de un mercado oficial desabastecido –como ocurrió en Francia, España o Grecia– la gente corriente se veía obligada a estraperlear. Un fenómeno tan común que, a los ojos de muchos europeos, recurrir a la ilegalidad dejó de ser un crimen. En el caso español, el estraperlo fue una estrategia de subsistencia, y forma de resistencia cotidiana de las clases subalternas durante los años del hambre, pero también ayudó a crear el corrupto sistema de la dictadura. Las elites y la burocracia franquista terminaron por corromper a la sociedad tejiendo unas redes clientelares y de extracción de recursos que, al tiempo, las sostenían. El estraperlo como arma de los débiles disminuyó con el fin de las hambrunas mas esas redes de lucro sobrevivieron hasta el fin del racionamiento y más allá.
-III-
Esa concepción reticular de la política fue la que también quisimos trasladar a nuestro análisis del poder local en la destrucción de la democracia y la construcción del franquismo. Probablemente, la mayor parte de ustedes tendrán la idea de que nuestra posición en este punto se debía a la innegable influencia de Antonio Cazorla. Negar esa deuda historiográfica sería mentira, y mezquino, pero también lo sería no apuntar a diferentes profesores e investigadores de la UAL –Francisco Andújar, Fernando Martínez, María Dolores Jiménez…– que llevaban años hablando sobre clientelismo y caciquismo en sus clases y publicaciones. Así, tomamos del primero su brillante énfasis en no considerar resuelto el problema del caciquismo, de los segundos sus enseñanzas y lecturas sobre redes y clientelismo y de mi tutor de tesis –Rafael Quirosa– y su grupo de investigación los trabajos y pesquisas en archivos municipales sobre el personal político en la II República y la Guerra Civil. Esas influencias afincaron nuestro trabajo al terreno –dándole profundidad temporal y datos empíricos– si bien quisimos integrar nuestro trabajo en el debate estatal sobre los cuadros políticos locales –que estaban planteando historiadores como Miguel Ángel del Arco, Julián Sanz o Martí Marín– y encuadrarlo en el debate sobre el fascismo genérico. En este último punto nuestra principal influencia volvía a ser Ismael Saz si bien él mismo nos advirtió de la necesidad de integrarnos en el debate internacional y leer a autores como Roger Griffin, Robert Paxton o Aristóteles Kallis.
El resultado de todas estas influencias fue una serie de trabajos en los que enfatizábamos el peso del caciquismo y el clientelismo en la política local de la crisis de los años 30 y de postguerra. A través de un estudio extensivo en más de la mitad de localidades de la provincia de Almería y de análisis de caso como el de Berja –donde pudimos reflejar las estrategias familiares y matrimoniales de las élites locales y donde evidenciamos los manejos de un cacique a través de su correspondencia privada– mostramos cómo en el ámbito local los cambios políticos no fueron tan nítidos como las apariencias o los nombres de los regímenes o de los partidos políticos dan, muchas veces, a entender. El caciquismo, el intervencionismo gubernativo, el faccionalismo y el clientelismo fueron una realidad durante la República y no podíamos considerar a Franco como el cirujano de hierro que acabó con las prácticas clientelares. Nuestra investigación puso de manifiesto cómo junto al nuevo personal político se detectaba un número significativo de personas que pertenecían a la clase dirigente tradicional pudiéndose hablar de una interacción formal e informal entre caciques y hombres nuevos. Además quisimos enfatizar que la identidad de los actores no era determinante para dilucidar el problema sino que debíamos atender a las prácticas políticas cotidianas, a los intereses materiales y a elementos cualitativos: redes familiares, ámbitos de sociabilidad, conexiones laborales y culturas políticas. El resultado no sólo ponía en tela de juicio que se produjera una renovación del personal político sino que evidenciaba la perpetuación de prácticas clientelares.
El Nuevo Estado franquista no redujo el poder de los notables, al contrario, construyó un sistema en el que muchos de ellos fueron capaces de satisfacer sus apetencias sin las interferencias de la opinión pública. En ese sentido adoptamos la definición del poder local franquista como un poder local parafascista o fascistizado señalando que tanto las dictaduras fascistas como las fascistizadas tuvieron como objetivo transitar hacia la sociedad de masas adoptando fórmulas que cancelaran el espacio público y los retos del movimiento obrero. La distinción entre fascismo y parafascismo no es sólo ideológica sino que implicaba tomar en cuenta los retos y la relación de fuerzas existente en cada región y sociedad. La adopción de una u otra fórmula dependía de la relación de fuerzas en el seno de la coalición reaccionaria, de los cálculos que realizaron las élites a la hora de cooptar y relacionarse con los fascistas y de la capacidad de estos últimos para deshacerse de su tutela. Empero, incluso dentro de las dictaduras parafascistas constatamos diferencias. A través de un análisis comparado con otros casos europeos concluimos que el poder local franquista era muy semejante al salazarista si bien presentaba también similitudes con el de Vichy o con el de la Noruega ocupada –aunque también con el del fascismo italiano–.
-IV-
Una última característica de nuestra aportación a la historiografía del franquismo tiene que ver con la reflexión teórica y el gusto por la historia de la historiografía. Ya hemos señalado, en otras ocasiones, algunas de las características de la que hemos bautizado como tercera generación de investigadores del franquismo. A pesar de que ésta no forma, ni mucho menos, un colectivo o proyecto común; consideramos que nuestra aportación se enmarca en su seno. Podríamos señalar una serie de características: preeminencia del debate sobre las actitudes sociales y la opinión popular, apego por la vida cotidiana y la política informal, adopción de posiciones teóricas cercanas a la historia cultural, estudios de caso locales o regionales… Tras una temporada no demasiado productiva, quizás convenga apuntar algunas cuestiones críticas o en las que asoma cierta insatisfacción o desazón. Ese colofón ayudará a hacer de este ejercicio de reflexión y divulgación algo más que autobombo o propaganda.
Un aspecto crítico de las aportaciones que hemos presentado es que muestran una aproximación al franquismo bipolar. Nuestro trabajo se ocupó de las capas más humildes y de los cuadros políticos de la dictadura pero ha dicho poco sobre las diferentes capas medias en las que se apoyó la dictadura. Bien es cierto que no hemos hablado de otros trabajos –como los de Falange y sus delegaciones o los de los maestros y el sistema educativo– que podrían matizar esa crítica pero, aún así, creemos que esta es una tara de nuestra obra y que no somos injustos si la extendemos a la de otros. En ese sentido, resulta paradójico la adopción de perspectivas cercanas a la historia cultural y que, en cambio, los trabajos sobre la religiosidad popular así como sobre el lenguaje, imaginarios, ritos y organizaciones católicas sean, más bien, escasos.
Además, comenzamos el texto señalando que el debate sobre las actitudes sociales ha sido la cuestión que, en gran medida, ha guiado los trabajos sobre franquismo desde el cambio de milenio. Quizás quepa señalar tres cuestiones. En primer lugar ese debate parece haber llegado a un punto de no retorno. Las preguntas historiográficas son útiles en la medida que nos abren nuevas vías de investigación y nuevos enfoques pero cuando los trabajos empiezan a repetirse y tan sólo ofrecen más casos y documentación es que se está llegando a un punto muerto. Quizás haya llegado el momento de un cambio. En segundo lugar, resulta sintomático que en un debate internacional con evidentes contactos con otras ciencias sociales –antropología, sociología, politología– no hayamos sido capaces de generar algún tipo de aportación a la teoría social. Saludamos con agrado nuestra paulatina introducción en los debates internacionales pero hemos de admitir que seguimos sin aportar conocimiento significativo –a veces caemos en la mera traducción– ni una manera distintiva de hacer historia o ciencia social –y en este punto no son las generaciones más jóvenes los máximos responsables–. Finalmente, hemos de reconocer que si bien hemos concedido capacidad de agencia –y protagonismo– a sectores sociales no demasiado trabajados nuestros relatos quizás pequen de cierto optimismo. Un peligro de las tesis de Scott es que con su énfasis en la agencia subalterna se pierda de vista la capacidad de los sistemas, de los estados o las elites para asumir las armas de los débiles, o el discurso oculto, como un coste asumible del engranaje. Como explica William H. Sewell Jr. las estructuras son, en gran medida, duales. Los pensamientos e intenciones de los actores están constituidos por la cultura que estructura y restringe a éstos si bien, en determinadas circunstancias, los agentes pueden innovar en formas estructuralmente moldeadas. Que las principales aportaciones a las resistencias cotidianas a la dictadura se presenten desde regiones tradicionalmente catalogadas como inmóviles o conservadoras no deja de ser significativo.
Por último hemos de señalar que, como generación, no hemos presentado un relato divulgativo sobre la dictadura. Los avances de los últimos veinte años se pierden, en gran medida, en debates de expertos en las revistas de impacto. Nuestra experiencia a la hora de hacer una síntesis divulgativa fue que seguíamos basándonos en lo que habían pensado otros –de más edad o prestigio–. Corremos, además, el riesgo de que esta carencia crezca con el paso del tiempo ya que empezamos a producir doctores y académicos para los que la tesis doctoral es un trámite y su labor se centra en producir, muchos, artículos de impacto. ¿Son éstos un buen indicador del avance de la historiografía? Y añadiríamos: si ni llegamos al gran público ni tenemos un relato muy distinto al de las generaciones precedentes ¿Es nuestra aproximación significativa? ¿A qué fines sirve?
Selección bibliográfica
Óscar Rodríguez Barreira (2023): «No tan prietas las filas: Ocio y deporte en el Frente de Juventudes» en Claudio Hernández Burgos & Lucía Prieto Borrego (coords.); Divertirse en dictadura. El ocio en la España franquista. [En prensa]
— (2018): «The Franco Dictatorship, 1939-1975» en José Álvarez Junco & Adrian Shubert (eds.); The History of Modern Spain. Chronologies, themes, individuals. London, Bloomsbury, 97-112.
— (2016): «Señor ten piedad… Discurso público, cultura popular y resiliencia en las cartas de los presos al Generalísimo» en Antonio Míguez Macho (ed.); Ni verdugos ni víctimas. Actitudes sociales ante la violencia: seis estudios de caso entre el franquismo y la dictadura argentina. Granada, Comares, 59-77.
Óscar Rodríguez Barreira (2015): Pupitres Vacíos: La escuela rural de postguerra. Almería, 1939-1953. Almería, IEA.
— (2014): «The Many Heads of the Hydra: Local Parafascism in Spain and Europe, 1936-50», Journal of Contemporary History, 49-4, 702-726.
— (2014): «Frentes y Hermandades de postguerra. Juventud y campesinado en las Falanges rurales, 1939-50», Historia Agraria, 62, 177-216 (Junto a Daniel Lanero)
— (2013): Miserias del Poder. Los poderes locales y el Nuevo Estado franquista. Valencia, PUV.
— (ed.) (2013): El franquismo desde los márgenes. Campesinos, mujeres, delatores, menores… Lleida, ULl & UAL.
— (2013): «Cambalaches. Hambre, moralidad popular y mercados negros de Guerra y Postguerra», Historia Social, 77, 149-174.
— (2012): «Lazarillos del Caudillo. El hurto como arma de los débiles frente a la autarquía franquista», Historia Social, 72, 65-87.
— (2011): «El pueblo contra los pueblos. Intervención gubernativa y clientelismo en las instituciones locales durante la II República», Ayer, 83, 175-212.
— (2008): Migas con miedo. Prácticas de resistencia al primer franquismo. Almería, 1939-1953. Almería, UAL.
— (2008): «Hoy Azaña, mañana… Franco. Una microhistoria de caciquismo en democracia y dictadura. Berja (Almería), 1931-1945» Hispania. 229, 471-502. (Junto a Antonio Cazorla)
— (2007): «Cuando lleguen los amigos de Negrín… Resistencias cotidianas y opinión popular frente a la II Guerra Mundial. Almería, 1939-1947», Historia y Política, 18, 295-323.
— (2006): «La historia local y social del franquismo en la democracia, 1976-2003. Datos para una reflexión», Historia Social, 56, 153-175.
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
No hay comentarios
Publicar un comentario